Al cumplirse el centenario del nacimiento de Amalia de la Vega, se imponen los homenajes, los repasos de su lista de méritos, la recuperación de una iconografía de época, la recolección de anécdotas –esas formas del discurso tan sobrevaloradas por los grandes medios–. Una suma de acciones, de movidas, que giran en torno a una figura clave de la canción popular que se erige como un gran misterio; una figura opuesta al divismo, que desde tiempos y escenas musicales dominados por sus colegas varones legó un extenso repertorio de canciones dotado de altas virtudes técnicas y estéticas.
Los egos dan muchas batallas absurdas. Urden alianzas precarias con la banalidad para irrumpir en los altares deslumbrantes de la cosa pública e intentar instalarse ahí para conquistar una fugaz ilusión de eternidad. Esos egos son y están en función del foco que los recorta de la masa, de lo supuestamente informe, y los devuelve famosos por ser famosos, moldeados por una idea del éxito acuñada en la faena del mercado, distintos y espectaculares frente al común de los mortales. Y con el tiempo quizás quede poco de ellos: “Es que la gola se va y la fama es puro cuento”, dicen los versos del añejo tango de Humberto Correa.
Hay, sin embargo, otros egos que, aparentemente –sólo aparentemente–, pasan desapercibidos. Son, quizás, más de lo que uno piensa; quizás son un río caudaloso de desapercibidos, olvidados, ninguneados: algunos que hacen, otros que hacen mucho, otros que hacen cosas tangibles e intangibles muy valiosas, pero, se dirá, se olvidan: esos tangibles e intangibles quedan en un lugar lejano, distante de los altares, pero, por valiosos, son los que deslumbran con una luz única cuando todas las estrategias de la percepción se las juegan a nombrarlos, a explorarlos, a fascinarse con su trama de matices, con el ingenio y la versatilidad de sus técnicas, con el virtuoso tratamiento del poder expresivo de, por ejemplo, una materia esquiva y fugaz como el sonido. Son las artes de los egos que se refugian en la sabiduría.
Y, entonces, entre esos otros canta Amalia, o Amalia de la Vega, o María Celia Martínez Fernández. Canta ‘Mi rebenque plateado’, una de las cifras recopiladas por Lauro Ayestarán, pionero de la musicología en la región; o canta la milonga ‘Mate amargo’, con texto de Tabaré Regules; o el sinuoso y juguetón gato titulado ‘Truco’, que ella compuso sobre texto de Víctor Abel Giménez. O canta cualquiera de los títulos de su extenso repertorio de creaciones propias y versiones: derroches swing sobre las poderosas guitarras; lucidos trabajos con los matices dinámicos, con la afinación justa, con ese timbre amaderado y terso a la vez que gana potencia en los registros medio y grave, con la respiración que no se entrecorta y hace que las frases se gocen y fluyan con un decir simple, natural; en fin, cantando con la comodidad de quien despliega el virtuosismo como si fuera lo más simple y natural.
Anotó la escritora Marcia Collazo: “Amalia tal vez habría aprobado esa forma de pensar que, lejos de centrarse en el ego, se refugia en la sabiduría. Ella misma, que hizo de las cosas diminutas el tema principal de su arte y que bien se merece el título de Amalia la Grande, es un ejemplo de renunciamiento y de evitación de toda egolatría: eligió dejar de cantar para recluirse en la calma de su hogar familiar y jamás conoceremos del todo los motivos de semejante decisión”.1
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Se suele decir, doña Amalia, que usted era un misterio. Poco se supo de los detalles de su vida íntima, de sus pasiones, de sus inquietudes, de sus periplos vitales. Se sabe, sí, que usted era tímida, de pocas palabras. También se sabe que poco se explica de ese silencio que cubrió –que ocultó– su obra durante décadas, al punto de que hoy deviene figura a descubrir. Y que poco se explica o se ensaya sobre esa musicalidad que impacta al recorrer sus relieves, sus texturas.
Se puede decir, doña María Celia, que su biografía está por escribirse, que su trayectoria y su frondosa discografía son un conjunto de piezas para ensamblar con paciencia y minuciosidad de archivista, con pasión de coleccionista, con sabiduría musical y sensibilidad crítica.
Los resúmenes vitales, usted lo sabe, todos lo saben, son injustos, incompletos, apurados. Son líneas en las que se anotaría, ahora, en un proceso de redescubrimiento de su arte, que nació el 19 de enero de 1919 en Cerro Largo, que falleció el 25 de agosto de 2000 en Montevideo, a casi cuatrocientos kilómetros de su Melo natal. Que llegó a la capital del país siendo muy joven; que, pese a su timidez, la vocación por el canto marcó un rumbo singular en un campo musical dominado por hombres; que deslumbró ya en sus primeras actuaciones en público; que reconoció, siempre, las trazas que dejaron las experiencias musicales en su casa familiar, donde solían llamarla Perla; que la poesía de cuño nativista, conocida a través de su madre, fue marca definitiva.
Se escribiría que por el impacto que causaron sus primeras actuaciones llegó a debutar, en 1942, cuando tenía veintitrés años, en la histórica fonoplatea de la radio El Espectador –fue entonces una actuación sin público– y que, poco tiempo después, repitió el suceso en la fonoplatea de Carve, repleta de público. Que Víctor Soliño, hombre de carnaval, de tango, de radio, de la escritura, le sugirió un nombre artístico: Amalia de la Vega; y que recibió el reconocimiento del público y de sus colegas músicos. Que su primera grabación oficial fue el 10 de marzo de 1949 –quedan, según algunos investigadores, por determinar cuántas grabaciones hizo antes de esa fecha, y en qué condiciones se habrían hecho– para el sello local Sondor; que a esa edición le siguieron otros títulos en discos de 78 rpm, en 45 rpm, y su primer larga duración, el formidable Mate amargo, para el sello Antar, en 1963, para el que registra composiciones suyas, varias sobre textos de otros, y versiones de creadores entonces ya reconocidos e influyentes, como Aníbal Sampayo, Osiris Rodríguez Castillo, Carlos Gardel y José Razzano, entre otros; que a ese título le siguieron otros de referencia obligada, como Amalia de la Vega (1958), El lazo de canciones (1958), Amalia la nuestra (1975), Mientras fui dichosa (1976) hasta Poetas nativistas orientales (1982). Que vivió el auge del folclorismo, que se plegó a un camino de exploración de géneros y estilos tradicionales junto a otros artistas de este lado del río como mar; y que, en ese camino, usted fue una de esas piezas clave para proponer un lenguaje cancionístico más afiliado a la calidad de lo musical que a las reconstrucciones idealizadas, museísticas, nacionalistas y pintoresquistas, del acervo de expresiones populares. Que su arte quedó, por causas que merecen un análisis más detenido, apresado por los desmanes simbólicos de un poder impuesto a la fuerza, y que apeló a los nativismos o criollismo como aliados de un discurso –y una acción– que sembró el terror por más de una década. Pero, esto también se sabe, ese arte no fue horadado por ese proceso histórico.
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Pero de ella, de Amalia, han hablado y escrito nombres que son referentes culturales; de ellos han quedado expresiones que, con diferencias de años, de décadas, de contextos, vuelven sobre el complejo asunto de las percepciones, de las inserciones en el escenario de los discursos públicos, de las mediaciones y, claro, de los juegos de exaltaciones mediáticas –uno de los territorios de lo banal y lo fugaz–, de los bronces.
Y cabe la interrogación, al menos como disparador: ¿quién era usted, doña Amalia?
Quién era usted para que don Lauro Ayestarán escribiera en las contratapas de los discos A mi rancho (1957) y El lazo de canciones (1958): “Entre los que proyectan el hecho folklórico al terreno artístico –que a falta de otro adjetivo más exacto hoy se acostumbra a llamar ‘folkloristas’– la figura de Amalia de la Vega se recorta en el Río de la Plata con perfiles propios. En esta cantante se unen armónicamente un bello metal de voz, la más sólida afinación y la dicción más clara para recrear las tradicionales melodías en el más adecuado estilo”.2
O para que el guitarrista Hilario Pérez haya dicho: “Tuvimos tres voces que no tienen sustituto: la de Gardel, la de Amalia y la de Alfredo […] ¿Qué reconocimiento hay a Amalia de la Vega? No le importa a nadie. La admiran los que tienen más de cincuenta años, pero su aporte a la cultura se va perdiendo, como el de otros que quedaron en el olvido” (Búsqueda, edición del 2 al 9 de enero de 2019).
O para que el periodista Lincoln Maiztegui Casas, al publicarse en 1997 su disco El lazo de canciones, escribiera: “Esta artista fuera de serie se encuentra totalmente olvidada por los que rigen, en todos los planos, la cultura de este país. […] Amalia de la Vega es una perfecta desconocida para la mayoría de los melómanos orientales. Sus discos no se reeditan, sus versiones no se pasan por la radio y nunca se la menciona entre los grandes folcloristas de este país” (El Observador).
O para que, décadas atrás, Atahualpa Yupanqui la exaltara así: “Su voz era como el sonido que parece surgir desde las entrañas de la madre tierra con la autenticidad de los grandes artistas”. O para que Alfredo Zitarrosa la considerara “la número uno de todas las épocas”.
O para que el músico Rubén Olivera anotara –y con justicia– estas líneas: “Los valores artísticos de Amalia de la Vega son un buen ejemplo de lo que ocurre con bienes culturales de calidad que tardan en ser visualizados, reconocidos en forma masiva, celebrados, e incluso retomados por los músicos para establecer una línea de continuidad identitaria. […] Asombro mayor llega al constatar que es muy poco conocida entre los uruguayos a pesar de su extensa obra –más de veinte discos en distintos formatos, aunque con sólo dos CD del sello Sondor editados a la fecha– y de su fuerte presencia en los medios de difusión en distintas etapas. Colabora con este desconocimiento su antidivismo y proverbial timidez que la mantuvo alejada de los escenarios por largos períodos hasta el definitivo adiós de los ochenta, veinte años antes de su muerte” (Semblanza de Amalia de la Vega, publicado por el Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán: CDM).
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A veces, y quizás sólo a veces, los números redondos y contundentes hacen justicia y se ilumina algo del conocimiento sobre el arte considerado, aunque en sus rituales los homenajeados sucumban ante el bronce o se sacrifique la potencia de sus artes y sus conocimientos a manos del oportunismo institucional.
Este año se cumple el centenario del nacimiento de Amalia de la Vega, y el Estado asume la posta: la Comisión de Patrimonio del Ministerio de Educación y Cultura denominó a la edición 2019 del ya tradicional Día del Patrimonio “La música en el Uruguay. Cien años de Amalia de la Vega”.
Las acciones, se dice y se dirá, se suman. Hay que reparar un desequilibrio. Hay que reparar un olvido y hay que volver, necesariamente, sobre un repertorio de composiciones, de interpretaciones, una importante discografía, escasas reediciones; no hay ninguna edición crítica de su obra.
Simultáneamente, la Dirección Nacional de Cultura del MEC convocó a un grupo de artistas locales a revisitar la obra de Amalia de la Vega para un proyecto discográfico. En la lista se encuentran, entre otras, Alfonsina, Laura Chineli, Eli Almic, Estela Magnone, Clara García, Carmen Pi, Maia Castro, Ana Prada, Florencia Núñez, Marihel Barboza. La idea, previsiblemente, captó la atención de los medios.
¿Qué descubrieron estas artistas en las piezas seleccionadas? En declaraciones al diario El Observador, Alfonsina, uno de los talentos creativos más interesantes de las últimas generaciones, comentó: “Me encontré con una melodía impredecible, una letra con la que conecté. Canciones bien grabadas, al nivel de las de Zitarrosa. Me llamó la atención que no fuera tan conocida. […] Su música estaba hecha para el futuro, la oreja adecuada para escucharla está surgiendo y siendo educada hoy”.
Florencia Núñez, que ya conocía la música de Amalia, reconoció: “Fue la primera figura femenina de la música local, pero nunca tuvo el nivel de popularidad de un hombre. […] Yo pasé veintipico de años sin conocerla, sin saber quién era, como sí sabía de Aníbal Sampayo y de Zitarrosa. Por fuera del ambiente musical no es una figura conocida”.
Es, claro está, una generación joven, o relativamente joven, que descubre un lenguaje interpretativo tan potente como único. Una personalidad vocal que dominaba el curso melódico con una fuerza contenida, recurriendo a una precisa afinación, desestimando el vibrato excesivo, apostando a un fluido control de los cambios dinámicos, al fraseo ligado –esos que efectivamente se perciben como arcos de gran unidad y clara direccionalidad expresiva, rítmica–, a la inteligente articulación de matices.
La (re)descubren también en otro elemento decisivo para su perfil estilístico: el tratamiento del apoyo guitarrístico, que en la mayoría de las realizaciones tuvo como intérpretes a Gualberto Freire, Antonio Beltrán y al maestro Mario Núñez. O, dicho con un poco más de precisión, el tratamiento de las texturas guitarrísticas en interacción estrecha con el canto: una correlación íntima que diluye las diferencias entre figura y fondo, para instalar una suerte de coprotagonismo. Se trata de un aporte a la tradición del conjunto de guitarras, muchas veces tocadas con púa, que ya tenía una rica historia en la región del Río de la Plata, y que Amalia de la Vega lega, a partir de mediados de la década de 1960, a don Alfredo Zitarrosa.
Y es, también, el descubrimiento de una faceta de sumo interés y complementaria a la de la intérprete que revisita creaciones de Gardel, Sampayo, Rodríguez Castillo y hasta de Eduardo Fabini y Luis Cluzeau Mortet: la de la mujer que irrumpe como compositora en una escena muy masculinizada. Una actividad que, si bien no fue copiosa, fue, sí, inteligente en la apropiación y reelaboración de giros, gestos, esquemas formales y criterios de fraseo de géneros tradicionales –o folclóricos–, sobre todo de la milonga, en alianza con una búsqueda seria, detenida, en lo poético, apelando a textos de reconocidas figuras de su época, especialmente la de Tabaré Regules.
Puestas en contexto, estas facetas ensambladas en el lenguaje de Amalia de la Vega devienen signos que remiten a una escena musical regional dominada por los folclorismos. Esto es, las búsquedas, tanto en Uruguay como en Argentina, Paraguay, Brasil, por mencionar los países más cercanos, orientadas a la recuperación de elementos musicales y coreográfico-musicales tradicionales. Un camino musical que, por un lado, se engarza en un proyecto de identidad local, la reafirmación del Estado nación, y que a su vez conecta con las estéticas del nativismo o criollismo tanto en la narrativa como en la poesía. Por otro lado, ese camino, especialmente en Argentina, se asocia a un boom de ediciones discográficas, apoyado por sellos multinacionales afincados en la región, y la (hiper)difusión de conjuntos y solistas. Este boom tuvo una gran expansión entre los años cincuenta y sesenta, y, a la vez, fue una de las variables para que una inquieta generación de creadores –Sampayo, Rodríguez Castillo, Amalia de la Vega, Zitarrosa, Viglietti, Rubén Lena, Los Olimareños, José Carbajal, y más– gestara y pariera un repertorio con el que, tanto letras como en músicas, le dio más de una vuelta de tuerca al manido tópico de la identidad, reforzó la idea de una canción ensamblada con el compromiso social y político, con la exploración no fosilizada –ni fosilizante– de elementos sonoro-musicales tradicionales.
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Las celebraciones y movidas institucionales en torno al centenario del nacimiento de Amalia de la Vega quizá logren algo de sus altos objetivos; esto es, recuperar, revalorizar el aporte de una artista que fue pionera, hacedora de un arte de calidad. El riesgo, la congelación en el acto monumental: el homenaje vacío, institucional, que reduce a figura de museo un corpus creativo e interpretativo vital.
Las alternativas, claro está, son muchas. Y ellas pasan por la escucha: esas interacciones dinámicas con el material musical, que convierte a la materia sonora en territorio de interrogaciones que revuelven conceptos, comportamientos, objetos, tópicos –los amorosos, los criollistas, los paisajistas, que abundan en el repertorio de Amalia–, que han sido normalizados por las fuerzas socioinstitucionales que suelen constreñir los procesos de significación y cognición. Pasan, más allá de esta cháchara, sí, por la escucha: ese acto que puede ser revolucionario, que es capaz de revelar los misterios que importan, los misterios que trascienden la banalidad en el choque de los egos. De ahí, seguramente, emergerá la verdadera estatura del arte de Amalia de la Vega.
Notas
1. Marcia Collazo, coterránea de Amalia de la Vega, en “Amalia: la tarde que se marchaba se volvió para escuchar”; texto publicado el 21 de enero de 2019 en la revista Caras y Caretas.
2. Otros textos publicados en las contratapas de los discos de Amalia de la Vega pueden consultarse en el sitio web del Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán: CDM: http://www.cdm.gub.uy/musicas/amalia-de-la-vega/textos-en-contracaratulas