El oscuro nacimiento de una estrella deslumbrante.
Por Alexander Laluz.
En abril de 1912, Carlos Gardel firmaba su primer contrato discográfico. El estilo ‘Sos mi tirador plateado’ fue el debut en un estudio montado por un próspero empresario de origen genovés. Estos hitos en el relato del mito gardeliano gravitan sobre múltiples procesos culturales de la región y dan cuenta de la complejidad de un símbolo que mantiene una vitalidad inusitada.
Un posible comienzo: el testigo Art Nouveau. En la década de 1910, el edificio de cinco plantas, cúpula esquinera, ubicado en la esquina de Avenida de Mayo y Perú (Buenos Aires, Argentina), exhibía sobre la entrada principal el nombre Casa Tagini, con las inconfundibles letras curvas, asimétricas. La opción estilística del arquitecto suizo Christian Schindler se imponía en esa esquina de porteña modernidad. Adentro, también.
A través de los grandes ventanales que daban hacia ambas calles se podían ver, con detalles elegantes, funcionales, los productos que estaban a la venta: ropa para mujeres y hombres, accesorios (paraguas, abanicos, sombreros), artículos para el hogar y la oficina, lentes, alimentos, gramófonos, fonógrafos, cilindros, discos. En el interior, en na planta de aproximadamente quinientos metros cuadrados, cada rubro tenía asignado un sector, lo que hacía más placentero y fluido el recorrido (el paseo) de los clientes.
Estética, funcionalidad, consumo (hiper)actualizado, cemento, vidrios. La modernidad, con sus credenciales metaterritoriales, siempre se expone con apariencia hospitalaria. En sus escaparates no hay evidencia alguna de su hambre voraz por el espectáculo de lo local, que sobre todo en esa época, a comienzos del siglo veinte, tiene como protagonistas a los símbolos de lo rural, imaginado como repositorio inmaculado de la tradición, la identidad.
Cien años después, este coloso Art Nouveau, la antigua Casa Tagini, sigue compareciendo como testigo de la fruición del arte de payadores, estilistas (cultores del estilo o triste, género de refinada lírica popular) y otras formas de la canción. Su emblema, un joven de pelo largo, cantor, tañedor de guitarra, bien parecido, que rubricó, en 1912, su primer contrato discográfico como Carlos Gardel, y grabó, en exclusividad, un ciclo de canciones que son muestras de la riqueza del acervo cancionístico criollo.
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La placa, 1912. Dicen que estaba nervioso, que sudaba: tenía que grabar en una única toma, tenía que concentrarse para cantar y tocar la guitarra sin cometer ningún error.
Dicen que afinó las cuerdas, aclaró la garganta, buscó la posición más cómoda; cuando recibió la indicación del técnico se acercó a una suerte de enorme embudo que iba a capturar los sonidos para registrarlos en una placa. La introducción con la guitarra, la voz: ‘‘Sos el tirador plateao/ que a mi chiripá sujeta/ sos eje de mi carreta/ sos tuce de mi tostao’’. A los tres minutos quedó plasmada, en una toma, como estaba pautado, su primera canción.
Carlos era joven, muy joven –poco más de veinte años–, tenía el pelo largo, y por su ya definida vocación de cantor y la ayuda de una cadena de contactos (el cantor Saúl Salinas, conocido como El Víbora, el actor Eugenio Gerardo López, y probablemente otras figuras de la bohemia porteña) había sorteado la primera prueba: una audición para Tagini. Al italiano le gustó, no cabe duda. El contrato que firmaron, por 180 pesos argentinos, establecía que Gardel debía grabar quince canciones en exclusividad para el sello Columbia.
Ahora el primer trofeo estaba pronto: disco N° T-728, matriz No 56748, editado por el sello Columbia Records, con la canción ‘Sos mi tirador plateado’ (estilo), una
composición de Gardel con un texto que recogía una porción del poema ‘Retruco’ de Óscar Orozco, originalmente publicado en el número 58 de la revista uruguaya El Fogón, del 15 de enero de 1900.
De la canción, después que venció el contrato, Gardel hizo nuevas versiones que, con la primera, siguen siendo artículos de colección y atesoran esos cambios (en el título, el arreglo, ciertos giros melódicos, en la letra) que son propios de la dinámica de la canción popular. La segunda llevó el título ‘Mi tirador plateado’ y fue grabada en 1917 para el sello Odeón, con el acompañamiento de José Ricardo en guitarra. La tercera, también como ‘Mi tirador plateado’, fue grabada en 1933, también para el sello Odeón, con las guitarras de Guillermo Desiderio Barbieri, Ángel Domingo Riverol, Horacio Pettorossi, Domingo Julio Vivas.
Las dudas, sin embargo, circulan entre las líneas de algunos relatos: ¿qué hubiera pasado si Tagini se enteraba de que el nombre del novel cantor era falso?, ¿era falso?, ¿cómo se llamaba el muchacho?; ¿la fecha de la firma del contrato (2 de abril de 1912) es la misma de la grabación de ‘Sos mi tirador plateado’? (dicen algunos estudiosos del tema que no es posible corroborarlo ya que los registros que en esa época llevaba el sello Columbia se perdieron); ¿es auténtico ese famoso contrato con Tagini, que fue recuperado por el investigador Héctor Ernié en la década de 1980? (las dudas –dicen, otra vez, los entendidos– surgen por el tipo de papel sellado, que tendría un valor más alto al que se solía utilizar hacia 1912).
Detalles menores; piedras de toques para interminables discusiones entre coleccionistas, historiadores amateurs, miembros de alguna barra brava gardeliana. A esta altura lo que importa es que la historia del mito popular ya se estaba escribiendo oficialmente.
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Robusto, con mostachos, algo parecido a Enrico Caruso, Giuseppe Tagini era el hombre indicado para dar el puntapié inicial a la carrera de Gardel. Llegó a Buenos Aires desde Génova, Italia, junto a otros miembros de su familia, en un barco llamado Vittoria, a mediados de 1819. Tenía 19 años. La profesión declarada: comerciante. Y a ella se dedicó toda su vida. Primero instaló un comercio en la calle Florida, y después del ensanche de la Avenida de Mayo se trasladó a la esquina de esta arteria céntrica con la calle Perú. Cubrió casi todos los rubros comerciales: al comienzo vendió productos de ferretería; después, con el negocio ya asentado en el edificio diseñado por Schindler, incorporó vestimenta, óptica, fotografía, hasta productos vinculados al próspero mercado discográfico: fonógrafos, gramófonos, discos, cilindros, y llegó a montar un estudio de grabación.
A comienzos del siglo veinte, los sellos internacionales estaban en decidida expansión a escala planetaria y otorgaban representaciones, al menos en estas latitudes, a todo aquel que diera muestras de empuje comercial, sin importar el rubro. El disco, un artículo suntuario que coqueteaba con el consumo popular, ya era una pieza clave –al igual que las partituras que pululaban en las vidrieras de los negocios y en casas familiares– en los mecanismos de difusión de la música.
Ernesto Tosi, gerente comercial de la Casa Tagini, tuvo entonces la idea y Giuseppe la siguió: conseguir la representación de varios sellos, entre ellos Columbia Phonograph Company. Un éxito. El empresario italiano se convirtió en poco tiempo en el motor de las carreras de muchos artistas, y sus lanzamientos se vendían como pan caliente. Entre los artistas que representaba figuraban Gabino Ezeiza, José Betinotti, Ángel Villoldo, Alfredo Gobbi, Flora Rodríguez de Gobbi, Arturo Mathón, Juan F. Sarcione, Saúl Salinas. Y desde abril de 1912, Carlos Gardel.
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Pero aparecen: alguien encuentra un papel (un documento oficial, una carta, una foto, una partitura) que
dispara las controversias, las revisiones de fechas. ¿Quién era Carlitos antes de ser el Zorzal Criollo, El Mago, la estrella de la canción y del cine? Un estafador. O al menos eso es lo que se deduce del último descubrimiento documental que, previsiblemente, animó la polémica y fue presentado, a fines del año pasado, en la vidriera mediática con todos sus detalles. Los titulares de la prensa argentina fueron contundentes: ‘‘Una investigación criminalística dio por primera vez con el prontuario de Carlos Gardel’’.
Su alias, el Pibe Carlitos. Antecedentes: estafas por medio del tradicional ‘cuento del tío’. El documento, un facsímil del prontuario fechado el 18 de agosto de 1915 (pocos años después de firmar el contrato con Tagini), constituido para que Gardel sacara la cédula de identidad, fue encontrado por la poeta e investigadora Martina Iñíguez.
Una vez que el documento de marras salió a la luz, los forenses argentinos Raúl Torre y Juan José Fenoglio realizaron una comparación de huellas digitales a partir de muestras tomadas de documentos de 1904 (cuando Carlitos se fugó del hogar), 1915 (el año del prontuario policial recientemente encontrado) y 1923 (un pasaporte). En las tres fuentes figuraban diferentes nombres, fechas y lugares de nacimiento, padres. Tras la comparación técnica, una conclusión: las huellas en ellos registradas pertenecían a la misma persona: el hombre conocido como Carlos Gardel.
Estas pruebas no se conocieron hasta ahora porque, según informan los forenses e historiadores, Gardel habría logrado que el presidente argentino Marcelo T. de Alvear autorizara la destrucción de sus antecedentes policiales. Pero una copia sobrevivió, pese al movimiento de las fichas políticas y la cadena de ‘favores’.
Desde muy joven, el cantante solía presentarse –y con regularidad– en los comités conservadores de Avellaneda, entonces un centro productivo muy importante. En ese ambiente había cultivado (cierta) afinidad con el matón Juan Ruggiero, que solía atender los requerimientos de caudillos conservadores, entre ellos un ‘peso pesado’: Alberto Barceló. Siempre según los investigadores de este caso, Barceló fue el que le pidió al presidente que resolviera el ‘tema caliente’ del prontuario de la estrella en ascenso. Y así fue: de la Casa Rosada salió la orden de destruir todos los documentos del Pibe Carlitos de los archivos de la Policía.
El problema se había solucionado, pero sólo hasta cien años después de la jugarreta documental; el esclarecimiento, subrayan los especialistas involucrados en esta investigación, arroja luz sobre otro tema de discusión: ese pasado delictivo explica –o explicaría– por qué este señor –en esa época un joven–, conocido como Carlos Gardel, utilizaba distintos nombres y citaba diferentes nacionalidades.
Así las cosas, ¿cómo sigue la ya eterna discusión sobre si era uruguayo, argentino o francés? Para agregar más leña al fuego: ¿cómo eran sus vínculos con el ambiente delictivo porteño, con figuras como ‘‘el poeta de la prisión’’, Andrés Cepeda –autor de varias letras de canciones interpretadas por el dúo Gardel y Razzano–, y algunos matones al servicio de ciertos grupos de poder?
En otro nivel: ¿la potencia del mito, ahora, a más de un siglo de su irrupción en la cultura popular, sería la misma si los misterios que lo rodean fueran completamente develados?
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Antes y después de ‘Mi noche triste’, un estilo (o triste). Escribió Lauro Ayestarán: ‘‘El estilo, la más rica especie folklórica, acepta numerosísimas variantes en su morfología musical, tiene un carácter lírico, a veces desgarrador, y su curva melódica es de gran articulación y extensión’’ (El folklore musical uruguayo, Arca, 1967).
Se trataba, efectivamente, de un género de gran fuerza lírica, que tuvo un extenso período de vigencia popular que comenzó en los primeros años del siglo diecinueve y culminó, aproximadamente, hacia mediados de la década de 1930. Además de los contenidos de sus letras, el estilo adquiere un particular sentido en la modulación expresiva del arco melódico, que exige del cantante o estilista un gran dominio técnico para fluir, sin cortes abruptos, de la emisión normal al falsete.
Esto era Gardel: un notable cantor de estilos –también llamados tristes–, un estilista, antes que cantor de tangos. Y lo fue durante buena parte del comienzo de su carrera profesional, de lo cual da testimonio la serie de grabaciones que realizó para Columbia, en particular ‘Sos mi tirador plateado’, aquella primera grabación –aunque no el primer lanzamiento discográfico– realizada en 1912 en el estudio de Casa Tagini, y también una buena porción del repertorio que interpretó junto al uruguayo José Razzano.
Incluso después de la fundacional grabación de ‘Mi noche triste’ (con música de Samuel Castriota, compuesta bajo el título de ‘Lita’ mucho antes de transformarse en tango- canción, con la letra de Pascual Contursi), en 1917, Gardel siguió interpretando tanto estilos como otros géneros de la llamada canción criolla.
Escribió Coriún Aharonián con profusos detalles: ‘‘Sabido es que Gardel no graba tangos durante varios años de su carrera: en 1912 no graba ninguno (de las catorce piezas grabadas ese año, ocho son estilos; el resto son valses, dos ‘canciones’, una cifra y una vidalita). En 1917 –en que retorna a los estudios– graba con José Razzano un primer tango, ‘Mi noche triste’, tras dieciocho canciones de otra índole, y en 1919 –recién– el segundo, ‘Flor de fango’. Dieciséis registros más tarde, ‘De vuelta al bulín’. De acuerdo a la discografía de Boris Puga y con las reediciones llevadas a cabo por Horacio Loriente, antes de grabar ‘Ivette’, su cuarto tango, ya tiene en su haber –en versión solista o junto con Razzano– 57 piezas que no son tangos (y Razzano solo, otras cuatro), catorce de las cuales, por lo menos, son estilos’’ (en ‘El tango’, artículo publicado en el libro Músicas populares del Uruguay, Tacuabé, Montevideo, 2010).
La precisión del recuento de grabaciones reubica la figura de Gardel en otro debate abierto: el origen del tango –tema que daría para otro artículo–, sobre lo que Aharonián agrega (y vale la cita como sintética noticia): ‘‘Es cierto que el tango cantado ‘surge’ con ‘Mi noche triste’. Pero creemos importante tener una visión objetiva de cuáles son las especies cultivadas y presentadas en público por Gardel en los años iniciales de su carrera mayor (entre sus probables 25 o 27 y sus probables 33 o 35 años de edad). […] ¿Qué importancia tiene la presencia de una quincena de estilos frente a tres solitarios tangos?’’.
Queda claro: era un estilista, al igual que Razzano e Ignacio Corsini, por ejemplo. Y el éxito que tuvieron sus primeras grabaciones confirma su calidad interpretativa. Ni Tagini ni ningún otro productor de la época se hubiera arriesgado con un músico que no tuviera la exigente técnica interpretativa que se requería para abordar cualquier pieza del género: un signo prestigiado de lo criollo, popular, incluso de lo masivo.
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Un mito: tramos de vida documentados, registrados en el detalle legal, en los surcos del disco; otros tramos, improbables y, algunos, quizás probables, anudados en una red de misterios, que pulsan en las discusiones, debates, reivindicaciones, clamores de tribuna.
La riqueza de un símbolo es, justamente, su maleabilidad para engarzarse a los procesos de significación más complejos, en los que operan tanto los sentidos racionales como los afectivos y corporales. Se puede hacer todo, o casi todo, con ellos. Hurgar en sus vidas, cambiarlos, en procesos de apropiación personales y colectivos. Por eso son parte invariable de un proyecto identitario.
Gardel es el cantor criollo, el refinadísimo estilista, el estafador (el Pibe Carlitos), el músico dotado como ninguno para los fraseos más expresivos, elegantes, que a la vez se conectaba con los grupos conservadores y más poderosos de Argentina, la estrella de cine, el ícono del tango-canción, el galán, el hombre que sedujo masas en el Río de la Plata, en Nueva York, en Europa, en Colombia; el hombre que sobrevivió, en el imaginario, al accidente aéreo de Medellín.
Es todo eso. Una causa que debe ser defendida como una cuestión de Estado, de nación: el inobjetable –aunque en los hechos duros, concretos, ‘reales’, tenga muchos elementos cuestionables–, que despierta las más airadas reacciones cuando sus canciones –o fragmentos de ellas– son incrustados –literalmente incrustados– en texturas de la música electrónica o es reivindicada alguna de sus muchas nacionalidades (en realidad la prueba definitiva, contundente, inequívoca, nunca aparece).
Su figura, más allá de las operaciones del imaginario, también dispara interesantes elementos para comprender procesos culturales más complejos: su vinculación con la gestación del tango-canción es uno de ellos, y los malentendidos que empañan (o empañaban) la construcción profunda de un tiempo en el que el tango tenía un peso relativo en una identidad musical regional en la que las imágenes del gaucho, lo rural, dominaban y se superponían a los signos de la modernidad urbana.
A los cien años más uno de ‘Sos mi tirador plateado’, el mito, revelación documental más, revelación documental menos, sigue siendo un pingo de primera, una fija.