La tensión entre los lenguajes del mainstream musical y los más ¿independientes?, los que están en el borde, ¿los más arriesgados?, los alternativos, ha dado para mucha discusión a lo largo de la historia de este Occidente tan civilizado y correcto. La polarización, dirán algunos críticos, salta a la primera audición. Unos, los primeros, son más “aceptados”, se escuchan y disfrutan sin problemas, son las músicas “que le gustan a la gente”. Los otros son raros, experimentales ‒¿qué significa experimental?‒, escucharlos es una tarea ¿difícil?, mezclan materias sonoras que a otros ni se les ocurriría usar ‒esos acordes “raros”‒. Y quizás tengan razón. Las variables económicas, políticas y sociales, afirmarán otros, también entran en juego para acentuar la polarización. La razón también les asiste. Los que suenan “raritos”, dirán también, no tienen lugar en la primera división de la competencia industrial. Es cierto, aunque la industria se permite las rarezas, tanto como gesto esnob, intelectualoide, como forma de autolegitimarse: “¿Vieron qué amplios que somos?”, “¿vieron que les dejamos un lugar para cosas experimentales en las bateas de las disquerías y en las ofertas de las plataformas de internet?”. Sin embargo, toda disidencia en este contexto mercantil tiene un lugar si luego permite que se la discipline. Lo deforme, lo que fuerza los límites de la fórmula que garantiza la edición de un hit, tiene poca o ninguna cabida.
Veamos dos casos muy interesantes, valiosos en sus planteos estéticos y que tienen como protagonistas a dos mujeres bien diferentes: la estadounidense Georgia Anne Muldrow (Jyoti) y la uruguaya Patricia Turnes. Dos lenguajes tan personales como distantes en lo estilístico y en lo geográfico-cultural, pero cuyos proyectos, precisamente, se ubican en zona muy alejada del mainstream y del gusto por las creaciones musicales de fácil y rápida digestión.
Luz, brillo, fuego
Fue hacia 2003, cuando tenía veinte años, que Georgia Anne Muldrow, hija de la cantante Rickie Byers y el guitarrista Ronald Muldrow, pudo darle un giro radical a una vida signada por las adicciones y la depresión en la agitada Nueva York. El cambio fue posible gracias a la sabia intervención de Alice Coltrane (1937-2007), una de las leyendas de la escena jazzística de Estados Unidos. Los consejos de su madrina espiritual y musical calaron hondo y al poco tiempo la joven artista se mudó a Los Ángeles, su ciudad natal, se concentró en la meditación ‒tal como Coltrane, llamada también Turiyasangitananda, le había aconsejado‒y descubrió su nuevo nombre: Jyoti, que en sánscrito tiene varias acepciones, como fuego, brillo y luz.
Nueva vida, nueva música. Desde comienzos del nuevo siglo, entonces, Georgia, ahora Jyoti, desarrolló una prolífica carrera musical marcada por un gran número de proyectos propios ‒lleva más de veinte discos editados‒, colaboraciones con otros artistas hasta la creación del sello SomeOthaShip Connect, junto a su pareja, el rapero y cantante californiano Dudley Perkins, y otros artistas. La crítica ha elogiado su virtuosismo como cantante, baterista, bajista, pianista, guitarrista, así como su trabajo compositivo. Y los oídos más atentos han descubierto sus peculiares y valiosas formas de romper con esquemas de género y ensamblar elementos del jazz con el rhythm & blues, el funk psicodélico y el hip-hop.
En esta carrera, Georgia dividió y organizó bien las cartas. Por un lado, los proyectos con la firma Georgia Anne Muldrow, como multiinstrumentista, compositora y productora. Por otro, su proyecto más espiritual, personal, firmando como Jyoti. En esta línea tiene tres títulos discográficos excelentes: el primero, Ocotea, de 2010; el segundo, Denderah, editado en 2013; y el tercero, lanzado el año pasado, Mama, You Can Bet!, que probablemente sea su trabajo más logrado, por la solidez de sus composiciones, el fascinante tratamiento tímbrico, armónico y melódico.
Este disco está lleno de ideas compositivas y tiene un abordaje interpretativo notable, virtuoso. Pero este virtuosismo no está despegado de lo expresivo, sino que lo refuerza, y cada pieza descubre universos sonoros completamente distintos, orgánicos, envolventes. No hay melodías tarareables para nosotros, los ciudadanos de a pie. Sin embargo, cada línea, cada cambio de dinámica, cada estructura rítmico-métrica, tiene el poder de generar intriga en la escucha y un estado de atención a la vez fascinante, hipnótico y muy físico.
El repertorio, ha confesado la artista, nació como una forma de pasar revista y homenajear sus raíces musicales buceando en la improvisación, en la composición con capas texturales de comportamiento independiente. En reciente entrevista afirmó: “Cuando empecé a pensar el disco me decía ‘¿cómo puedo lograr un sonido que suene como mi niñez?’. Lo que salió naturalmente fue la música que escuchaba en casa desde chica. Y a partir de eso el disco es lo que es, un viaje profundo por emociones y homenajes a mi papá, mis tíos, toda la gente que amé y falleció, pero a la vez es una manera de rearmar la vida. La canción ‘Mama, You Can Bet!’ trata sobre mi mamá, sobre el momento en que una hija ve a su madre como una mujer. Y en el disco hay momentos de alegría y otros de confusión. Cuando estoy en mis lugares más felices en mi cabeza también estoy en los lugares más complejos. Al dejarme llevar en improvisaciones estoy dentro de mis sentimientos, y esa es mi manera de llegar al centro de lo que siento”. Así se escuchan entornos evocativos, casi fantasmales, como en ‘Quarrys, Queries’; giros percusivos que remiten a formas tribales, como en ‘Zane, the Scribe’; referencias al soul, al free jazz, a influyentes lenguajes como el de Sun Ra.
El otro lado del amor
Las canciones de amor son, sin duda, uno de los motores históricos de la canción popular. Desde el viejo melódico internacional a la cumbia ‒o a las cumbias‒, desde el rock a las milongas y al tango, desde los cancioneros trovadorescos medievales y las canciones sefardíes hasta el pop contemporáneo, este tópico ha tenido un sinnúmero de abordajes.
La escritora, cantante y compositora uruguaya Patricia Turnes le ha dado varias vueltas de tuerca a la exploración del amor romántico. Sus canciones exponen un lenguaje que se desmarca de lo meloso, cursi, idílico, para revolver elementos del pop con construcciones formales discursivas en lo musical, con una poética que hurga en lo no visible, en las frustraciones, en esos detalles que suelen quedar por fuera de lo correcto. Esto se apreció en sus dos primeros discos, Lentes oscuros (2017) y en el notable Yo tenía una vida (2018): una estética “deforme”, como ha dicho Turnes, dispuesta a contar historias diferentes, disidentes.
En diciembre del año pasado, a través del sello independiente Feel de Agua, Turnes lanzó Todo lo que no se cuenta en las canciones. El abandono, los temores, la incomunicación, las dudas, la fascinación, navegan en un repertorio que deforma los clisés del pop, que juega con el humor y lo cursi, que no está cantado “lindo” sino de forma jugada a la monotonía, a los rangos dinámicos contenidos. Las estructuras reiterativas definen aquí un modo de conducir el flujo musical, al igual que las elecciones tímbricas en las que abundan colores y recursos (los usos de las guitarras acústicas y eléctricas, las secuencias de sonidos percusivos sintéticos, entre otros) que seguramente cualquier productor descartaría por considerarlos rudimentarios, incompatibles con los estándares de la industria. Esto, lejos de ser un demérito, es el factor que aporta valor al planteo, intensifica su exploración expresivaMe y coloca a la escucha en un estado de atención, de misterio, muy estimulante.
Para esta producción, Turnes convocó, como en sus trabajos anteriores, a varios nombres de la escena independiente uruguaya, como Fabrizio Rossi (Mux), quien estuvo a cargo de la producción, Flavio Lira (Carmen Sandiego, Amigovio), Ismael Varela (Señor Faraón), Miguel Recalde (Mux, Uoh!), Matías Chouy (Mux, Alucinaciones en Familia), Francisco Trujillo (Cielos de Plomo) y Betina Chaves (Klezmeron, Orquesta Filarmónica de Montevideo).
Coda
¿Por qué proyectos tan disímiles, como los de Turnes y Jyoti, no caben en el núcleo duro del mainstream? No hay explicaciones definitivas que puedan resumirse en pocas líneas. No obstante, lo que sí está claro es que un factor clave en ambos casos es la situación en la que se coloca al escucha. Una suerte de estado crítico en que el binomio percepción-comprensión debe innovar en sus estrategias para lidiar con el hecho musical. Las competencias establecidas quedan casi desarticuladas. Lo conocido, lo seguro, lo fijado en esquemas y guiones cognitivo-estilísticos deben desarmarse para iniciar exploraciones en el nivel más mínimo del decurso musical. En otras palabras, hay que concentrase en los detalles, dejar que el juego de asociaciones se libere de las constricciones de género y abrirse al juego de la imaginación. Es demasiado trabajo para la mentalidad pop-industrial, que suele trabajar con esquemas más consolidados, esos que aseguran y economizan el esfuerzo interpretativo, esos que garantizan que la pieza musical tendrá un lugar en los medios de difusión supuestamente masivos.
¿Esto les quita mérito a estos trabajos creativos? Al contrario: estas apuestas musicales tienen el valor de trascender la banalidad, la oposición ingenua de “me gusta” y “no me gusta”, y jugarse a movilizar la inteligencia y la sensibilidad del escucha.