Por Eduardo Roland.
Radicado desde hace décadas en Estados Unidos, Enrique Graf (Montevideo, 1953) es uno de los pocos grandes pianistas uruguayos de nivel internacional en la actualidad. Querido por su calidez humana y apreciado por su calidad interpretativa, Graf regresa casi todos los años a su ciudad natal y siempre sus presentaciones son a sala llena. Es que se trata de un referente en el ámbito de la música clásica local, un poco como sucedió con Nibya Mariño, su admirada amiga, a la que considera una de las grandes pianistas de la historia. En esta entrevista, Graf se refiere, entre otras cosas, a sus inicios, su vida como concertista, sus gustos musicales, sus años como docente y a su faceta como gestor y organizador de festivales artísticos en varias partes del mundo.
¿Cómo se inició tu relación con la música y específicamente con el piano?
Mis padres se pasaban escuchando música; mi padre en la parte de adelante de la casa escuchaba ópera fuertísimo, también había un piano que mi madre tocaba, y mi hermano, que es tres años y medio mayor que yo, empezó a estudiar violín, y de mayor tocó la batería, era un rockero muy conocido acá, Jorge Graf, de Días de Blues. Entonces mi casa era… No te imaginás, con la ópera fuerte adelante, la batería atrás y yo en el medio tocando el piano. Creo que mis padres eran músicos frustrados, eran locos por la música pero no pudieron dedicarse a ella, aunque mi padre, dicen, había tocado un poco en orquestas de tango para hacerse unos pesos para estudiar. Me gusta contar la historia de que fue por la radio del Sodre que todo salió. Mi viejo era de Villa Soriano: mis abuelos tenían una chacra allá y eran siete hermanos, él era el menor y fue el único que se fue de ahí, porque se enloqueció con que quería estudiar violín: iba a caballo hasta Mercedes. Después le dijeron que tenía talento y que tenía que ir a Montevideo, cosa que hizo, gracias a Dios, porque si no allá estaría yo, con las vacas.
¿Siempre estuviste definido por la música clásica?
Sí, sí, a pesar de que no es lo único que escucho.
Pero en el mismo ambiente tenías un hermano que estaba dedicado al blues y al rock.
Bueno, eso fue un poco de mayor, al principio él empezó con el violín; porque primero nos mandaron a estudiar violín y piano, íbamos a lo de alguien ahí cerquita, porque mis padres trabajaban y nos mandaban a donde podíamos ir caminando. Se ve que yo nací con mucho talento, porque tocaba bien y nunca estudié demasiado. Seguí porque era como un hobby; no me lo tomaba en serio para nada, nunca pensé en dedicarme seriamente hasta que alguna gente me empezó a decir que tenía muchas condiciones y debía ir a estudiar a otro lado.
¿Tuviste algún maestro que te marcó de manera particular en tu formación?
Acá, no. Mi primera maestra fue una profesora de barrio, y mis padres se hicieron muy amigos de ella, era como parte de la familia y todo el mundo les decía que yo tenía que ir a estudiar con otra persona pero les daba lástima la profesora, por lo que me tuvieron con ella diez años. Cuando ya tenía catorce o quince tomé unas lecciones con Manfred Gerhardt y con Raquel Boldorini, con quienes nos hicimos muy amigos. Los dos me ayudaban un poco, y empecé a ver de otra manera cómo se hacían las cosas; después, cuando me fui a Estados Unidos, pasé de no tener una enseñanza estructurada a estar con uno de los más grandes profesores de la historia, porque [Leon] Fleisher es uno de los grandes. Fue un verdadero shock; me llevó por lo menos dos años acostumbrarme a que estaba ahí y tranquilizarme un poco.
Me escuchó una pianista estadounidense que vino de jurado al concurso Ciudad de Montevideo, que se hacía acá, muy famoso, y me pidió una recepción en la embajada de Estados Unidos. Me hicieron tocar algo y ella me pidió que le mandara una grabación, cosa que hice, pero pensando que no iba a salir nada. Fue ella quien me consiguió una beca completa en el conservatorio en Baltimore, con este gran profesor, y ayudó también a que me dieran una beca de la OEA.
En tu reciente concierto como solista junto a la Filarmónica de Montevideo fuiste dirigido por primera vez por el maestro Piero Gamba, que sin lugar a dudas puede considerase una leyenda viva de la música sinfónica uruguaya. ¿Cómo fue trabajar con él? Y en ese sentido: ¿qué es lo que más valora un solista de un director cuando prepara una presentación?
Es una relación complicada, incluso los nombres ya te lo dicen: el conductor o director y el solista. Los dos tienen que trabajar una obra separados, sobre todo el solista, por mucho tiempo, y después en un ratito hay que ponerse de acuerdo, porque cuando te reunís por primera vez con el director por lo general hay muy poco tiempo para hablar de cómo encarar la obra, mostrando los diferentes tempos, etcétera. Porque a todo esto te quieren sacar fotos, hacer entrevistas… Con Piero fue como todos me habían dicho acá: es maravilloso acompañante, nunca me sentí tan tranquilo. Es un caballero, me trató siempre bien, porque hay veces que los directores apuran al solista, quieren ir a lo de ellos, que es la sinfonía o la obertura, donde ellos se muestran, y el concierto siempre sufre un poco; pero con Piero no sentí eso para nada. Lo que sí me asombró fue que cuando salí al escenario a tocar él no tenía la partitura, porque durante el ensayo él estaba con la partitura, pero cuando entré al escenario, me senté y vi que no estaba la partitura pensé: ¿se acordará de esto y de aquello que hablamos? Se acordaba de todo, obviamente, y aparte mirarlo y verlo disfrutar, estaba dirigiendo de memoria, sabía el concierto tan bien como yo. Eso es bárbaro.
Además del Enrique Graf pianista, está el docente de extensa trayectoria. ¿Qué te llevó a desarrollar el hecho de comunicar, de transmitir el conocimiento?
Sinceramente fue porque necesitaba dinero. En el segundo año de la universidad se habían dado cuenta de que yo era bueno, que de alguna manera sobresalía, y me ofrecieron enseñar en el preparatorio de los más chicos del conservatorio Peadbody, en Baltimore. Me enchufé enseguida, me encantó. Me di cuenta de que al tener que explicar las ideas las solidificaba yo mismo en mi cabeza, y así aprendí mucho enseñando, porque en mi caso casi todo fue más bien una cuestión de intuición e instinto, pero tener que pensar en cómo lo hacés y que te funcione siempre te cambia para bien. Tuve la suerte de tener como alumnos a chicos muy talentosos. Eso hizo que mi carrera como profesor se desarrollara bastante rápido, ya que mis alumnos empezaron a ganar concursos y terminé enseñando en varias universidades, por muchos años en dos a la vez. Los primeros años me fui a Charleston a enseñar en el College of Charleston, al tiempo que mantenía alumnos en Baltimore. Estuve varios años yendo y viniendo; en los últimos dieciocho años –en Carnegie Mellon, en Pittsburgh, y en Charleston– iba todas las semanas o cada quince días. Hace cinco años me jubilé, pero sigo enseñando, tengo algunos alumnos y en los diferentes lados adonde voy doy alguna clase; ahora di un curso en Buenos Aires, una master class. Todavía me encanta dar clase, pero no extraño hacerlo todos los días: ahora tengo más tiempo para mí y para estudiar, para aprender obras nuevas. Pero estuvo bueno; fueron 38 años de docente.
¿Te viene a la mente el nombre de algún alumno destacado al que hayas formado?
Muchos. De Uruguay, Ciro Foderé, que viene a tocar muy seguido; Florencia Di Concilio, que es muy buena pianista pero ahora está escribiendo música de películas, es compositora. La semana pasada se presentó un alumno mío, Micah McLaurin, con la orquesta de Filadelfia, y tuvo unas críticas fabulosas. Constantemente estoy viendo y leyendo cosas que hacen mis alumnos. Ahora tengo dos que graban para el sello Delos: la semana pasada salió el disco de un ex alumno, William Villaverde, cubano, y ahora mismo sale otro de Sean Kennard, con música de Copland y Barber.
Qué difícil pregunta. La verdad es que tomar un alumno no pienso en eso; para serte sincero, los alumnos que me han dado más satisfacción han sido los que de repente estaban más atrasados y los tomé con muchas dudas: son los que tienen el mayor progreso, los que me han dado más satisfacción. Estoy pensando en dos específicamente; ninguno de ellos es concertista, pero viven muy bien de la música, tienen trabajos enseñando y tocando en la iglesia. Si los hubieras visto cuando vinieron, no te hubieras imaginado que podrían vivir de la música. Con respecto a los otros, algunos de los que te nombré (a los que les va muy bien), creo que les hubiera ido muy bien con cualquier otro profesor; uno un poco nace para eso, pero se te tienen que dar todas las condiciones. A veces hablo con Raquel Boldorini de que tendríamos que escribir un libro, porque la gente no se da cuenta de la cantidad de cosas que tienen que darse para que un joven pueda tener éxito. Desde la suerte hasta la familia, el apoyo de todo el mundo y vivir una vida muy dedicada. También se da el caso de gente que tiene un nivel muy alto pero que no hace carrera por no tener el sentido del negocio, de saber dónde, con quién y cómo manejarse, porque a veces las chances que se te dan son muy pocas, y encontrar a la persona indicada en el momento adecuado te puede abrir una puerta, sobre todo ahora que hay tantos pianistas, tantos jóvenes que tocan impresionante. En China hay una fábrica de pianistas. Es impresionante. Dicen que hay millones, y tienen un nivel altísimo.
¿Tuviste mánager?
Tuve varios. La última fue una señora que trabajó conmigo hasta hace cinco o seis años y se jubiló. Ahora tengo, más que un mánager, un asistente que me ayuda a escribir, a mandar cosas. Me cuesta horrible escribir, pedir y hablar de plata. Es complicado. No lo he hecho nunca, y aprender a esta edad es imposible, entonces siempre tengo a alguien que me ayuda. Pero también uno se tiene que mover, comprar servicios en las revistas de música, o tener cierta presencia en las redes sociales, algo que al principio no quería y después entendí que era importante.
Me consta que fuiste amigo de una de las mayores pianistas uruguayas de todos los tiempos, Nibya Mariño. ¿Qué significó ella en tu vida y qué resaltarías de esa relación?
Le tengo una admiración impresionante a Nibya. Como pianista es una de las grandes, grandes. En Estados Unidos, en una compañía que se llama Marston Records, en una colección dedicada a los grandes pianistas de la historia, salió un disco de Nibya del que acá nadie sabe, con una grabación de 1950 tocando el concierto de [Piotr] Tchaikovsky con la Ossodre dirigida por Juan José Castro. Es realmente para morirse, tiene una técnica impresionante. Nibya tuvo su vida personal complicada. Volvió a Uruguay y se quedó; ella decía que fue por lo de la guerra, pero no sé la verdad. La conocí después, cuando yo daba uno de mis primeros conciertos, cuando tenía quince o dieciséis años, y ella vino no sé por qué (alguien le habrá dicho que fuera) y le gustó o encontró que yo tenía talento o algo de eso, y nos hicimos amigos desde entonces. El hecho de que ella se interesara por mí fue invaluable. Muchos años después, tuve el honor de tocar y grabar con ella en Estados Unidos, en Chile, acá; fue fabuloso.
Colaboraste para que ella pudiera grabar en Estados Unidos, ya en sus últimos años.
Sí, sí, y le hicieron unas críticas impresionantes, eligieron su disco como uno de los mejores del año [Nibya Mariño playing the music of Robert Schumann, 1996]. El famoso crítico Harold Schubert, que escribió el libro de los grandes pianistas, me escribió cuando escuchó el disco: “Me da vergüenza no saber quién es Nibya Mariño”. Pasó con Nibya, como muchas cosas de los uruguayos que no trascienden (salvo el fútbol, de repente), pero hay tanto talento, tanta gente que hace cosas maravillosas a las que acá no se les da importancia. Date cuenta que Nibya murió hace muchos años y nunca vi un homenaje, no ha habido nada; tal vez alguien esté planeando ponerle su nombre a una calle, hacer un monumento, algo, porque no ha habido otro músico clásico uruguayo con la trascendencia que tuvo ella en su momento.
¿Cómo observás el panorama actual del piano clásico en Uruguay?
Me mataste, no sé si quiero hablar mucho de esto. No sé qué pasa hoy, la verdad, las explicaciones pueden ser que muchos nos fuimos y los que se quedaron no enseñaron, pero antes siempre hubo una escuela, siempre había muchos profesores. Cuando yo era joven, antes de irme había diez, por lo menos, que te puedo nombrar que eran famosos profesores de piano y tenían sus escuelas; eso fue desapareciendo de a poco. Ahora, por ejemplo, traté de involucrarme. Se buscó un profesor de piano en la Escuela Universitaria de Música y les ofrecí que me pusieran en el comité para elegir un profesor o lo que fuese; les ofrecí ayuda y nada, no me dieron bola, nada, cero. Y contrataron a alguien que no entiendo cómo. No sé lo que ha pasado en la Escuela Universitaria; están en otra onda, están no sé en qué, pero se está descuidando la música tradicional, clásica, de una manera que no sé si se puede recuperar, y no sé realmente si le importa a alguien.
Bueno, me dice Álvaro Méndez [coordinador de la Filarmónica de Montevideo] que cuando hay un pianista se llena siempre. Claro, a la gente le gusta el piano, y no es que necesitemos más pianistas concertistas –hay sobrepoblación y no hay tanta demanda para eso–, pero es necesario que a los que quieren estudiar se les enseñe bien, que se hagan las cosas bien. En los últimos años no he escuchado gente joven de acá sobre la que uno pueda tener expectativas de que desarrollen una buena carrera. No sé, en diez años, tal vez uno solo.
¿Qué compositores preferís interpretar y por qué razones?
He tenido la suerte de ser muy versátil. Toco de todo un poco: desde estrenar obras modernas hasta Bach y Scarlatti, desde los primeros hasta los de ahora. Hace dos semanas, toqué en Buenos Aires y vino una pianista muy conocida a decirme que tenía que tocar más Beethoven: “No es que el resto no estaba bien, pero tenés que tocar más Beethoven”. Creo que Beethoven me queda muy bien, siempre me gustó mucho y, bueno, también tuve la suerte de estudiar con Fleisher, que estudió con Schnabel, y este con Leschetizky, que estudió con Czerny (alumno directo de Beethoven), o sea que vengo de esa escuela. Y el resto me encantan todos: Chopin, Ravel y Stravinski, y puedo seguir.
¿Con cuál de tus trabajos discográficos has quedado más conforme?
Los conciertos de Beethoven que grabé me gustan, pero no me gusta el piano que tenía, siempre hay algo que decís “pah, si pudiera hacerlo de vuelta…”. Pero estoy muy contento con uno que es todo Poulenc, en el que casualmente está el concierto de dos pianos con Nibya. Es con el que más contento estoy.
De los jóvenes se destacan Yuja Wang y Daniel Trifonov, también Murray Perahia. Tengo que aclarar que es difícil lo que me preguntaste, porque hay muchos más; esto es por decirlo rápido, tres que me gustan mucho.
Seguramente mucha gente lo ignore, pero más allá de tu desempeño como instrumentista y docente, también has incursionado en el rol de gestor cultural y organizador de festivales. ¿Cómo surgió ese interés?
Aprendí de chico. Mi madre solía colaborar con el Hospital Vilardebó, también fundó una clínica para los pobres en el barrio donde vivíamos. Estaba siempre ayudando, y yo iba con ella. En Estados Unidos eso funciona muy bien, porque la gente está acostumbrada a colaborar, sobre todo con las cuestiones culturales; allá las instituciones culturales persisten gracias a las contribuciones de la gente, de los particulares, porque el Estado provee muy poquito, al revés que acá. Siempre sentí que tocar el piano, dar conciertos, era algo que está muy lindo pero con lo que llegás a un público muy limitado. Quería hacer otra cosa. Un día fui a saludar a una pianista israelí que estaba dando un concierto en Baltimore y la oí contándole a otra persona que ella había fundado una organización que se llamaba Artistas para Terminar el Hambre, y dije: yo quiero hacer algo así. Empecé una organización, la primera en Baltimore, a la que le puse ese mismo nombre. Estamos hablando desde hace mucho tiempo, pasé tres años en eso, muy controvertido, porque el título de la organización para mucha gente es ridículo: el hambre no se puede terminar. Ese es el problema que hay, porque te das cuenta de que mueren unos treinta mil niños por día de hambre, ¿y cuándo lo ves en los diarios? Nunca. Ya está aceptado que va a ser así. Sin embargo, ese problema lo han solucionado muchos países de diferentes maneras; es una cuestión de tomar la decisión. Comida hay más que suficiente para todos. Eso fue lo primero. Después, cuando llegué a Charleston noté que había pocos pianistas que vinieran a tocar con la sinfónica, uno o dos, y me contrataron para empezar un programa de piano. Empecé la serie internacional de piano en Charlestone, que dirigí por veinticinco años. Invitaba a los artistas, hacía todo: desde recaudar el dinero hasta organizar las recepciones. Hay veces que me dicen qué saco yo de lo que hago; creo que para mí la satisfacción más grande es poder inspirar a alguien a que haga lo suyo con el mismo nivel de entrega que lo hago yo. Esto es lo lindo de lo que hago, que siempre estás en un nivel con gente que trabaja mucho, que tiene metas altas, y eso puede inspirar a otros
Hice uno en España, en Trujillo, no me acuerdo en qué año, para las fechas soy horrible, pero fue hace ya unos quince años. Después hice otro en Italia. El de España lo hicimos algunas veces y después me fui, era muy complicado, me hace acordar un poquito a Uruguay: cuando hablás con la gente te dicen “bárbaro, perfecto, divino”, después te vas y cuando vas a retomar el trabajo tenés que empezar de vuelta. Del Music Fest Perugia, en Italia, fui uno de los fundadores y ahora está en la novena edición. Se hace todos los años y funciona bárbaro: ha crecido montones, empezamos con nueve pianistas, alumnos, gente joven, y ahora vienen doscientos o más, es un gran festival de piano.
¿Cómo aparece la idea de hacer un festival en Colonia del Sacramento?
Hace veinte años, cuando Mariano Arana era intendente de Montevideo, estuvo en Charlestone, en el marco de una gira oficial a Estados Unidos, y le encantó la ciudad. Le conté que fue el Festival de Spoleto el que puso a Charlestone en el mapa. Hace 42 años que lo hacen y desde entonces cada día está más lindo, llegan turistas de todas partes del mundo. Estábamos con Arana y con Nelson Pilosof, que era el presidente del World Trade Center, y me preguntaron si me animaba a organizar algo similar en Colonia. En ese momento, ni loco. Dije “muchas gracias, pero no”. Pasaron veinte años y, en diciembre pasado, fui a pasar un fin de semana en Colonia. Me acordé porque me encantó la ciudad. Dije qué bueno sería hacer un festival. Justo ese día me llamaron estos dos cantantes fabulosos amigos míos, María Antúnez y Martín Nusspaumer, que están ahora cantando una ópera en el Sodre, y les conté esto; me dijeron que llamara al padre Héctor Aranzabe. Esa noche fuimos a cenar, el cura se entusiasmó y se comunicó con el intendente, y en dos días me metí en el asunto sin pensarlo mucho; eso fue bueno, que no lo pensé. Acá en Montevideo la idea ha tenido muy buena recepción del Ministerio de Turismo, del de Educación y Cultura y del de Relaciones Exteriores. Se entusiasmaron muchísimo con la idea; les encanta, porque Colonia no tiene mucha actividad cultural.
¿Qué características tendrá este Primer Festival Internacional de Colonia? *
Básicamente estoy copiando el formato del Piccolo Spoleto que se hace en Charlestone, que incluye varias áreas, no sólo música. Tampoco quise hacer sólo música clásica, porque eso limita muchísimo y no atrae público nuevo, gente a la que de repente le gusta el jazz o el tango. La propuesta incluye una obra de teatro, un documental, un concierto de jazz, dos de tango, dos clásicos, y estamos haciendo un concurso de arte para hacer una exhibición, que la inauguramos ahí y va a quedar en el Bastión del Carmen y en el Centro Cultural de AFE por dos semanas más después del festival. También vamos a hacer un catálogo digital que estará por un año online con la gente que elegimos para que participe. Todo ocurrirá en el barrio histórico, y creo que vendrá gente de todos lados: de Europa, de Estados Unidos y muchos argentinos. Este año empezamos con tres días: jueves 8, viernes 9 y sábado 10 de noviembre (está toda la información en www.festivalcolonia.org), y para el año que viene ya tenemos la fecha, serán cinco días, y si seguimos será una semana o más. El Festival de Spoleto empezó con cinco días y ahora ya dura diecisiete. Veremos. En 2020 piensan inaugurar el Real San Carlos, que sería bárbaro para espectáculos más grandes; el problema con Colonia son las salas chicas, pero se pueden repetir los shows si hay mucha demanda, eso lo tenemos que ver.
* Entrevista realizada en 2019