Nacida en Montevideo el 18 de agosto de 1920, fue la segunda de cinco hijos de un padre anarquista y poeta, amante de las artes, que imprimió en los nombres de su progenie una impronta poética de corte romántico: Alma, Idea, Poema, Azul y Numen. La madre, católica, solo incidió en la denominación de uno sus hijos, logrando que su esposo antepusiera a Idea el nombre Elena, que nos remonta a la santa bizantina de origen aristocrático y no a Helena de Troya, como hubiera preferido la poeta. Porque además, Elena Idea Vilariño Romani (fallecida el 28 de abril de 2009) fue una atea convencida para quien Dios “es nada” o, a lo sumo, “un dios innecesario e increíble, como elementos comparantes del absurdo y la injusticia humanas”.
Sin duda el ambiente culto y favorable a lo artístico que reinó en su hogar fue determinante para la formación de esos hermanos que cultivaron la música, el dibujo y la escritura como parte esencial de la vida. Todos fueron motivados a estudiar música: Idea tocó piano y luego violín, pero quien se destacó como pianista fue Numen. La madre, según cuenta Idea, era “quien casi siempre compraba los libros, los discos, quien nos llevaba al ballet, quien nos buscaba los profesores de música y nos compraba los instrumentos”.
No obstante sus múltiples talentos artísticos (tenía oído absoluto, algo que muchos músicos desearían), ella se inclinó por la literatura, y dentro de esta por la poesía, el más “musical” de los géneros literarios. Gracias a sus poemas se hizo conocida y reconocida. Claro que su relación con la literatura fue mucho más amplia, en tanto colaboró con las revistas literarias uruguayas más relevantes del momento y con en el semanario Marcha, ejerciendo la crítica literaria; también tradujo a Shakespeare, Raymond Queneau, Simone de Beauvoir, y escribió varios estudios, breves y rigurosos, sobre textos y autores que se estudian en los programas de enseñanza media, sobre todo en su largo retiro en el balneario Las Toscas, durante la dictadura. Sin embargo, tal vez sus ensayos más profundos y prolongados –exceptuando sus trabajos sobre el tango– hayan sido los dedicados a la prosodia, a la métrica, la rima y otros aspectos rítmicos de la poesía. Entre ellos baste recordar Grupos simétricos en la poesía de Antonio Machado (1951) o La rima en Herrera y Reissig (1955), para aquilatar el gran conocimiento que tenía Idea de estos temas que son, justamente, los que vinculan directamente a la poesía con la música. No en vano ella definía al poema, antes que nada, como un “objeto sonoro”. Su dedicación y apasionamiento por estos temas técnicos hicieron que le ofrecieran la prestigiosa Beca Guggenheim, que le hubiera permitido dedicarse por un año entero a trabajar en esos asuntos de manera exclusiva. Sin embargo, se negó a aceptarla “por razones de moral política”.
Y por último, pero no menos importante en la relación de Idea con las letras, está su perfil docente. Con 32 años –en 1952– ingresó por concurso al profesorado de literatura en Enseñanza Secundaria, lo que le supuso durante algunos años viajar de madrugada al liceo de Nueva Helvecia. Su trayectoria como docente continuó en el IAVA de Montevideo hasta 1973, para culminar –una vez restaurada la vida democrática– en la Facultad de Humanidades.
La poesía de Idea
Su no muy extensa producción poética suele ser dividida por la crítica en dos grandes etapas. La primera comprende sus escritos iniciales originalmente inéditos (una treintena de poemas creados entre los 17 y 24 años), más cuatro brevísimas publicaciones: La suplicante (1945), Cielo cielo (1947), Paraíso perdido (1949) y Por aire sucio (1950). La segunda etapa comienza con Nocturnos (1955), abarcando los tres últimos títulos: Poemas de amor (1957), Pobre mundo (1966) y No (1980).
Al repasar su poesía panorámicamente y en orden cronológico, haciendo escala en cada uno de los ocho libros originales, resulta evidente que a partir de Nocturnos Idea deja atrás todo rastro de la influencia modernista en materia expresiva, para ingresar en lo que será su estilo definitivo y definitorio: el decir austero, lindando con lo coloquial, despojado de imágenes retóricas, con escasa adjetivación, versos breves, cortantes, quebrados que no siguen patrones métricos establecidos, pero que revelan un dominio fluido y medido del ritmo. Idea usa la pausa versal (la que se produce naturalmente al final de cada verso o línea) con precisión quirúrgica, como sólo un músico podría hacerlo. Es por esto que ella negaba la existencia del llamado “verso libre” en su escritura poética.
En una entrevista con Jorge Albistur en 1994, se muestra sorprendida de que la mayoría de los críticos no adviertan que “no hay tal libertad, que divido el texto –dice– de modo que esas divisiones sirvan al ritmo o sustituyan la puntuación”.
En cuanto al contenido de su obra, con excepción de los poemas que integran Pobre mundo (en donde aparece la naturaleza y también textos referidos a hechos políticos vinculados a la lucha “antiimperialista”), son unos pocos y siempre los mismos los temas que atraviesan como espadas todos sus poemas: el sufrimiento existencial, la soledad, el pesimismo vital, el escepticismo ontológico, la identidad como problema, y el amor como herida profunda, o mejor, en su contracara más oscura, el desamor. Casi toda su poesía es la expresión poética de un profundo desgarramiento que, por momentos, se torna insoportable. Porque su “pulsión de muerte”, diría Freud, la arrastra como el canto seductor y fatal de las sirenas mitológicas. Y ese entregarse a la melancolía de creer que el único y definitivo destino humano es la destrucción, provoca que la lectura de sus tristes versos nos vaya envenenado sin que nos demos cuenta, en tanto su escritura logra ser paradójicamente hipnotizadora, dulce en su amargura.
“Decir no / decir no / atarme al mástil / pero / deseando que el viento lo voltee / que la sirena suba y con los dientes / corte las cuerdas y me arrastre al fondo / diciendo no no no / pero siguiéndola”. En este poema que abre la primera edición de No, es interesante consignar que Idea veía en él la lucha entre “las dos pulsiones”. El apego a la vida estaría justamente en el “decir no” de los dos primeros versos y en los tres “no” yuxtapuestos del penúltimo. Y también en la precaución de atarse al mástil, como hace el héroe de la Odisea. Pero nada de todo esto sirve de antídoto contra el deseo simultáneo, manifiesto en el texto, de morir.
Siguiendo con una mirada global sobre la temática de su obra, resulta fundamental destacar que Idea –siempre reflexiva y crítica respecto a su propia poesía– hizo pública en el prólogo de la segunda edición de Pobre mundo (Arca, 1988), su decisión de no editar nuevos libros, sino ir agregando textos a los cuatro títulos que para ella marcaban las “únicas vertientes” de su poesía. Lo consiga Ana Inés Larre Borges en la introducción a la edición anotada de la Poesía completa editada por Cal y Canto el año pasado, al cumplirse veinte años de su muerte: “A partir de Nocturnos, en 1955, Vilariño había iniciado una forma personal de editar su poesía según una lógica interna que se concentró en cuatro títulos –Nocturnos, Poemas de amor, Pobre mundo y No–, que fueron creciendo y depurándose a lo largo de los años”. A lo que podría agregarse que esa “depuración” persistió hasta sus últimos días, actitud perfeccionista (¿lo hacía por ella o por los lectores?) que se contrapondría con su cruda confesión de que jamás sintió “la más mínima necesidad” de comunicarse a través de la poesía. Pero para iluminar la situación está, por suerte, Lorca, cuando dijo que “la luz del poeta es la contradicción”.
La otra cara del amor
De la misma manera que los Poemas de la oficina (1956) de Benedetti adquirieron un éxito inusual para un libro de poesía en la historia literaria uruguaya (sin contar el caso de Juana de América), los Poemas de amor (1957) fueron sin duda el otro gran best-seller poético que produjo la Generación del 45, y del que se publicaron varias ediciones en los años 60 y 70, siempre aumentadas respecto a la hoy legendaria primera edición de corte artesanal, que incluía sólo diez poemas manuscritos en hojas sueltas.
Vale advertir que justamente es en esta vertiente de la escritura de Idea donde su poesía podría haber corrido el riesgo de atravesar la delicada frontera en donde lo confesional afectivo es pasible de volverse sensiblería, y por lo tanto cursi, como le sucedió a Benedetti con su poesía amorosa. Sin embargo, ella salió ilesa de los daños que podría haber sufrido al escribir desde la llaga del desamor, de manera autorreferencial y en medio de una tensión inevitablemente romántica. Tampoco podemos ignorar que el tópico de la pena de amor (y su empatía con el público) se remonta a los inicios de la poesía lírica griega. Allí está Safo de Lesbos: “Ya se ocultó la luna / y las Pléyades. / Promedia la noche. / Pasan las horas. / Y yo duermo sola”.
“Yo quisiera llorando / decírtelo / mostrarte / decirte destrucción / y que tú me entendieras / o decirte se fue / el verano se fue / o decirte no te amo / y que tú me entendieras”. (‘Yo quisiera’, 1952). Aquí tenemos un ejemplo de esa “poesía directa, nada hermética, y que revela una experiencia”, tal como el profesor Albistur le decía a la autora mientras le preguntaba si ella pensaba que en esas características residía la popularidad de sus poemas de amor. E Idea lo admitía, sin mucha satisfacción, a la vez que dejaba en claro que ella prefería los poemas de Nocturnos o los de No.
El poema-emblema –el hit– de todos sus poemas de amor es, qué duda cabe, ‘Ya no’, un texto que ha hecho emocionar hasta las lágrimas a muchos lectores de varias generaciones, cuyo comienzo dice: “Ya no será / ya no / no viviremos juntos / no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / no te tendré de noche / no te besaré al irme / nunca sabrás quién fui”. La culminación no es menos efectiva en su controlada y a la vez contundente melancolía, en su nostalgia anticipada: “no sabré dónde vives / con quién / ni si te acuerdas. / No me abrazarás nunca / como esa noche / nunca. / No volveré a tocarte. / No te veré morir”.
Está claro que el amor como experiencia humana tiene una cara luminosa, necesaria para sentirse realmente vivo, pero también está la cara sombría, que nos quita las ganas de vivir. Esta fue la que, seguramente a manera de catarsis, constituyó el alma de la poesía amorosa de Idea Vilariño. Ella admitió con meridiana claridad que sus poemas de amor “fueron escritos en el colmo del dolor y la desesperanza”. “Tal vez la dicha no se escribe”, agregó enseguida de aquella confesión. ¿Qué duda cabe de que es muchísimo más difícil hacer buena poesía amorosa o del tema que sea desde el optimismo? Por eso Walt Whitman es una bella y espléndida rareza que bien podría valer como la confirmación de la regla. Por supuesto que Idea como persona disfrutó del amor. El punto es que, por lo general, los escritores escriben sobre lo que no tienen o sobre lo que perdieron, que es casi lo mismo.
Nunca sabremos del todo si no fue el acto compulsivo de escribir, transformando el dolor en arte, lo que llevó a esta mujer a vivir hasta los 88 años, sin haber concretado jamás “ese deseo de muerte que fue una constante de mi vida, la más coherente, la más deseable solución”. Los numerosos lectores que empatizan con su obra han agradecido, agradecen y agradecerán el modesto milagro de experimentar cómo la belleza de la poesía puede amortiguar el sufrimiento de ser seres arrojados en un “pobre mundo” carente de sentido.
Idea en contraste con Benedetti
De la pléyade de poetas que integraron la Generación del 45 o Generación crítica, Idea Vilariño ha sido, junto con Mario Benedetti, la más leída en Uruguay, a pesar de que el mayor reconocimiento académico lo haya obtenido –merecidamente– Ida Vitale, cuando el pasado año, a la edad de 96, le fuera otorgado nada menos que el Premio Cervantes, en Madrid.
Pero si observamos con mayor detención, vemos que Idea y Benedetti tuvieron muchos más aspectos en común que ser los poetas con mayor alcance popular de su grupo literario. Para empezar, haber nacido en 1920, ser amigos y morir casi al mismo tiempo. Los dos publicaron su primer libro en el año que le da nombre a la destacada –y autopromocionada– generación que integraron: el 45, posiblemente la más importante de la historia literaria nacional luego de la del 900. Ambos privilegiaron la poesía como medio de expresión escrita frente a otros géneros, colaboraron en las mismas revistas literarias (de hecho, se conocieron en torno de la revista Número) y tomaron posturas sociales y políticas similares que los situaron como “escritores de izquierda”, defensores, hasta sus últimos días, de la Revolución Cubana. Ninguno de los dos tuvo hijos.
Hay un punto de comparación que nos podría llevar a engaño, y es que parecería que mientras Benedetti estuvo decidido a promoverse a sí mismo desde un principio (cuando editó su primer libro, del cual se arrepintió, iba a las librerías montevideanas preguntando si estaba a la venta), ella evitaba cualquier difusión, de hecho concedió solo cuatro entrevistas en toda su vida (dos escritas y dos audiovisuales: la de los documentales Onetti, retrato de un escritor, de Juan José Mugni, e Idea, de Mario Jacob). Sin embargo, ese “ocultamiento” resultó a la larga un notable efecto de marketing que contribuyó significativamente a la construcción de un mito en torno a su figura.
Entre las diferencias más notorias habría que citar el aura que irradiaban cuando uno se acercaba a ellos personalmente, también perceptible en las fotos: ella, de porte elegante, trasmitía altivez y cierta frialdad; él, de bajísimo perfil, transmitía bondad y sencillez. Ella publicó poco; él muchísimo. Ella fue profesora, él nunca tuvo actividad docente. Ella permaneció los once años de la dictadura en el país; él vivió en el extranjero. Ella fue poeta leída fundamentalmente por lectores de poesía; él, un poeta leído por gente que habitualmente no lee poesía. La poesía de ella fue valorada por el mundo académico; la de él no. Ella tuvo un funeral discreto (no obstante el homenaje en el Paraninfo de la Universidad); él fue velado en el fastuoso Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, y con duelo nacional.