Por Nelson Díaz.
Su más reciente obra, Juliana y los libros, fue la excusa para dialogar con Claudia Amengual sobre su arte poética y cómo la escritura y la literatura, como en una especie de alquimia intransferible, la transformaron en otra persona. Sabía, desde su primer libro, acaso desde antes, que quería ser escritora. Hoy es una de las voces más reconocidas de la literatura contemporánea de América Latina.
Fotos por Celeste Carnevale.
Juliana y los libros ‒con ilustraciones de María José Arce‒ es la historia de una mujer que ama los libros; parecería que hay mucho de vos en eso y en el personaje de la tía Tutuna, quien vive en un residencial de viejos y en algún momento enfrentó los prejuicios de su época al negarse a tener hijos. Es un homenaje a los libros y al libre albedrío de una mujer.
Juliana es un homenaje a los libros y a lo que estos hacen en la vida de las personas. Por eso se tuvo un cuidado extra con el objeto: tapa dura, ilustraciones, tipografía. Allí abordo la lectura como juego, compañía, estímulo, conocimiento, fuente de espíritu crítico y de libertad. Ese es el punto de contacto autobiográfico, porque estoy hecha de los libros que he leído y sentí que debía este agradecimiento. El resto es ficción, a pesar de que hay algunos fragmentos apoyados en la realidad y luego distorsionados. El libro propone un juego en varios planos. Juliana, la protagonista, me escribe cartas a mí, la autora, y me va guiando para que reconstruya su historia a través de un narrador en primera persona. Así, los tres planos ‒personaje, autor y narrador‒ parece que se tocan, aunque van por carriles diferentes. Invito al lector a no buscar qué es real y qué es inventado, sino a sumergirse en la ficción.
La tía Tutuna es el personaje que encarna a quienes han abierto la puerta a un niño hacia el mundo de los libros. Tutuna es una egoísta que se reconoce como tal y ha decidido que no tiene energía para los demás. Por eso se ha resistido al mandato cultural del casamiento y de la maternidad; no tiene ni una plantita que dependa de ella. Juliana y Tutuna eligen vivir por fuera de los cánones culturales. Hacen uso de su libertad y están dispuestas a aceptar la soledad, que es el precio que se paga por ello. No nos han enseñado a vivir en soledad; nos la han presentado como un fracaso o un problema. Sin embargo, los lectores y los escritores solemos llevarnos bien con ella, sabemos que el peligro no está allí, sino en el aislamiento.
Hablanos de tu primera novela, La rosa de Jericó.
Esa novela marcó la diferencia entre escribir y ser escritor. Escribir es algo que siempre había hecho y tenía que ver con mi condición de lectora. Aprendí a leer siendo muy chiquita y prefería los libros a las muñecas. De ahí a escribir hubo un paso. Para un carácter tímido como el mío, poco dado a la sociabilidad, era el ámbito perfecto. Eso se fue dando con naturalidad, pero ser escritora fue una decisión tomada a conciencia. Entendí que comportaba otra responsabilidad. La más importante es con el lector y también hay una responsabilidad hacia ti y hacia los tuyos, porque ese camino no es fácil. Si uno va a lanzarse a él, tiene que valer la pena. Tiene que haber algo para decir e intentar hacerlo de la mejor manera. Eso implica trabajar, trabajar y trabajar, con un resultado siempre incierto. Es poco frecuente que me sienta satisfecha con algo que he escrito. Quizá sí con algún fragmento o la combinación de un adjetivo y un sustantivo, pero la brecha entre las ideas/emociones y las palabras jamás se cierra. Por eso es un oficio que se aprende hasta el último día. Y por eso pide una dosis de humildad y una capacidad grande para aguantar la frustración. No escribimos lo que queremos, sino lo que podemos.
Vargas Llosa dice que toda novela es autobiográfica. Y en La rosa… hay un componente autobiográfico muy importante.
Coincido. Estás presentando tu punto de vista de las cosas; de otro modo, no tendría sentido que escribiéramos. Los grandes temas ya han sido escritos. ¿Para qué escribir si no aportamos algo? De ahí que el componente autobiográfico siempre esté presente. Pero no debe entenderse esto como la narración de los hechos de la vida del autor, sino de sus perspectivas, sus miedos, sus dudas. En una ópera prima uno quiere poner todo, pero luego, a medida que se escribe y se exorcizan los fantasmas, se agotan las anécdotas personales o se produce la catarsis, uno va aprendiendo a esconderse tras las máscaras de la ficción y el proceso creativo se enriquece con la imaginación. Se gana en libertad creativa, aunque nunca cortamos del todo el lazo que une nuestros textos a nuestra vida.
Esto se puede asociar con Elena, la protagonista de esa novela, una mujer de 42 años que se transforma en un ser casi imperceptible para su marido y decide abandonar su vida rutinaria.
Tenía treinta años cuando escribí esa novela. La historia de Elena no fue un reflejo de mi vida, sino de lo que observaba en mujeres de mi entorno. Está claro que había una insatisfacción mía reflejada en Elena, pero el personaje no se asemejaba a mí, sino quizá a lo que temía para mi futuro. Ver esa insatisfacción en tantas mujeres de más de cuarenta me hizo proyectarme y reflexionar acerca de qué es lo que puede interponerse en el desarrollo pleno de una persona, eso que con ligereza llamamos felicidad. En Más que una sombra, que tiene un protagonista masculino, estoy yo más presente. Especialmente en la elaboración de lo que significa llevar el suicidio de un ser querido sobre los hombros. Y cómo vivir con eso sin que se tranque la vida y sin seguir esos pasos que te han mostrado un camino que conduce a la nada. Necesitaba escribir esa novela. Por cierto, la trama no tiene que ver con mi padre. Lo que hice fue deconstruir el complejo mundo interior de un suicida, intentar comprender qué mecanismo lleva a una persona a quitarse la vida. Estudié muchísimo y me documenté todo lo que pude. Aprendí que en ese acto final no hay una decisión libre, ni siquiera un deseo de terminar con la vida. Lo que hay es una necesidad de terminar con un dolor que ya no se soporta.
Falsas ventanas es una novela impregnada por la incertidumbre y la angustia ante lo que vendrá, lo que ocurrirá en un barrio de trabajadores, donde el posmodernismo parece querer terminar con un pasado. En este caso, la demolición de una fábrica, cerrada diez años antes. El hecho es narrado por un veterano corrector literario. La situación sirve para exponer los fantasmas y fobias que acompañan a los protagonistas y, por extensión, a posiblemente todos nosotros, frente a una situación de esas características.
Estaba fascinada con las posibilidades que el miedo, como tema literario, me ofrecía. Es una de las fuerzas más poderosas que nos afectan como individuos y como sociedad. Ya porque nos paraliza, ya porque nos protege, ya porque nos hace correr en la dirección correcta o equivocada, el miedo produce cambios. Por eso se utiliza tanto como forma de control. Primero se infunde miedo; luego se manipula ofreciendo protección o induciendo a las personas a tomar decisiones que no hubieran tomado de otro modo. Así que me puse a estudiar sobre el miedo y pude haber escrito un ensayo al respecto. Pero yo quería una novela. Y no tenía la historia, el había una vez que iniciara la trama. Hasta que una tarde, vi en el informativo la implosión controlada de las chimeneas de una fábrica. Me impactó la mirada de los vecinos, una mirada expectante ante el futuro incierto de un barrio cuyo trajín había girado en torno a esa fábrica. De inmediato recordé aquellas imágenes de la caída de las Torres Gemelas. El mundo había quedado así, con la misma mirada de incertidumbre. Allí estaba el germen del miedo. Y esa primera escena de la implosión de las chimeneas fue el inicio de la novela.
Y otra vez utilizás, como en Cartagena y en Un lugar inalcanzable, una voz masculina como personaje. ¿Te sentís cómoda narrando desde esa perspectiva?
Comodísima. Es un desafío técnico, pero me permite crear una máscara potente que me separa de la trama y hace que el lector me reconozca menos; es decir, me invisibiliza más. Tiene que ver con aquel “Madame Bovary, c’est moi”, atribuido a Flaubert. El autor siempre está encarnado en sus personajes. Es a través de ellos que se manifiesta. Y no es necesario exponer la vida privada para hacerlo. La composición artística de un personaje en el que depositamos algunas características propias es una de las fases más fascinantes del proceso creativo. Somos y no somos nosotros, a la vez. Por otra parte, mis personajes femeninos son mujeres fuertes. No son princesas a la espera de que un beso las despierte. Trabajan por su vida, sus proyectos, sus sueños. Supongo que un hombre podría sentirse identificado también con esos personajes. No escribo sobre “lo masculino” o “lo femenino”, sino sobre aquello que afecta nuestra condición humana. En mis personajes hay un inconformismo, una rebeldía, pero también, una aceptación de que ciertas cosas no cambian solo por obra de nuestros actos o nuestros deseos, de que hay una dosis de intervención divina o quizá de suerte.
¿Creés que existe una literatura de género?
Depende de cómo se la considere. Hay un tipo de literatura que aborda de manera directa la cuestión del género como problema, como desafío de estos tiempos. No la llamaría “literatura de género”, sino “literatura que aborda la cuestión del género”. Y, por otro lado, hay una cosmovisión femenina. El potencial de engendrar, parir, amamantar es poderoso y genera una cosmovisión diferente. Pero no quiere decir que la literatura escrita por una mujer esté obligada a abordar determinados temas o que deba estar dirigida solo a mujeres. Sería tan absurdo como pensar que hay literatura de hombres solo para hombres, temas masculinos, en fin, algo inconcebible. No se habla de literatura masculina. No hablemos tampoco de literatura femenina, entonces. Hay que empezar a hablar solo de literatura.
Te referiste a adaptar el lenguaje poético a la idea de la narración. Hay una imagen en Más que una sombra –cuando el hermano de Tadeo encierra un alacrán en un círculo de fuego– que es muy poética por el significado que adquiere en la historia.
Cuando me documentaba para escribir esa novela, leí en un libro ‒El suicidio, del psiquiatra Mario Silva‒ algo vinculado al mito del escorpión que, encerrado en un círculo de fuego, se clava su aguijón y muere. Es el ser acorralado, el que no encuentra una salida y no soporta el sufrimiento. Desde el punto de vista poético me pareció que era muy bello y se adaptaba bien no solo a la trama de la novela, sino a esa idea de que el suicida no busca el final de la vida, sino el final del dolor.
Has incursionado en otros géneros como el relato y el ensayo. Del primero recordamos El rap de la morgue y otros cuentos;y en el segundo Viajar y escribir: nueve destinos que inspiran, Una mirada al periodismo cultural: Jaime Clara y “Sábado Sarandí” y Rara avis: vida y obra de Susana Soca. De alguna manera, rescataste a Susana Soca, quien tuvo una vida cultural, como gestora y mentora, muy intensa. Fundadora de la ya mítica revista Cahiers de La Licorne/ Cuadernos de la Licorne y compinche de Picasso, Jean Cocteau, Paul Éluard, Felisberto Hernández, Victoria Ocampo, Henri Michaux u Onetti, por citar algunos. ¿Cómo surgió adentrarse en esa vida tan intensa y con un final trágico?
Estaba haciendo una maestría en literatura latinoamericana y llegó el momento de elegir el asunto de la tesis. El doctor Pablo Rocca me sugirió que escribiera sobre una poeta de la que otros ya habían escrito. Entonces pensé que quizá podía incursionar en la vida y en la obra de una poeta menos conocida. Así surgió el nombre de Susana Soca, una mujer fascinante, misteriosa, sensible y, algo que no abunda, generosa, una auténtica mecenas. También un producto de aquel Uruguay de la primera mitad del siglo XX. La investigación duró varios años y me llevó a Buenos Aires y a París. Fue una experiencia preciosa, a pesar de que Susana fue discretísima y casi no dejó huellas. Aún falta muchísimo por saber acerca de ella. Quizá el aporte más valioso de mi trabajo esté en haber contado su historia a partir de hechos constatables, depurar las imprecisiones que rodeaban el relato de su vida y plantear el resto como hipótesis para que otro las tome y avance en la investigación. Las obligaciones laborales no me permitieron completar los cursos para obtener los créditos necesarios, así que no terminé aquella maestría, algo que lamento. Pero ya había reunido un material demasiado rico como para dejarlo en el olvido. Así surgió Rara avis: vida y obra de Susana Soca.
Seis años después de Rara avis… publicaste El lugar inalcanzable, una novela conectada con Susana Soca, porque narra la relación de Jacinto Arnau con ella. La historia comienza el 1 de enero de 1992, en Villa Carlos Paz, con un hombre muerto en el baño de una hostería. Pero está narrado en dos tiempos y distintos lugares. ¿La tenías en mente antes de escribir sobre Soca, te surgió natural o necesitabas volver? La estructura narrativa que utilizaste es muy interesante, además.
Mientras iba tras las huellas de Susana Soca, pensaba que aquella mujer tan singular que había vivido en París durante la ocupación nazi era digna de ser el personaje de una obra de teatro o de una novela. Se lo planteé a algunos autores y lo manifesté públicamente. Pero el tiempo pasó y ese guante quedó en el suelo. Así que cuando años más tarde decidí ambientar parte de una novela en la París ocupada, aproveché no solo el material que había recolectado durante la investigación para la biografía de Susana, sino que la transformé en personaje. Como quería tratarla con suma delicadeza, hice que otro personaje la recordara de forma idealizada, como un ser casi perfecto. De ese modo, salvé mi pudor de emplear a personas reales en la ficción. Algo similar, desde el punto de vista del recurso técnico, hice con Gabriel García Márquez en Cartagena. Es una visión del gran escritor sobre el final de su vida, transformado en un hombre un poco despegado de la realidad, despojado de cualquier miseria, un hombre vuelto a una cierta pureza original.
En Cartagena, un hombre, Franco Rossi, veterano periodista, decide volver a esa ciudad empujando por el sentimiento de culpa. Hay algo de realismo mágico (o surrealismo): un hombre que cree ser un personaje de García Márquez, el propio premio Nobel de literatura y una mujer que Rossi no ha olvidado. ¿Estás de acuerdo en que hay un diálogo permanente entre realidad y fantasía?
No hay fantasía sin realidad. El propio García Márquez dijo en una entrevista poco después del Nobel que no había escrito ni una línea que no hubiera extraído de la realidad. Y así lo creo. La realidad es nuestra materia prima. Luego optamos por varios caminos creativos y estéticos. El del realismo, que intenta interpretar esa realidad presentándola de un modo mimético. El de lo fantástico, que juega con la trasposición de las coordenadas de espacio y tiempo. El de lo mágico, que rompe las leyes de la física y de la química. Y en cada camino planteamos al lector un pacto ficcional diferente según el cual le pedimos que crea todo aquello que le contamos. Dentro de ese mundo de ficción deben cumplirse las reglas de ese pacto ficcional específico. No hay que confundir ficción con realidad, ni siquiera en los textos apegados al realismo. La ficción siempre es mentira. No se le pide verdad, sino verosimilitud.
¿Cómo te ha influido en tu escritura, si es que lo ha hecho, la inmediatez, lo sistemático de escribir una columna semanal como “Nobleza obliga”, en la revista Galería, recopilada en el volumen homónimo?
Ya van catorce años y más de setecientas columnas. Una por semana, sin interrupción. Desde el principio tuve claro que no soy periodista y que escribir una columna no me convierte en tal. Esa aclaración me parece importantísima, porque mis herramientas no son las del periodismo, sino las de la literatura. Observo la realidad, la proceso e intento plantear preguntas, invitar al lector a pensar conmigo. Y tengo la ventaja del oficio, es decir, el ejercicio cotidiano de escribir. Por eso las columnas son contenido, pero también son forma. Me importa decir algo y, en la medida de mis posibilidades, decirlo con belleza. Es una experiencia hermosa. Me expreso en una clave más personal, sin la máscara de la ficción. En la columna es la voz del autor la que se oye. Allí no hay protección, sino exposición directa. Las columnas tienen una textura poética diferente y me han permitido pulir la técnica hasta llevarla a un tono que me satisface y en el que he establecido un diálogo con los lectores. Me comunico semana a semana con ellos, respondo sus mensajes. Sé que algunos las coleccionan, otros me cuentan que las han usado como disparador para alguna clase, en fin, la gratificación es grande. Por otra parte, debo agradecer a las columnas el que muchos lectores ‒en especial, hombres que antes no me leían‒ se hayan acercado a mis libros.
¿Cómo es el proceso creativo en tu caso? ¿Una frase, una imagen, una situación de la vida cotidiana?
En general, el disparador está vinculado a los grandes temas que después aterrizo en pequeñas historias de la vida, la anécdota. Mis textos tienen una base existencial; no hay demasiada épica ni espectacularidad. Las anécdotas no son simples, pero sí sencillas, al igual que el registro que utilizo. Busco lo complejo a través de lo sencillo. La sencillez exige un arduo proceso de depuración. Quiero escribir cada vez con menos palabras, mostrar y no explicar, decir más con menos. Lo que llamo “la brevedad elocuente”. Hay que trabajar el contenido, pero también la forma que permita alcanzar una textura poética. Y la forma incluye el sonido. Me obsesionan la curva sonora de un texto, su música, su ritmo, el esquema vocálico de las palabras que elijo. Dejo espacios en blanco solo porque no encuentro la palabra que suene como deseo. Y luego vuelvo a ella, tal como haría un poeta o un músico. Cuando la primera versión del texto está pronta, trabajo codo a codo con el editor y con el corrector. No suelto el libro hasta que entra a imprenta. Apenas lo recibo, lo huelo, lo toco y ya me dispongo a leerlo, lapicera en mano, porque sé que voy a encontrar detalles para mejorar en la próxima edición.
Méritos y merecimientos
Claudia Amengual es traductora pública y una de las voces narrativas más importantes de los últimos años. En 2003 le fue otorgada una beca por la Fundación Carolina, para estudiar en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. En 2004 participó en el III Congreso de la Lengua Española, en Rosario, Argentina. Tres años después participó en el IV Congreso de la Lengua Española en Cartagena de Indias, Colombia.
Es autora de las novelas La rosa de Jericó (2000), El vendedor de escobas (2002), Desde las cenizas (2005), Más que una sombra (2007), Diez años de Arquitectos de la Comunidad (2010). Nobleza obliga (volumen que reúne buena parte de sus columnas en la revista Galería), Falsas ventanas (2011), Rara avis. Vida y obra de Susana Soca (2012), El rap de la morgue y otros cuentos (2013), Cartagena (2015), Una mirada al periodismo cultural: Jaime Clara y “Sábado Sarandí”, (2016), Viajar y escribir: nueve destinos que inspiran (2017), El lugar inalcanzable (2018) y Juliana y los libros (2020).
En 2006, su novela Desde las cenizas fue distinguida en México con el premio Sor Juana Inés de la Cruz, por la Universidad de Guadalajara y la Feria Internacional del Libro de esa ciudad. En setiembre de 2007 fue invitada por el Instituto Cervantes para brindar una conferencia en el Festival de Literatura de Berlín. También formó parte del grupo Bogotá 39 integrado por treinta y nueve escritores latinoamericanos menores de cuarenta años, seleccionados por un jurado para Bogotá Capital Mundial del Libro 2007.
En 2018 recibió una mención en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti, en la categoría Dramaturgia, por su obra Camaleón, camaleón.