Autor de una treintena de libros, más de medio millar de sus canciones fueron interpretadas por músicos nacionales (sólo Zitarrosa interpretó veintitrés de sus composiciones) y extranjeros. A los 85 años repasó su vida y dio cátedra como lo hizo, décadas atrás, en su Tacuarembó natal.
En el apartamento de Benavides (Tacuarembó, 1930) –el Bocha para sus amigos, lectores y alumnos– se apilan libros, casetes y vinilos. Muchos vinilos. Por momentos parece que la música y la literatura, con una paciencia de décadas, se hubieran adueñado de todos los rincones de su hogar. Hay también una repisa llena de VHS dándole la espalda, en este caso el lomo, a la perfección digitalizada de cientos de cd. Y recuerdos diseminados en imágenes en los estantes de la biblioteca. Fotografías familiares con Nené, su compañera de toda la vida, con su hijo Pablo; una de Marilyn Monroe, una de Eduardo Darnauchans y otra de Alfredo Zitarrosa. Sobre la pared cuelgan las ilustraciones originales de algunos de sus libros: La luna negra y el profesor, Hokusai, Los restos del mamut, creadas por Pablo. Hay un cuadro más grande, al centro, que concita la atención al primer golpe de vista. Es la cara de Darnauchans con una corona de espinas. “Es el Darno Cristo. También lo hizo Pablo”, dice el poeta.
La excusa del encuentro es la edición de su nuevo libro Durandarte, Durandarte (Yaugurú, 2015), que incluye un CD en el que el propio poeta, acompañado por la guitarra y la voz de Héctor Numa Moraes, recita y canta lo plasmado en el papel. Pero Benavides me tiene reservada más de una sorpresa: exactamente tres, y en forma de libros. Sentado en su sillón azul de lectura, estira el brazo y me alcanza tres libros que tuvo la delicadeza de apartar antes de la entrevista. Se trata de los volúmenes editados por el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Consejo de Educación Técnico Profesional y la Universidad del Trabajo del Uruguay, de la serie Edición Homenaje. El primero, Como un comanche. Benavides inédito, reúne cinco libros hasta ahora inéditos: Esto no es una oda a la irracionalidad; El niño metafísico; Cartas del androide; Tangos del norte; El rey lagarto y Primero es el relámpago luego el trueno, que incluye una introducción, selección y notas de Gerardo Ciancio. Los dos restantes son Diferencias con mirlos, y Rap, un libro en el que Benavides se da el lujo de rapear, demostrando que a sus 85 años sigue tan joven, ecléctico e inquieto como siempre.
Pero volvamos a Durandarte, Durandarte. El nombre del libro proviene de la espada (llamada Durandal o Durandarte) que Carlomagno le obsequió a Roldán cuando lo nombró caballero, a los 17 años. Durandarte acompañó a Roldán hasta su muerte en la batalla de Roncesvalles, el 15 de agosto del 788. Según La Chanson de Roland y El cantar de Roncesvalles, Carlomagno encontró a Roldán muerto con la espada a su lado. “En Durandarte tomé poemas del Romancero, de Las cantías de Luis de Milán, del Cancionero sefardí, y los modifiqué y les agregué cosas. Hice intervenciones poéticas. De ahí mi trabajo de montajista. Aparte de eso, hay textos míos pensados para ser canciones. En el disco hay un trabajo formidable de Numa [Moraes]”, señala Benavides.
En realidad, las intervenciones han sido una de las características desde el comienzo de su obra. Su primer libro, Tata Vizcacha, bien podría considerarse un hijo bastardo de Spoon River Antology, del estadounidense Edgar Lee Masters. Y fue con ese libro que Benavides inauguró en Uruguay la antipoesía, mientras que Nicanor Parra, ese mismo año, en Chile, publicaba Poemas y antipoemas, que se transformó en un ícono de esa corriente poética rupturista.
Tacuarembó, 1955
Cuando uno se imagina una pila de libros ardiendo, asocia la escena con la Inquisición o con el régimen nazi. Sin embargo, Benavides fue protagonista de una historia similar, ocurrida en 1955 en el corazón de Uruguay, en Tacuarembó. Su primer libro, Tata Vizcacha, fue secuestrado por el Movimiento de Acción Democrática (MAD), un grupo creado por “ciudadanos probos” afines al gobierno de entonces y a la derecha de la Iglesia preconciliar. Los jóvenes del MAD publicaron un manifiesto “antisovietista” en el periódico La Voz del Pueblo, el 16 de julio de 1955, y organizaron un acto de desagravio en la plaza principal. Patriotas ellos, cantaron el Himno Nacional y armaron una pira con todos los ejemplares de Tata Vizcacha que habían confiscado en las cuatro librerías del pueblo. El autor de ese libro blasfemo para los intereses feudales era un muchacho de veinticuatro años, que dictaba clases de Historia del Arte en el Instituto Normal y que pronto se convertiría, además de en una piedra en el zapato para algunos, en un faro guía para un grupo de jóvenes ávidos de cultura.
En Spoon River Antology, el poeta hace hablar a los muertos del cementerio del pueblo imaginario que da nombre al libro, quienes cuentan sus verdaderas historias, que poco y nada tienen que ver con las lápidas suntuosas y los epitafios mentirosos. “Se me ocurrió entonces”, rememora Benavides, “hacer un libro donde cada una de las cantigas o poemas fuera una especie de retrato de los tres estadios que configuran una sociedad: los detentadores del poder, los que agachan la cabeza y los que sirven a esos empresarios y hacendados, y las víctimas. Son los personajes que aparecen en el libro, por supuesto que con nombres ficticios”. Pero las “fuerzas vivas” del pueblo se sintieron aludidas.
Cincuenta y siete años después, una segunda edición de Tata Vizcacha (editado por Yaugurú, en un precioso volumen que incluye el facsímil de la tapa, el texto –entre patético y gracioso– del MAD y entrevistas de Elder Silva, Agamenón Castrillón y de Walter Ortiz y Ayala) descansa tranquilo, lejos de los pirómanos de entonces.
Benavides recuerda la anécdota y ahora, a la distancia, sonríe con ironía. “A veces me dicen ‘su primer libro fue quemado en la dictadura’. Les digo que no; la dictadura me persiguió, me metió preso, me destituyó como docente. Pero mi libro fue quemado mucho antes, en democracia”. Todo un precursor, le digo y asiente. “La musa de la mala pata, como dice el poeta Nicolás Olivari, me acompañaba desde mi época de escolar. Se hizo un gran concurso a nivel de Primaria en todas las escuelas, se trataba de hacer un retrato de José Pedro Varela. Hice el retrato y mi maestra de quinto año lo observó y me dijo que yo no lo había hecho, que alguien lo había hecho por mí. Agarré mi carterita de escuela y me mandé mudar. Después fue mi hermano y le mostró mi carpeta con todos mis dibujos. Quedó claro que yo era el autor. Pero aquello, lo de Tata Vizcacha, fue un prólogo a la predictadura y a la dictadura, porque aquel grupo de muchachos con aires falangistas que resolvieron quemar el libro eran una anticipación de la Juventud Unida de Pie”.
De heterónimos y creaciones
Esa suma de elementos y circunstancias sería materia fértil para el poeta, el músico y sus heterónimos. Una “sociedad de poetas vivos”, a decir del poeta Elder Silva, o una “central poética”, como lo definió el crítico y editor Hebert Raviolo en uno de los últimos números del semanario Marcha. Es que Benavides, además de una profusa obra poética y ensayística, es autor de más de medio millar de canciones que han sido interpretadas por Alfredo Zitarrosa, Eduardo Darnauchans, Numa Moraes, Larbanois-Carrero, Carlos Benavides, Abel García y Enrique Rodríguez Viera, entre otros. “Los textos que escribía, por ejemplo, para Darnauchans eran muy distintos de los que escribía para Numa o Carlos Benavides. No era un problema de calidad, sino de intencionalidad y ambientación”, explica, por si acaso, Bocha.
Tomar la posta
En el Tacuarembó de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, el maestro, como suelen llamarlo, sería el tótem, aunque él prefiere denominarse “el hermano mayor”, del Grupo Tacuarembó, una generación de músicos y poetas que dejó su impronta en las décadas venideras. Pero el Bocha prefiere dar un paso al costado y restarle importancia a su influencia. “En casa solíamos trabajar con los muchachos de entonces, concurrentes asiduos, como decía el Darno, también al arroz con leche que hacía Nené. Pero yo no era, ni fui, ni me considero un magíster, un maestro. Simplemente yo era uno más, mayor que ellos, pero que estaba en la misma disposición de búsqueda y de aventura. Por eso siempre recurro a la alegoría de la carrera de postas. En la década del cincuenta, Tacuarembó fue el punto de encuentro de una serie de intelectuales de renombre. Entre ellos, José Tomás Mujica, que fue maestro y profesor de Abel Carlevaro y de Héctor Tosar. Luego Anhelo Hernández, discípulo directo de Joaquín Torres García, creó un taller de pintura, donde comenzaron a aparecer artistas importantes como Javier Alonso y Gustavo Alamón, entre otros. Llegó también Julio Castro Álvarez, un maestro uruguayo que había estado radicado en España y que había trabajado en teatro junto con Margarita Xirgú. Él creo el Teatro Experimental Universitario de Tacuarembó. Eso fue muy fermental”, rememora.
Una de esas “postas” recayó en Benavides, que ya venía con un bagaje cultural más que importante desde su infancia. Todavía hoy sus clases son recordadas como un ejemplo de creatividad, erudición y libertad. Basta este ejemplo: en una de ellas, Bocha dio Noches blancas, de Dostoievski, y la acompañó con la canción ‘A Most Peculiar Man’, de Simon and Garfunkel. “Es que había un punto de contacto entre el protagonista de Noches blancas y el de la canción: la soledad. La terrible soledad del hombre entre los hombres. La mayor soledad no está en el desierto, es esa soledad que podemos sentir vos o yo en la ciudad, rodeados de cientos de miles de hombres. Eso a los muchachos los enganchaba. Yo vinculaba, y no me importaba, las épocas. Yo decía, y lo sigo sosteniendo, que eran posturas y situaciones humanas que se iban a repetir en el tiempo. Mucha gente ha dicho que la primera obra teatral romántica es Romeo y Julieta, que pertenece a la época isabelina inglesa. Y a su vez, Shakespeare se apoyó en un relato de un escritor italiano, llamado Mateo Bandello. Nada surge de la nada, solía decir Borges. Siempre hay una obra anterior. Lo que estoy haciendo deriva de otra, y esa, a su vez, de otra”, dice dejando en claro que en su universo no hay separación entre lo llamado “popular” y “culto”.
En 1975 la mayoría de los docentes de Tacuarembó fueron expulsados. Benavides emigró a la capital, donde, a instancias de José Germán Araújo, comenzó a trabajar en CX30, en el programa Canto popular, que fue un referente de la época. Diez años después, en 1985, con el retorno de la democracia comenzó a dar clases en la Facultad de Humanidades y luego desde el Taller de Letras. En todo este tiempo, Benavides, el zurcidor de versos, continuó escribiendo poemas y canciones. Y medio siglo después, Benavides, como en aquel Tacuarembó, continúa pasándoles la posta a sus alumnos. “Siempre traté de romper con esa especie de cristalización de la cultura, de lo canónico”, dice. Y vaya que lo hizo.
Muchos libros
Consignar la totalidad de la vasta producción poética y en prosa de Washington Benavides, que lleva sesenta años de creación, es una tarea cuasi ciclópea. Algunos de ellos son: Tata Vizcacha (1955; reeditado por Yaugurú, 2012), El poeta (1959), Poesía (1963), Las milongas (1965), Poemas de la ciega (1968), Historias (1970), Hokusai (1975), Murciélagos (1981), Fotos (1986), Tía Cloniche (1990), Lección de exorcista (1991), La luna negra y el profesor (1994), Los restos del mamut (1995), Canciones de Doña Venus: 1964-1972 (1998), El mirlo y la misa (2000), Biografía de Caín (2001), Un viejo trovador (2004), Diarios del Iporá (2006) y Durandarte, Durandarte (2015), que incluye un CD con los poemas musicalizados y cantados por Numa Moraes y el propio Benavides.
Tres poemas
Confusa exaltación y representación de la dama
a Nené
–“Estás igual…” No. –Claro que envejeces;
–horrible fuera: sola y detenida,
mientras brotan y siegan a las mieses,
y el tren se va y el corazón trepida…
“Si universo y si tiempo nos sobrara…”
–Lo dijo Marvell –en un nomeolvides
si “La púdica amada” titubeara…
Ronsard lo reiteró y hoy Benavides.
No temo por la pérdida segura
de aquella perfección, de aquella cara,
porque no es eso lo que al fin perdura.
Old Ezra bien lo supo. Rememoro
su lección (aunque tiemblo al deterioro):
“Si universo y si tiempo nos sobrara”…
De Poesía (1959-1962)
Negativo de una canción
Esa calle es la misma
con la persiana verde
con el jardín sombrío
por las altas paredes
y el piano que malrota
sonatas de Clementi
esa calle es la misma
tiene una gata y tiene
la misma luz de otoño
los árboles de siempre
esa calle
no digas
que es la calle de siempre
ni es su jardín rotoso
ni su persiana verde
reseca y carcomida
ni sus viejas paredes
a veces suena un piano
pero muy pocas veces
no es la misma esa calle
que es otra
indiferente
sembrada como todas
de pisadas estériles
esa calle
no digas
que es la misma
no sueñes.
De Los sueños de la razón (1962-1965)
El instrumento
Conocerse, claro está que necesita su tiempo
con años que albañilean y años de derrumbamiento
Pero cuando todo es potro, mujer, baile, vino, viento
y la carne nos sostiene tanto o más que el hondo hueso
qué vas a andar preguntando si te das por lo derecho
y es tu voz la que te dice si la promesa es lo cierto
Y de pronto se borraron la mujer, el vino, el fuego
que sostenían la carne, el temple del instrumento
Y en un cantor de boliche me conocí en el ejemplo
ya perdí mi compañera, desatame de este enredo
ya perdí mi compañera, desatame de este enredo…
De Las milongas (1965)