Por Carlos Dopico.
Este año se cumple aniversario redondo de uno de los discos emblemáticos y más tóxicos de The Rolling Stones. Se trata de Exile on Main St, sucesor de Sticky Fingers y el álbum para el que buscaron refugio en la costa sur de Francia, procurando escapar de la presión impositiva que pesaba sobre sus finanzas.
Por recomendación del príncipe Rupert Loewenstein –amigo de Jagger‒ y por culpa de su mánager, Allan Klein, que adeudaba años de pagos al fisco, los Stones hicieron sus valijas y, literalmente, se mandaron mudar. Se esparcieron por el canal de la mancha, que recorrerían de un lado a otro siempre volviendo al Main Street.
Mick Jagger y su familia se instalaron en París, los Watts en Avignon, mientras Keith Richards, Anita Pallenberg y su hijo Marlon se afincaron en la mansión que sería base de operaciones en Villa Nellcote, cerca de Niza ‒al parecer había sido utilizada por la Gestapo durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial‒.
Aquella casona tenía sendas ventajas; por un lado albergaba un sótano maloliente que daría refugio a la juerga y la experimentación de aquellas sesiones nocturnas en las que Keith marcaba el pulso; y, por otro, el puerto propio, con la estratégica salida tanto a la costa italiana como a Marsella, que simplificaban el acceso de dealers de heroína y cualquier vitualla que sus majestades necesitaran.
El Exile on Main St es un álbum doble, de dieciocho temas, en el que es bien claro el rastro de las guitarras blues/rock de Richards y Mick Taylor, la dinámica rítmica de Charlie Watts junto al productor Jimmy Miller, las ocurrencias de Nicky Hopkins en teclados y Bobby Keys en saxo, así como la distancia del bajista Bill Wyman, que participó apenas en ocho canciones asqueado del ambiente tóxico que se respiraba.
Temas como ‘Sweet Virginia’, ‘Ventilator Blues’, ‘Tumbling Dice’, ‘Shine a Light’, ‘Shake your Hips’, ‘Soul Survivor’, ‘All Down the Line’ y ‘Rip this Joint’ conforman parte de la columna vertebral de un disco amado por unos y odiado por otros.