GOLPE POR GOLPE
Carlos Diviesti
Andrew Neimann practica desde temprano como él sabe hacerlo desde los siete años, alejado de la gente del conservatorio Shaffer de Nueva York. Una de esas madrugadas Fletcher pasa por ahí, por una de las salas de ensayo, y lo descubre batiendo los parches, blandiendo los palillos, sudando la gota gorda. Y se muestra interesado por cómo toca y, aunque se burle un poco de su tesón, lo insta a que siga la batalla. O le declara la guerra como todo villano, eso Fletcher se lo guarda bien al fondo de los ojos. Andrew tiene unas pequeñas cicatrices, muy pequeñas, rasguños casi imperceptibles, en la mejilla izquierda, eso que uno ya no siente de tan acostumbrado a tenerlo que está. Él sabe cuánto vale como baterista y dice dejarse llevar por el azar y la suerte, como cuando va al cine con su papá y prefiere comer aleatoriamente las pasas de uva agregadas al pop, no buscarlas entre el pop y el fondo del balde. Cuántas veces habrán ido al cine él y papá desde que mamá los abandonó, pero cuántas veces más podrá toparse con Nicole sin decirle que le gusta e invitarla a comer pizza. Un día tomará confianza para hacerlo, y será el día en que el profesor Fletcher lo invite a formar parte de su banda y él llegue al ensayo a las 6 de la mañana, como Fletcher le pidió encarecidamente, aunque el ensayo esté citado para las 9. Andrew debió darse cuenta entonces que algo se pondría patas arriba, pero ya es tarde para lamentos: Fletcher, literal, le tiró un silla por la cabeza remedando a Jo Jones cuando le tiró el platillo por la cabeza a Charlie Parker y lo hizo llorar días enteros, precipitando al mundo su genialidad. ¿Andrew Neimann es un genio de la batería y Fletcher su mentor? ¿O comenzará otra vez, con otro jugador, el juego de sembrar los sueños de pesadillas? Y sí, a partir de entonces el esfuerzo de Andrew ampollará las palmas de sus manos, cubrirá las baquetas con su sangre, bailoteará en los parches su piel convertida en sudor, y las lágrimas le causarán heridas en la frente, en esa cabeza que no podrá pensar más que en ser el mejor, en alguien sin amigos pero de quien el mundo hablará el resto de su historia. Andrew, claro, tendrá su oportunidad; lo interesante de la vida es no saber ni cuándo ni cómo. Ni tampoco para qué.
Esa es la historia, poco más, poco menos, lo que uno puede contarle a la hora del desayuno a los compañeros del trabajo. Pero esa no es la película. Porque Whiplash es cultura popular, política, análisis sociológico, y, fundamentalmente, jazz. Uno se puede animar a decir que nunca vio música en la pantalla del cine y que en Whiplash se ve la música, y que la música suple a las mujeres ausentes o no consumadas en la trama con una carga de erotismo y sexualidad que hasta se huele en el cuerpo. Whiplash es una vorágine que te envuelve y que cuando salís de la sala quizás te haya cargado de nuevas sensaciones o de nuevas preguntas. Porque a veces uno tiene certezas, corazonadas como quien dice, y se lleva la mano al pecho cuando en la pantalla una imagen lo conmueve y le corta el aliento, cuando esa imagen le cambia el panorama (ese mismo panorama que sigue teniendo los mismos árboles que a veces permiten que sus copas se llenen de pájaros), como al ver Whiplash. Y es así. Por eso había que escaparse de la oficina. Es verano, uno puede fugarse dos, tres horas, el trabajo es menguante y la gente tiene calor y piensa en tomarse una cervecita a la fresca, no le anda controlando el presentismo a nadie con tanto rigor como en el invierno; en el invierno hay que apelar a la habilidad para escaparse al cine, dejar el bolso sobre el asiento y otra campera en el respaldo de la silla y fingir una reunión de sobremesa por ejemplo, después de almorzar. La meta, sea cual sea la estación, es ir al cine porque ya lo dijo José Luis Garci con absoluta sabiduría: en el cine no puede pasarte nada malo. En la oficina sí.
Antes, cuando era un chico, uno tenía la seguridad de que si apoyaba el cuerpo sobre la máquina de escribir a eso de las cuatro de la tarde, cuando faltaba poco para volver a casa, se dejaba atravesar por la ventana y podía viajar en vuelo rasante por la ciudad en la que le tocó vivir. Hoy son otros tiempos, más acelerados, más abismados en el mismo lugar. Aunque hoy exista internet en la oficina uno puede tardar mucho más tiempo en comprender -si es que lo comprende de la manera en que lo escribe aquí- que el jazz es el resultado de dos minorías étnicas, los negros y los judíos; que desde su surgimiento a fines del siglo XIX transformó de a poco la raíz blanca y anglosajona llegada en el Mayflower por otra trabajada a la fuerza, sudada y ensangrentada, combatida con ahínco hasta un posible exterminio, pero que dejaba dividendos en las taquillas y cimentaba eso que durante buena parte del siglo XX se exportó enlatado al mundo como sueño americano. Al jazz le costó mucho dejar en claro su posición: no era rebeldía sino estilo, no era ludibrio sino forma, no era política sino cultura. Por eso fue a través de la Babel del cine que llegó hasta insospechados rincones del planeta, al tiempo que el país que lo producía (y lo grababa, y lo vendía) ganaba guerras que ganaron otros.
Por eso al ir al cine y ver a Fletcher guardarse el tiempo en el puño con la furia del que sabe que ya se le pasó el cuarto de hora y es conciente de su medianía, en un primer plano tan poéticamente doloroso que produce sensaciones encontradas, deriva en la certeza de que el fin del sueño americano es eso, nada más: la imposibilidad de sostener en el tiempo nuestras tiernas fantasías. ¿Pero qué otra cosa más que la música puede atrapar el tiempo en el puño? ¿Por qué, si no, los directores de orquesta tienen fama de tiranos? ¿Y por qué si no los grandes músicos, esos que con el instrumento o con su voz, capturaron lo efímero para que los pueblos profundizaran su capacidad de recordar? ¿Quién no soñó con ser más grande que la vida, que sus días pudieran resumirse a través de cortes de montaje filosos como latigazos, y después se olvidó porque pasa más tiempo despierto observando a través de la ventana la pared gris de la vereda de enfrente? Entonces, cuando en Whiplash Andrew se mantiene firme en el banquito, con las baquetas hendiéndole la carne, sangrándole toda la existencia golpe por golpe, uno recupera aquella sensación de gloria que siempre le dio escaparse de la oficina para ir al cine, esa misma sensación que lo obliga a uno a imprimirle velocidad a sus deseos a la vez que lo obliga a prestarle atención al universo.
WHIPLASH – MÚSICA Y OBSESIÓN (Whiplash, EE.UU., 2013). Escrita y dirigida por Damien Chazelle. Producida por Jason Blum, Helen Estabrook y David Lancaster. Fotografía: Sharone Meir. Edición: Tom Cross. Música: Justin Hurwitz. Intérpretes: Miles Teller, J. K. Simmons, Paul Reiser, Melissa Benoist. 107 minutos.