La distancia
Por Agustín Paullier
Hombres a caballo, moldeados por la naturaleza, pequeños entre montañas y nubes, en la penillanura, extendiendo su lazo hacia una res, entre nubes de polvo de la tropilla que golpea el suelo; nubes de humo de la marca a fuego en la piel del animal o del humo del cigarro que fuma el hombre al terminar el día. Son charros, huasos, pantaneiros, vaqueiros, chagras, cowboys, gauchos, según la tierra del continente americano que se encuentre bajo sus pies.
El uruguayo Luis Fabini recorrió grandes distancias durante diez años para encontrar a estos grupos de hombres que sobreviven y se mueven en la periferia del mundo tecnológico. En el prólogo de Gauchos, su primer libro, el antropólogo Daniel Vidart advertía que este tipo de hombre ya no existía en los campos rioplatenses. Desaparecieron con el alambrado de los campos –y el propio Fabini se percata de la contradicción de un gaucho alambrador–, cuando su libertad de movimiento se vio cercenada, así como su modo de vida contrario a las nuevas leyes. El término se instaló a fines del siglo XVIII para referirse a quienes surcaban como nómades la campaña, enemigos de toda autoridad impuesta; luego pasó a referir a los peones de las estancias, a los paisanos y a sus patrones, para terminar ubicándose en un espacio afectivo cargado de nostalgia. Es por eso que la palabra “vaqueros” es más abarcativa, propia de un fenómeno continental, aun cuando tenga connotaciones que resuenan en un imaginario estadounidense.
Lo que comenzó como un viaje sin demasiada premeditación a los departamentos de Salto y Artigas, al norte del río Negro, donde aún se puede encontrar a esta especie de hombres, continuó en Argentina y en el árido sertão brasileño y, luego de pasar por la “avenida de los volcanes”, en Ecuador, llegó a los rodeos y ranchos del norte del continente.
En el medio local no son habituales los proyectos fotográficos de largo aliento, ya que requieren una constancia y decisión semejantes a las del gaucho que soporta las inclemencias de la vida en contacto con la naturaleza. Tampoco es frecuente encontrar un trabajo de este tipo enfocado en el interior del país y sus habitantes. En el aspecto documental de la fotografía y en tanto registro antropológico, Vaqueros de América es un aporte valioso, a lo que se suma que desde el punto de vista estético sus imágenes son muy atractivas. Lo único que podría resultar objetable es la forma en que son representados los gauchos.
La imagen de un chagra ecuatoriano mirando fijo a la cámara, inalterable, montado a su caballo erguido sobre sus patas traseras, con el pico nevado de una montaña a sus espaldas, es sin duda espectacular; quizá demasiado. Se percibe la pose, la demostración y cierta artificiosidad: una persona vista como personaje, su carcasa, y no el intento de retratar lo ambiguo e intrincado de cada hecho y persona. Esa imagen bien podría ser parte de una campaña de promoción del turismo en ese país, o de una publicidad de cigarrillos. En ese sentido, la mirada de Fabini parece ser la mirada de un extranjero –aun cuando en muchos lugares de hecho lo era, y de que cualquier citadino puede sentirse un foráneo entre peones de estancia– que, maravillado por lo exótico, por los ropajes y el modo de vida de estos hombres, es incapaz de ir más allá. El propio fotógrafo afirma: “Hay algo en su forma de ser que deviene en una distancia insalvable. Mi fotografía capta esa distancia y la respeta”.
Son imágenes estéticamente muy correctas, atractivas y bien resueltas, pero generan la sensación de que ya fueron vistas, de que se encuentran en alguna parte del imaginario social, sin llegar a revelar al sujeto fotografiado, del mismo modo en que tampoco se percibe una marca distintiva del autor. Lo dicho no le quita valor a la obra de Fabini, sino que la ubica en el marco de un tipo de creación que se limita a un registro atractivo. En cada espectador radica la necesidad y la exigencia de pedir mayor profundidad.