Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003) es considerado, con justicia, unos de los grandes autores contemporáneos. En 1998, se consolidó en el panorama literario con la seminal novela Los detectives salvajes, con la que obtuvo el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos de 1999. Alfaguara está editando toda sus libros (luego del polémico “pasaje” de su obra de Anagrama a Alfaguara), por lo que ahora aparece en el mercado Amberes. Escrita en la década del 80, cuando trabajaba en el camping Estrella de Mar de Casteldefels, la novela es una crítica burlonamente inteligente sobre las injusticias del sistema y el maniqueísmo de los cánones literarios.
Bolaño la definió como “una obra policíaca, aunque no lo parezca, porque el policía tiene algunas dificultades para llegar físicamente al lugar del crimen, el cadáver tiene dificultades para materializarse y los sospechosos tienen grandes dificultades para ser interrogados”. La definición da una pista de qué viene el asunto. Se trata de un crimen contado por entregas donde se suceden 56 fragmentos sin orden aparente cuya narración se desarrolla mediante flashazos, recuerdos y alucinaciones. En esos 56 fragmentos ocurre la muerte de seis jóvenes en las cercanías de un camping, un muerto en el parque, un policía se desploma tras el vil navajazo de un vagabundo al que estaba prestando auxilio, un cuerpo aparece con varios agujeros de bala, alguien tiene a tiro a un árabe y aprieta el gatillo. En el camping aparecen otros personajes dignos de Bolaño: un jorobado que vive en el bosque, un escritor inglés que está bloqueado en su escritura y una sensual joven pelirroja relacionada con el mundo de las drogas. Leer y releer a Bolaño siempre resulta un placer.
Dice Bolaño: Escribí este libro para los fantasmas, que son los únicos que tienen tiempo porque están fuera del tiempo.
Dice Bolaño: El desprecio que sentía por la así llamada literatura oficial era enorme, aunque sólo un poco más grande que el que sentía por la literatura marginal. Pero creía en la literatura: es decir no creía ni en el arribismo ni en el oportunismo ni en los murmullos cortesanos. Sí en los gestos inútiles, sí en el destino. Aún no tenía hijos. Aún leía más poesía que prosa.
Amberes supone la creación literaria completamente libre.
Es prosa rescatada después de veinte años. Es poesía transformada en una narración ininteligible. Es el guión de una película surrealista en la que los sueños aparecen como amenazas y la realidad, como destellos luminosos de otra película. Quizás una de género negro.
En Amberes, escrita en 1980 y publicada ahora en España, se encuentran algunas de las claves literarias del escritor chileno: lo fragmentario de la narrativa y el motivo del doble. El autor muestra ya aquí su facilidad de encontrar y desarrollar argumentos.
En la obra de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953), la impresión de facilidad es nítida, casi indiscutible. Donde tantos colegas suyos se esfuerzan en armar una trama apenas convincente para a continuación persuadir (y persuadirse) de que el resultado no muestra debilidad argumental sino reticencia ontológica, Bolaño no parece tener ninguna dificultad en encontrar y desarrollar argumentos. Y lo hace de una manera tan fluida que engañosamente podría tomarse como natural. Una manera, no obstante, en absoluto decimonónica: ni su destreza es ingenua, ni su utilización de los recursos autocomplaciente. De hecho, puede decirse que Bolaño ha construido un sistema tan sencillo como férreo de hacer ficción.
Dentro de este sistema, ¿cómo enfocar Amberes, novela escrita en 1980 pero publicada 22 años más tarde? En la página 54 lo sugiere la propia voz del narrador. Cabe leerla como una ‘respiración inmadura en donde aún es dable encontrar asombro, juego, perversión, pureza’: es la novela donde, a partir de una proverbial búsqueda de muchacha pelirroja y misteriosa, con crimen incluido y retorcida sordidez barcelonesa de carretera de Casteldefells en otoño, se puso en marcha, de manera elíptica, alusiva, fragmentaria, el laboratorio de Bolaño. En Amberes hay una voluntad de trabajar con lo fragmentario de la tradición narrativa; da la impresión de que la elaboración tiene que ver con un lirismo del que el narrador no quiere desprenderse.
En las obras posteriores, en cambio, el trabajo sobre lo fragmentario se someterá a un principio económico y casi universal, que está todavía ausente en Amberes. Se trata de la explotación obsesiva de un único motivo clásico: el motivo del doble, y, sobre todo, del doble del artista. Disfrazado de catálogo apócrifo en otra de sus primeras obras -la literatura nazi en América- o de relatos con detectives, espionaje, venganza y hasta necrofilia, el motivo del doble, al que Bolaño infunde una pasión irrefrenable, pone en marcha un mecanismo que no admite ni necesita ningún otro para que sus textos fluyan. No hacia un final -los finales de Bolaño son hábiles interrupciones momentáneas de la máquina de narrar-, sino hacia la pregunta por esa próxima máscara que en la escena vertiginosa del encuentro diferido con el doble se convertirá en próxima novela. No es una novedad: el escritor en pugna con otro escritor estaba en muchos de los cuentos de Henry James, de quien salen casi todas las elaboraciones estéticas de la vida literaria en la novela del siglo XX. Mientras que el escritor convertido en personaje se hizo popular en la literatura latinoamericana a partir de Triste, solitario y final (1973), de Osvaldo Soriano, a quien Bolaño menciona.
La peculiaridad reside en otra parte: en la voluntad de convertir este motivo en la figura por antonomasia de la vida literaria y, a continuación, transformar esa vida literaria en la expresión más abarcadora posible de la vida. No obstante, Bolaño no cae casi nunca en la exaltación kitsch del creador tal como la proponen las versiones más exaltadas y menos exactas del romanticismo libresco. La trama de la vida literaria es precisa, temporal y espacialmente posee un centro imposible pero verdadero, que es Chile, con sus poetas satélites, sus mediocres, sus grandes y la sombra terrible de Neruda sobre todos ellos. Y en los exteriores de ese centro imposible están los relatos de Bolaño posteriores a Amberes, armando con invectivas, cruces amorosos o encuentros sensacionalistas una novela familiar: la novela de la literatura chilena, dentro de la cual caben todas las otras patrias.
Pero Amberes es anterior al sistema: ostenta una libertad peligrosa y efímera, enfática y aislada; es, todavía, la novela vitalista de un seductor. La voz tiene un melancólico vigor masculino, del que Bolaño consiguió desprenderse más tarde: no hay nada de eso en las diestras y arborescentes búsquedas literarias de sí mismo en toda su obra posterior. Tras Amberes, su doble ya no será Dorian Gray; su doble será Chile.