Cuando la música dispara la imaginación hacia derroteros fantásticos, imposibles, de fronteras tan cambiantes, difusas y, por todo eso, únicas es probable –y, resignémonos, solo probable– que ese flujo sónico se acerque a eso que solemos llamar arte. Y por ahí queda el planteo: una idea abierta a una discusión larga y de final incierto. Para aterrizarla al dominio de lo material –sobre todo por la premura que genera la escritura en espacio limitado–, probemos con un caso concreto, un proyecto que, jugado a la imaginación sonoro-visual, adquiere forma de obra discográfica, una edición en la que la música se ensambla con una realización gráfica impecable, como un disco-objeto, para despegar en vuelos por mundos fantásticos.
A lo concreto: se trata de la reciente edición de Bestiario Guayaquí, lanzado por el sello Perro Rabioso, que lleva la firma del artista –multiinstrumentista, compositor, cantante, arreglador, realizador audiovisual– Francisco Lapetina. Antes de seguir, una muy breve presentación.
Este nuevo título se suma a una interesante discografía cuyos títulos anteriores son Envuelto en llamas, Ella, Un atajo hacia el monte y Hornero. Desde comienzos de los años noventa, además de sostener su proyecto solista, Lapetina se ha enfocado en otras áreas creativas, como la audiovisual, y ha colaborado con otros artistas, como Tamara Cubas, Arthur Rossenfeld (Estados Unidos-Holanda), Marcelo Evelin (Brasil), Fernando Velázquez (San Pablo, Brasil), Miguel Grompone (Uruguay) y Gastón Ackermann (Uruguay), con trabajos presentados en festivales y teatros de diversos países.
Camino a este bestiario. Dice Lapetina: “Con apenas el formato canción como punto de partida, Bestiario Guayaquí es resultado de un proceso de creación muy abierto en el que la única premisa fue aceptar la dirección que tomaran las cosas en forma casi inconsciente y dar lugar a caprichos e intuiciones propios, así como las que son fruto del intercambio con el otro. Este álbum está hecho de cruces, colaboraciones y experimentos. Es una obra de laboratorio”.
La imaginación –interpelada ya desde el título– es el eje articulador, es el punto de partida y llegada de esta obra. Un cruce de lenguajes, una creación en la zona fronteriza, que se goza en oponer, en tensar elementos de las músicas cultas y las populares –desde el rock hasta la electrónica–, en que lo expresivo atraviesa un repertorio con texturas y sonoridades muy diferentes. “El que sean tan diferentes no fue una búsqueda en sí misma sino más bien un resultado natural: al aceptar la divergencia y la deriva sin intentar domesticar al monstruo, se aprende a hablar su idioma mientras se camina a su lado para entenderlo y potenciar su mensaje. Cada canción en este proyecto es para mí una bestia única y cada una se expresa de un modo diferente”.
En el proceso compositivo e interpretativo que da forma a esta obra, lo visual, la imagen, devino clave: una variable no solo para la generación de materiales sonoro-expresivos, sino para definir sus tratamientos. “Vengo de mucho tiempo trabajando con la imagen, por lo que lo visual juega para mí en forma indisoluble y en todas las etapas de un proyecto sonoro. La imagen opera como estímulo y también como resultado, aunque pueden ser muy distintas una de la otra, además de que el receptor decodifica y construye la suya según su propia percepción”.
Para concretar este bestiario, Lapetina conformó un colectivo de artistas que parecen seleccionados con atinada precisión. Sin embargo, él lo reconoce de otra forma: “Si bien el disco fue pretexto para cruces inéditos y para conocer nuevos valores, muchas son personas queridas o admiradas y que aparecieron en la causalidad de compartir fragmentos de vida. Estamos hablando de un lustro. Uno va por ahí conviviendo y conociendo gente interesantísima, y tener un proyecto en proceso es como tener una olla en el fuego. Aparecen ingredientes inesperados y uno no tiene más remedio que rendirse a la tentación de probarlos y ponerlos en juego. Julio Wildbaum –arquitecto y poeta– es un vecino que conocí en el club deportivo de mi barrio; a Maxi Tissot lo conocí por Anselmo Quiere Saber (proyecto de dibujos animados) y con quien hicimos ‘El Zombie & La Calavera’ de casualidad o casi por error; Bernardo Lischinsky es un talento y cantante descomunal que no se dedica a la música pero compartiendo horas de juego compusimos tres temas juntos. Debo reconocer que internet hace también su parte. A Papina, por ejemplo, la descubrí por unos videos que alguien compartió, luego la fui a devorar en Spotify y me di cuenta de que era la voz para el Hombre Rojo; hay un fragmento de texto en ‘De volver’ que es parte de un posteo de la artista Ashika que me permitió resolver todo el texto de la máquina del tiempo que interpreta Jorge Esmoris; Tato Bolognini me cautivó con sus videos en Facebook y, si bien lo vi descoser la batería en algún concierto, nunca habíamos tenido un intercambio previo y, menos que menos, con la flauta traversa. En las colaboraciones hay mucho de casualidad y también de sensibilidad, bastante de capricho pero muy poco de estrategia estética y, por supuesto, nada de estrategia comercial, como siempre”.
Bestiario Guayaquí se completa, ya se anotó, con un tratamiento gráfico a la vez original y efectivo para este juego con la imaginación: “Asumí hace un tiempo que este proyecto era un paquete para ser entregado como colección y de ningún modo como tracks sueltos. En un momento en que es el ocaso del cedé y empiezan a ser regla las diversas formas de circulación digital e incorpórea de la música, me sentí con ganas (y responsabilidad) de pensar qué tipo de publicación puede hoy proteger la obra y la idea de álbum. Finalmente me decidí por esta edición que es una caja contenedor de tamaño cedé con láminas que contienen imágenes (una para cada canción), junto con créditos, textos y un código de descarga de la plataforma Bandcamp”.