El tiempo, a sus órdenes
Tal vez la presencia de Mario Benedetti en el cine sea más larga que el puñado de títulos que efectivamente la registran. Mejor dicho, la presencia de la poesía de Benedetti es más extensa, menos reconocida, inconsciente en tantas películas filmadas en el Río de la Plata. El paisaje humano que registrase el cine filmado por aquí entre los sesenta y los noventa tiene recodos y suspiros que pueden rastrearse en títulos como Breve cielo, Un lugar al sol, Los inconstantes, Tute cabrero, Las venganzas de Beto Sánchez, No toquen a la nena, Qué es el otoño, Un toque diferente, Tiro al aire, Carlos (cine-retrato de un “caminante” en Montevideo), El lugar del humo, La historia casi verdadera de Pepita la Pistolera, títulos tan disímiles que, sin embargo, comparten el eco citadino, la sonrisa que esboza una tristeza solapada, las verdades propias puestas en boca de personajes esparcidos en los Poemas de la oficina, como en esta cita:
p.p1 {margin: 0.0px 0.0px 0.0px 0.0px; font: 12.0px Times} "Volvió el noble trabajo pucha qué triste que nos brinda el pan nuestro pucha qué triste me meto en el atraso hastacuandodiosmío como un viejo tornillo como cualquier gusano me meto en el atraso y el atraso me asfixia (…) " (Lunes, 1956)
Es evidente que la lectura de Mario Benedetti pobló de imágenes comunes la historia contemporánea de Argentina y Uruguay. Los vaivenes políticos, las fracturas sociales, el terror por venir, se resumen en los ojos húmedos de Martín Santomé cuando el 29 de marzo escribe en su diario:
“Llegué a casa despeinado, con la garganta ardiendo y los ojos llenos de tierra. Me lavé, me cambié y me instalé a tomar mate detrás de la ventana. Me sentí protegido. Y también profundamente egoísta. Veía pasar a hombres, mujeres, viejos, niños, todos luchando contra el viento, y ahora también con la lluvia. Sin embargo no me vinieron ganas de abrir la puerta y llamarlos para que se refugiaran en mi casa y me acompañaran con un mate caliente. Y no es que no se me haya ocurrido hacerlo. La idea me pasó por la cabeza, pero me sentí profundamente ridículo y me puse a imaginar las caras de desconcierto que pondría la gente, aun en medio del viento y de la lluvia. (…)” (La tregua, 1960).
Incluso podemos ponerle un rostro actual a esos ojos, como por ejemplo el rostro de Néstor Guzzini, porque los contornos que Benedetti traza en la tela que cada uno imagine no se preocupan por la época exacta en la que vive el imaginador. Si releemos La tregua hoy quizás nos abismen algunas referencias de época, como las que remiten a la adolescencia de Santomé en 1929, y notemos que en este mismo momento alguna traza de esa calle Brandzen que transitaran Santomé y el Adoquín Vignale aún sigue en pie. El cine también conserva la memoria de nuestros gestos.
Donde menos se percibe a Benedetti en El lado oscuro del corazón (Argentina-Canadá, 1992, Eliseo Subiela) es en las palabras. Subiela encuentra a Benedetti más que en el recitado de “Táctica y estrategia” compartido por Oliverio y Ana o en la posible seducción del marino alemán que corporiza el mismo poeta y que recita “Corazón coraza” en el cabaret Sefiní, en las imágenes atemporales de un Oliverio vagando por Buenos Aires y Montevideo, o en un barco sobre el mismo río que parece un mar. Esos fondos borrosos, despegados del personaje por obra y gracia del teleobjetivo, adquieren perspectiva en el recuerdo junto a los ladrillos desnudos y las paredes grises cuando tal vez leemos una estrofa que dice
“Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cuatro
y acabo la planilla y pienso diez minutos
y estiro las piernas como todas las tardes
y hago así con los hombros para aflojar la espalda
y me doblo los dedos y les saco mentiras. (…)”
(Amor, de tarde, 1956).
Algo similar ocurre con Despabílate amor (Argentina, 1996, Eliseo Subiela), aunque el propio poema de Benedetti que abre la película no resuena en el espacio real de las calles sino en la relación entre esos personajes cuya adultez y juventud remite directamente a la esencia de Santomé y Vignale, y hasta al espíritu de la propia Laura Avellaneda.
Hubo otras incursiones en el mundo de Benedetti, como la de la experimental Dale nomás (Argentina, Osías Wilenski, 1974), en la que prosa y poesía de Benedetti tratan de imbricarse a un discurso sobre el sexo y la alienación en la Buenos Aires de esos tiempos; la del trabajo colectivo Las sorpresas (Argentina, 1973, Luis Puenzo, Carlos Galletini y Alberto Fischerman), que toma los cuentos “Cinco años de vida”, “Corazonada” y “Los pocillos”, en los que se alternan, sucesivamente, el puro ejercicio formal, la superficie de un costumbrismo más complejo y (tal como pide Benedetti) un deslumbrante juego de apariencias entre seres que esconden más que lo que muestran y un ambiente rugoso que da cuenta de esas apariencias, y las resalta; y la de la fallida Gracias por el fuego (Argentina, 1984, Sergio Renán), atrapada entre la trama que propone el autor (el parricidio como forma poética de liberación) y la necesidad de abarcar temas de la agenda de entonces (las dictaduras recién terminadas o próximas a terminarse), lo que deriva en un tono innecesariamente solemne, que las letras de Benedetti ni tienen ni demandan.
También hay numerosos cortometrajes realizados en todo el mundo de habla hispana, como esa animación acerca de La noche de los feos (España, 2006, Manuel González Mauricio), que toma ciertas notas cool a lo Miles Davis para contarnos, con una estética hierática, la historia de esos dos que dejan de ser feos a sus propios ojos. Finalmente, la mejor adaptación de Mario Benedetti al plano cinematográfico aún sigue siendo la de Aída Bortnik y Sergio Renán para La tregua (Argentina, 1974, Sergio Renán), no solo por conservar con fidelidad el punto de vista de Martín Santomé, sino por trasladar la iconografía de un mundo a punto de cambiar, y que quizás no está preparado para alterar su estructura.
“Domingo 4 de agosto.
Esta mañana abrí un cajón del armario chico y se desparramaron por el suelo una cantidad imprevista de fotos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un papel de un color indefinido (es probable que en su origen haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras, con la tinta corrida por viejas humedades para siempre resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de Isabel. (…)”
(La tregua, 1960)
De lo que se vale Sergio Renán como director es de los ojos de Héctor Alterio para que su Martín Santomé sea un hombre agudo, como las tildes de su nombre y apellido. La llaneza se la deja a los ojos pequeños enmarcados en cejas finitas de la Laura Avellaneda de Ana María Picchio, que no casualmente recibiera por parte de Benedetti la dedicatoria del poema “Última noción de Laura”, publicado en Poemas de otros (1974). Pero esos ojos, esos rostros, esos cuerpos frágiles que se ensopan en una tormenta de tanta felicidad y que como sedimento deja tanta tristeza, tienen una historia que los excede pero que los tiene como partícipes necesarios.
Cuando se publicó La tregua en 1960, en Uruguay gobierna el Consejo Nacional, cuya presidencia durante ese año recae en Benito Nardone, que estaba fuertemente enfrentado al comunismo, cosa por la que Santomé no se preocupa demasiado; si Jaime, su hijo, resulta que es homosexual, él no tiene mucho que preguntarle, las cosas son como deben ser y no requieren imposición alguna. Nada de lástima, ni ahora ni nunca, dice. En la Argentina gobierna Arturo Frondizi, a quien los sectores conservadores y las fuerzas militares no le perdonan que apoyara la Revolución Cubana y recibiera en Buenos Aires a Fidel Castro.
Pero la acción de La tregua se sitúa entre el lunes 11 de febrero de 1957 y el viernes 28 de febrero de 1958. Martín Santomé tiene entonces 49 años y Laura Avellaneda, 24. Santomé se formó durante la presidencia de José Serrato (1923-1927), primer presidente elegido por voto universal, quien instituyó la Corte Electoral, inauguró el Palacio Legislativo y, entre otras acciones, creó las cajas de Jubilaciones y Pensiones civiles y para empleados de bancos. Esteban, Blanca y Jaime, los hijos de Santomé, nacieron ̶como Avellaneda̶ durante la dictadura de Gabriel Terra, quien rompe relaciones con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y reconoce a Francisco Franco como jefe del gobierno español en 1936. En el período 1957-1958, el Consejo Nacional de Gobierno está presidido por Arturo Lezama Bagez y Carlos Fischer, respectivamente. Estos datos no son ociosos.
“Lunes 11 de febrero (…) Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. (…) Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.”
Las circunstancias ideológicas y sociales de su época sobrevuelan todo el texto de La tregua, y son quizás la razón principal de su importancia como obra relevante en las letras latinoamericanas y mundiales. El gobierno colegiado de ese momento histórico, que se propuso recuperar el progresismo republicano y reformista de principios del siglo XX, se topa con una realidad que Benedetti contrasta en pasajes como éste:
“Domingo 26 de mayo. Hoy cené con Vignale y Escayola. Todavía estoy impresionado. Nunca he sentido con tanto rigor el paso del tiempo como hoy, cuando me enfrenté a Escayola después de casi treinta años de no verlo, de no saber nada de él. El adolescente alto, nervioso, bromista, se ha convertido en un monstruo panzón, con un impresionante cogote, unos labios carnosos y blandos, una cara con manchas que parecen de café chorreado, y unas horribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacuden cuando se ríe. Porque ahora Escayola se ríe. Cuando vivía en la calle Brandzen, la eficacia de sus chistes residía precisamente en que él los contaba muy serio. Todos nos moríamos de risa, pero él permanecía impasible. (…)”
Es posible que sólo seamos permeables a una anécdota bien narrada, pero nuestros gustos personales se moldean en torno de la propia experiencia, a un período puntual de nuestras vidas.
Según parece la voluntad de Sergio Renán de transformar La tregua en una película comenzó luego de haberla adaptado para la televisión en 1972, durante la tercera temporada del ciclo Las grandes novelas que se emitía por Canal 7. El panorama social y político de Argentina a comienzos de los años setenta incluye el último período de la llamada Revolución Argentina, que comenzara en junio de 1966 en ocasión del golpe de Estado que derroca al presidente constitucional Arturo Illia, y que significó para el país el comienzo de la fuga de cerebros y las puebladas insurreccionales que derivaron, en 1973, con la apertura democrática que sacó al peronismo de la proscripción política en la que estaba sumido desde la Revolución Libertadora (golpe de Estado de 1955). Eran momentos de mirar a las izquierdas que definían su posición en todo el planeta, tiempos en los que Mario Benedetti debe comenzar un exilio forzado por su compromiso ideológico, primero en Buenos Aires, luego en La Habana, y después en Madrid.
“El espectador tiene que acostumbrarse a deslindar la novela de la expresión cinematográfica. Tiene que ver una película y no la filmación de un libro. De todos modos, inclusive los ortodoxos encontrarán una partecita de ‘su tregua’ que es la zona donde nos encontramos todos los que compartimos ese amor en común por la obra de Benedetti. Llegado el caso que tampoco el autor se reconozca, habrá algo que no podrá dejar de reconocer: el tierno homenaje que le rindo por el simple hecho de haberla elegido.”
(Sergio Renán, en la nota “La tregua de Renán”, Clarín Revista, domingo 9 de junio de 1974.)
La tregua se estrenó en Buenos Aires el jueves 1º de agosto de 1974, en los cines Alfa y Lorange, exactamente un mes después de la muerte del general Domingo Perón, y a un mes del ascenso al poder de María Estela Martínez de Perón. La crítica la aplaudió en forma unánime, aunque los distribuidores no quisieron estrenarla en las principales salas de estreno porque era muy triste. Eso no le impidió ser el tercer estreno que más dinero recaudó en su semana inicial y ser el comentario obligado en cualquier mesa de café junto con la aparición del primer muerto por la Triple A en el barrio de Palermo, toda una rareza. Porque La tregua tiene como tercera gran protagonista a la ciudad de Buenos Aires, su centro cosmopolita y sus barrios de casas chorizo, de urbe con carteles de neón y transporte público abigarrado, de incomodidades burocráticas y de refugio cinematográfico dominguero, de mujeres despiertas y hombres taciturnos, como aquel paisaje de la Montevideo del Sorocabana y Benedetti. Ese paisaje que el Martín Santomé de Héctor Alterio observa al principio con resignación y luego con una furiosa rebeldía que le ilumina el rostro; ese paisaje que no se anima a mirar abiertamente Laura Avellaneda de Ana María Picchio, hasta que la tormenta le desnuda la felicidad; ese paisaje en el que circulan tipos reconocibles que (aunque digan ciertas verdades que ahora podrán parecer incorrecciones) no han perdido vigencia porque, en el continente mítico del ayer, son los arquetipos de nuestra idiosincrasia. El dolor, como un plano recortado que se intercala desde el principio como lúcida prolepsis, vendrá después. También en Uruguay y en Argentina.
“(…) usted martín santomé no sabe
al menos no lo sabe en esta espera
qué triste es ver cerrarse la alegría
sin previo aviso de un brutal portazo (…)”
(Última noción de Laura)
Asimismo, La tregua supuso la segunda nominación oficial al Oscar para una película latinoamericana en el rubro Mejor Película en Idioma Extranjero (la primera fue para el film O pagador de promessas, Brasil, 1962, Anselmo Duarte). Cuando esa categoría recibía un diploma que acreditaba su destaque en el concierto de películas ajenas al circuito hollywoodense, Dios se lo pague (Argentina, 1949, Luis César Amadori) fue la primera película de estas latitudes en ser seleccionada. El premio lo recibió Amarcord (Italia, 1974, Federico Fellini). Quizás eso sea poco importante tanto entonces como en este mismo momento, sin embargo demuestra la universalidad de la obra de Benedetti y de las imágenes que registrara Renán, esa misma universalidad que vuelve tan humanos ciertos ideales.
“Domingo 2 de junio. (…) Hoy en día, cualquiera puede decirme, después de escudriñar mis arrugas: ‘Pero si usted todavía es un hombre joven’. Todavía. ¿Cuántos años me quedan de ‘todavía’? Lo pienso y me entra el apuro, tengo la angustiante sensación de que la vida se me está escapando, como si mis venas se hubieran abierto y yo no pudiera detener mi sangre.”