Por Fernando Sánchez.
El arte no puede cambiar el mundo, pero sí hacerlo más humano.
Hay momentos en la peripecia vital de una persona en los que un acontecimiento, por más lejano que sea, trastoca el camino que se ha venido construyendo y cambia por completo el horizonte que se proyectaba. Algo ocurre dentro, como un cisma, y ya nada vuelve a ser igual. En la segunda mitad de la década de los noventa del siglo pasado, en pleno auge del conflicto armado en Chechenia, un hospital de un pequeño pueblo de esa región del sur de Rusia, gestionado por la Cruz Roja Internacional, fue brutalmente atacado. Allí murieron varios miembros del personal sanitario que cada día atendía a decenas de personas.
A cientos de kilómetros de aquel pueblo, en la fría Moscú, la por entonces publicista Susette Kok (Hilversum, Holanda, 1967) quedó conmocionada al enterarse del despiadado ataque. Afectada por la noticia, sintió la necesidad de escribirle una carta al presidente del organismo internacional. Poco después llegó la respuesta a su misiva. El máximo responsable de la Cruz Roja le explicaba que todos los que trabajaban en el hospital lo hacían conscientes de la responsabilidad y el peligro, querían estar allí, aun cuando ello implicara un riesgo para sus vidas. “Nos mueve el amor por la humanidad”, expresaba la contestación. A partir de ese día algo dentro de Susette cambió.
Para entonces su carrera estaba en su mejor momento. A la capital rusa había llegado en una época oportuna, después de haber trabajado un tiempo en Singapur y afianzarse como directora de cuentas y estrategias de marca. El socialismo había caído unos años antes tras el proceso de la Perestroika y el ámbito de la publicidad era un terreno virgen y fértil. En el sudeste asiático había entrado en la industria publicitaria gracias a que su apellido, Kok, era muy común en China. Ya en Moscú llegó a manejar cuentas de marcas tan importantes como Pepsi. Sin embargo, fue el trabajo con la Cruz Roja lo que más motivó a Susette. “No había mucha plata detrás, por lo que me pedían que le dedicara poco tiempo a esa cuenta. Fue, en cambio, la que más me tiró”, dice.
“El ataque a la instalación de la Cruz Roja y la respuesta que me envió el presidente de la organización humanitaria se convirtió en un gran disparador que me hizo ver que no quería usar más la publicidad para vender una marca. Despertó en mí una inquietud social y otra manera de expresarme totalmente diferente”, recuerda a más de dos décadas de aquellos sucesos, sentada en el estudio que hoy cobija su labor creativa.
Esa forma de expresarse que fue tomando cuerpo en los años posteriores, en realidad, siempre estuvo dentro de ella. Susette provenía de una familia de varias generaciones de artistas. Su bisabuelo fue uno de los primeros fotógrafos de la historia y por ese derrotero siguieron su abuelo y su padre. “Por casa a veces pasaban más de cien personas por día para hacerse retratos. Eran tiempos en que no existían ni los teléfonos ni las cámaras digitales y el acto de sacarse una foto era un momento importante”, cuenta.
Su abuela, por otra parte, se dedicó a la pintura y la escultura. “Ella descubrió a los 65 años, tras una discusión familiar, que su padre en verdad resultó ser un pintor holandés muy conocido. Tras ese descubrimiento, en cada pintura o pieza que hacía ponía detrás Eureka, como diciendo ‘yo lo encontré’”, explica y rememora cómo fue crecer en ese ámbito: “Cuando era chica ayudaba a mi padre con su trabajo en el estudio, desde poner los precios de sus retratos ‒aunque tal vez yo era muy chica para eso‒ hasta asistirlo en sus muestras, algo que me enseñó la importancia de exponer tu obra. Al mismo tiempo esto generó en mí mucha presión, tengo que admitirlo. No quería seguir de la misma forma que él, porque vi que también pasaba por momentos muy difíciles y estresantes. Por eso arranqué a estudiar en la universidad una cosa totalmente distinta”.
Cursaste Comunicación y Relaciones Internacionales ¿Esa fue la razón? ¿Separarte de la tradición familiar?
Creo que conscientemente no, pues no sabía que tenía una influencia de mi padre. Sí sabía que tenía una parte intelectual que quería explotar. Me había ido a Estados Unidos por una beca de tenis y luego volví a Holanda. En ese momento no tenía la inquietud para apreciar el valor que me ofrecía mi pasado familiar. No me di cuenta. Después seguí a mi amor a Singapur y comenzó una vida internacional, lejos de mi propio país, algo que me costó mucho. Ahora tal vez pueda verbalizarlo mejor: esa búsqueda a pertenecer a algún lugar, buscar comunidad. Allí me inicié en el mundo de la publicidad. Le siguió la vida en Moscú, Nueva York. Luego vinieron los hijos. Y después comencé a buscar algo que estaba dentro, algo que había buscado en otros lugares, como la poesía, pero que realmente estaba en mi historia. La primera vez que me adentré en la fotografía fue con un mexicano, Carlos Amerigo, con quien tomé un taller en donde la tecnología no ejercía presión, sino que despertaba otra necesidad: la de decir cosas.
¿Es ya viviendo en Uruguay cuando decides aceptar la fotografía como forma de expresión, que te abriste a ese camino al cual te habías negado todo ese tiempo?
Sí, hace veinte años.
¿Cómo terminaste en Uruguay?
Al principio llegamos por el trabajo de mi esposo y nos quedamos dos años y medio. Ya teníamos tres hijos. Mi vida en ese momento estaba dedicada a criar a los pequeños y adaptarme a un país que, para mí, era un poco conservador. Tampoco era fácil aprender el idioma. Era todo un desafío. Después nos fuimos a Nueva York y durante la crisis financiera decidimos con mi pareja volver y dar una base a los chicos. Era un momento en que la incertidumbre se adueñaba del mercado financiero y dijimos: volvemos a la naturaleza, a los valores familiares. Nos instalamos de vuelta acá y no nos fuimos más.
¿El taller con el docente mexicano fue el puntapié inicial para encaminarte hacia la fotografía?
Amerigo despertó una parte que me sacó la presión familiar que había sentido siempre y me llevó a decirme “sí, yo puedo hacer esto y no necesito el aval de mi padre para seguir”. He compartido con mi padre muy pocos momentos. Él simbólicamente me regaló su cámara, con la que hice mi primer trabajo acá, que fue sobre hermanos del mismo sexo. Lo hice en ese taller y lo expusimos en la Intendencia de Montevideo. Fui volviendo a las cosas que había dejado mi padre luego de que mi abuelo falleciera. Ellos siempre habían trabajado juntos y de un momento a otro mi padre abandonó el blanco y negro y comenzó a experimentar con el color. Y yo adopté el blanco y negro. Para él fue difícil ver eso.
¿Qué te llevó a recorrer las colonias Etchepare y Santín Carlos Rossi? ¿Cómo se formó el proyecto Límites?
El director de una revista, que estaba en la comisión de obras de la Colonia Etchepare, me dijo un día: “Tenés que conocer un lugar, le llaman La Isla de los Locos, andá”. La primera vez entré sola, sin cámara, porque quería sentir. La cámara te da una protección que quizás es mejor a veces no tenerla para poder mirar bien. Entré y me pareció increíble lo que veía. Un director del lugar me dijo: “Susette, no te equivocas, la locura es un mal amor”. Yo estaba fascinada, pues hay una pureza en las conexiones que se establecen. Estuve un año y medio trabajando en ese lugar y terminó en dos exposiciones muy grandes sobre ese proyecto. Trabajé con la artista plástica Laura Sanjurjo y el realizador Alejandro Dubé. La primera exposición la hicimos en Holanda y fue como una prueba. El lugar era lejos, nadie se sentía atacado ni señalado. Cuando la hicimos acá me pareció muy importante llevarla a cabo lo más cuidada posible. Me hizo cuestionarme dónde estaba yo, en qué lugar me paraba con mi trabajo fotográfico documental. Quería reconocer que cada persona tiene nombre y apellidos. Cuando entré a trabajar en la colonia, como trescientas personas no sabían cómo se llamaban. Por eso hicimos una pared en la entrada de la exposición con todos los nombres, seguido de los retratos de cada uno de ellos.
¿A qué conclusiones llegaste después de convivir todo ese tiempo en las colonias?
Para mí fue descubrir que hay una conexión siempre entre las personas, que hay gente que puede sobrellevar esa soledad que tanto miedo me da a mí. Era un encuentro con tus propios miedos y al mismo tiempo constatar que aún en los lugares más difíciles la gente logra sobrevivir, reconocer lo poco que apreciamos las diversidades. Ver que hay un lugar a una hora y media de Montevideo donde hay mil personas alejadas de la sociedad y están ahí. Estamos bombardeados constantemente por imágenes terribles. Entonces, ¿cómo lograr que alguien mire esta realidad y quiera saber más? Para mí es buscando el encuentro, la humanidad, las cosas que tenemos en común.
La responsabilidad de contar historias
A inicios de la segunda década del presente siglo, Susette materializó un imponente libro, Soy. 75 mujeres-75 historias, resultado de una exploración de la sociedad uruguaya y la diversidad que ostenta. En dicha obra, la fotógrafa, a decir del músico y artista visual Santiago Tavella, logra imágenes de una importante carga afectiva en donde se produce una trasferencia entre las mujeres retratadas y la autora.
¿Por qué 75 mujeres? ¿Por qué ese número?
Mi padre, años antes, hizo una exposición muy grande de 75 retratos. De alguna forma, necesitaba definir un número para este proyecto y lo quise traer.
Resultó, pues, una vuelta a la tradición familiar. Por un lado, has querido tomar distancia del legado del que eres heredera, pero terminas volviendo a él.
Yo me alejé cuando no tenía una voz definida todavía. Cuando encontré mi propia voz, podía volver porque ya no era tan frágil, quizás, y tenía necesidad de tener a mi padre cerca. Me costó mucho decir que soy fotógrafa.
¿Qué criterios seguiste para seleccionar a las mujeres que aparecen en el libro?
Si lo hiciera hoy, sería un libro completamente distinto. En ese momento yo no estaba tan adentrada en la sociedad uruguaya ni distinguía bien las diferencias de los mundos diversos que conviven en ella. Hice una lista de qué te puede pasar como mujer en tu vida. Entonces está la monja, la maestra, la trabajadora sexual, una mujer con veinte hijos… El proyecto nació luego de una campaña que impulsamos en la Fundación Visionair contra la violencia hacia mujeres y niñas. Trabajamos mucho sobre esto, mostramos el problema, y es un tema del que hoy en día afortunadamente se habla más. Este libro resultó de ahí. Lo más lindo creo que fue la exposición. La hicimos en un callejón de un barrio de la ciudad en donde había problemas de drogas y violencia. En los muros hicimos un collage con las fotos del libro y poco a poco la gente se fue acercando a mirar lo que sucedía. Terminó todo en una gran fiesta donde cada vecino aportaba algo: hubo candombe, música, comidas. Fue algo muy hermoso.
La explotación sexual de menores es un tema muy espinoso y duro de tratar. Lo hiciste con tu trabajo 17.815, Cuídame que yo te cuidaré. ¿Cómo hiciste para adentrarte en él? ¿Cómo lograr que no te dañara mientras lo trabajabas?
Con Soy yo no tenía filtros ni defensas, no las necesitaba. Después de encontrarme con esas mujeres, que desnudaban por completo sus vidas, yo sentía un compromiso de contar sus historias. Cuando empecé a tratar la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes no tenía idea de qué manera abordar el tema. Debía primero realizar una gran investigación. Recuerdo que en una entrevista con Nano Folle, periodista de crímenes, él me dijo: “Susette, no son tus hijas. Entrás a un pueblo y te vas. No podés volver”. Ahí me di cuenta de que es un mundo muy oscuro. Ya lo sabía, pero ahí me di cuenta de que detrás existía todo un andamiaje de crimen organizado. Pero yo tenía una responsabilidad de contar esas historias de alguna forma.
Logramos un fondo de la Unión Europea que dividimos entre los actores que estábamos involucrados con este trabajo: el Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial de Niños, Niñas y Adolescencia, la ONG El Paso y la Fundación Visionair. De tal forma pudimos llevar adelante una campaña de sensibilización nacional, talleres con las víctimas y un trabajo documental fotográfico. Pude contar estas historias como yo quería. Un desafío así es difícil pararlo una vez que empezás.
¿Cómo pones el punto final a un proyecto que te lleva tanto esfuerzo y tiempo? ¿Cuándo dices “es hasta acá, esto es el trabajo terminado”? ¿Cómo haces para tomar luego una distancia?
En este proyecto el final fue muy duro. Me di cuenta de que era un mundo muy feo. En esa época mis hijos empezaron a salir de noche y yo me quedaba con mucha angustia en mi cama. Yo vi la noche, cómo era, recorrí los peores lugares. Y pensaba que estaban ellos ahí, como parte de esa noche en la cual también existían zonas terribles. Después de este proyecto hice un trabajo para Aldeas Infantiles en Paraguay sobre la niñez. Recorrí ese país sola y vi realidades muy duras. Luego me di cuenta de que debía alejarme para poder sanar. Es difícil. No sé si lo que sentís es culpa, pero te decís a ti misma que esas personas siguen ahí, todos los días. Lo más importante es definir cuál es tu rol, cuál es tu objetivo, y después hay otra gente que tiene otros roles, otros objetivos.
¿Qué valor tiene la fotografía para visibilizar estas realidades, estos problemas?
Tiene una fuerza muy potente. Hasta un punto.
¿Por qué hasta un punto?
Porque necesitás a otros para hacer el cambio. La colonia Etchepare sigue ahí, esa gente sigue viviendo ahí. Lamentablemente mis fotografías no lo cambiaron mucho. Sí, tal vez, le dio más humanidad a ese lugar, pero tampoco puedo pretender que lo puedo cambiar, aunque lo intentamos. Yo veo, lo muestro, conmuevo, denuncio, pero la respuesta no puede venir de mí. Por eso es una herramienta poderosa, pero hasta un punto.
Esa distancia te llevó a la cerámica, como decís, a tocar literalmente la tierra.
Fue un proceso para mí, pasar de estar enfrascada en proyectos de gran tamaño con instituciones locales e internacionales involucradas, a estar con arcilla en mis manos.
¿Este giro es una búsqueda personal? Cargás también una herencia familiar con esta manifestación. ¿Cuánto tiempo le dedicás a la cerámica?
De eso me di cuenta no el momento cuando empecé, sino después. El torno te da eso. No existe el tiempo detrás del torno. Es un proceso muy interno. Viene de ti, no depende de otro. Hace cuatro años que empecé, primero trabajando a mano y luego en un taller en donde metía seis horas por semana. Después me plantee cuál era el rumbo a seguir, si creaba un espacio para mí y darle un protagonismo a la cerámica. Recuerdo que hice un taller con Magela Ferrero y ella nos hizo un ejercicio que consistía en sacar una foto de una obra en comienzo y ponerse objetivos. Después de tres semanas o un mes sacabas una foto del final y escribías todo un diario sobre cómo lograste tus objetivos. Yo había puesto: tomar la cerámica más en serio, dedicarle por lo menos cuatro horas por día, dedicar una hora del día al arte en general (un libro, una película, lo que fuera) y un encuentro inspirador por semana. Tenía que creérmelo, porque si no me lo creía yo nadie más lo iba a hacer. Eso me ayudó un montón a dedicarme seriamente. Hoy en día puede que entre al estudio que he creado para trabajar a las diez de la mañana y salga a las cinco de la tarde. La primera pieza grande que hice, también en el taller de Magela, fue una especie de árbol genealógico en donde tenía que reflejar lo que me formó como persona. Hice un trabajo todo hecho a mano con 108 cuentas esféricas, que en la India se conoce como “yapa mala”, e incluí en cada una un papel con todo lo importante que me hizo el ser que soy hoy en día. Ahí me di cuenta de que en esta manifestación tenía una manera de expresarme y cosas que decir.
¿Cuál era el propósito de crear una fundación como Visionair?
En principio la idea de la fundación era enfocarnos en el medio ambiente, pero era 2002 y la situación social acá era muy difícil. Así que decidimos enfocarnos en proyectos sociales, usando mi fotografía como vía para visibilizar problemas que están presentes pero que no tienen mucha resonancia. Quisimos concientizar sobre mundos poco conocidos o iluminados, mostrar problemáticas de una manera distinta e impulsar proyectos diferentes. Cuando trabajamos el tema de la prematurez, la principal causa de muerte en niños menores de un año, creamos un fondo y logramos construir un hogar para madres; para la colonia Etchepare pudimos donar termotanques. Eso para mí es solo un detalle. Lo más importante fue el trabajo de concientización, de visibilizar estas problemáticas.
¿Ha sido difícil llegar a la gente, a los actores institucionales?
No ha sido difícil porque siempre lo hemos hecho de una forma diferente: valiéndonos del arte. Plotear una calle entera, por ejemplo, para visibilizar el papel de la mujer. Cuando tratamos la violencia contra las mujeres y niñas tuvimos el apoyo de Julio Bocca, quien preparó una intervención en la explanada del Solís a plena luz del día. Creo que ha habido también mucho respeto por parte de otras organizaciones a las que les ha gustado esta manera de llegar a las personas. Sí me pasó que en un momento fue muy difícil poder expresarme con la voz de la fundación y, por otro lado, con la voz de Susette fotógrafa. Trabajamos un proyecto detrás de otro, hasta que me di cuenta de que necesitábamos un break. Llegó un momento en donde nos planteamos si crecíamos y montábamos una estructura fija, con todo el alto costo administrativo que ello implica, o seguir haciendo proyectos puntuales, en los que el gasto administrativo es mínimo y la mayoría de los recursos van a las causas en las que trabajamos. Optamos por esto último.
¿Te desalienta ver que las realidades que has abordado no han cambiado?
En el momento que lo estás trabajando quizás sí, cuando ves que hay pocas respuestas. Pero siempre me dan más ganas de seguir, de buscar otras maneras, otras vías para expresarlo. Mi fotografía sirvió para mostrar muchas cosas, fue útil, y eso es reconfortante.
¿Cómo hacés para distribuirte entre tantos frentes: tu familia, el trabajo de la fundación, tu obra?
La fotografía ahora ha quedado relegada un poco a un segundo plano. No puedo dedicarme a full a la fotografía y a la cerámica a la vez. Decidí que ahora quiero centrarme en esta última, investigar, estudiarla bien. Es un desafío optimizar el tiempo y lograr acoplar el trabajo con el hogar, pues me parece importante formar una familia en la que los padres están presentes. Me doy cuenta de que el trabajo en la cerámica requiere mucha introspección, momentos de silencio, al contrario de los proyectos anteriores que requirieron mucha acción. Ahora que los chicos están grandes, tengo más tiempo para pensar, ver qué quiero hacer. Hay un peligro en la acción y es algo que necesito trabajar, la inacción te puede brindar muchísimo también. Creo que si hay pasión se hacen un montón de cosas.
Con Susette Kok, fotógrafa y ceramista
El arte no puede cambiar el mundo, pero sí hacerlo más humano
Por Fernando Sánchez
Hay momentos en la peripecia vital de una persona en los que un acontecimiento, por más lejano que sea, trastoca el camino que se ha venido construyendo y cambia por completo el horizonte que se proyectaba. Algo ocurre dentro, como un cisma, y ya nada vuelve a ser igual. En la segunda mitad de la década de los noventa del siglo pasado, en pleno auge del conflicto armado en Chechenia, un hospital de un pequeño pueblo de esa región del sur de Rusia, gestionado por la Cruz Roja Internacional, fue brutalmente atacado. Allí murieron varios miembros del personal sanitario que cada día atendía a decenas de personas.
A cientos de kilómetros de aquel pueblo, en la fría Moscú, la por entonces publicista Susette Kok (Hilversum, Holanda, 1967) quedó conmocionada al enterarse del despiadado ataque. Afectada por la noticia, sintió la necesidad de escribirle una carta al presidente del organismo internacional. Poco después llegó la respuesta a su misiva. El máximo responsable de la Cruz Roja le explicaba que todos los que trabajaban en el hospital lo hacían conscientes de la responsabilidad y el peligro, querían estar allí, aun cuando ello implicara un riesgo para sus vidas. “Nos mueve el amor por la humanidad”, expresaba la contestación. A partir de ese día algo dentro de Susette cambió.
Para entonces su carrera estaba en su mejor momento. A la capital rusa había llegado en una época oportuna, después de haber trabajado un tiempo en Singapur y afianzarse como directora de cuentas y estrategias de marca. El socialismo había caído unos años antes tras el proceso de la Perestroika y el ámbito de la publicidad era un terreno virgen y fértil. En el sudeste asiático había entrado en la industria publicitaria gracias a que su apellido, Kok, era muy común en China. Ya en Moscú llegó a manejar cuentas de marcas tan importantes como Pepsi. Sin embargo, fue el trabajo con la Cruz Roja lo que más motivó a Susette. “No había mucha plata detrás, por lo que me pedían que le dedicara poco tiempo a esa cuenta. Fue, en cambio, la que más me tiró”, dice.
“El ataque a la instalación de la Cruz Roja y la respuesta que me envió el presidente de la organización humanitaria se convirtió en un gran disparador que me hizo ver que no quería usar más la publicidad para vender una marca. Despertó en mí una inquietud social y otra manera de expresarme totalmente diferente”, recuerda a más de dos décadas de aquellos sucesos, sentada en el estudio que hoy cobija su labor creativa.
Esa forma de expresarse que fue tomando cuerpo en los años posteriores, en realidad, siempre estuvo dentro de ella. Susette provenía de una familia de varias generaciones de artistas. Su bisabuelo fue uno de los primeros fotógrafos de la historia y por ese derrotero siguieron su abuelo y su padre. “Por casa a veces pasaban más de cien personas por día para hacerse retratos. Eran tiempos en que no existían ni los teléfonos ni las cámaras digitales y el acto de sacarse una foto era un momento importante”, cuenta.
Su abuela, por otra parte, se dedicó a la pintura y la escultura. “Ella descubrió a los 65 años, tras una discusión familiar, que su padre en verdad resultó ser un pintor holandés muy conocido. Tras ese descubrimiento, en cada pintura o pieza que hacía ponía detrás Eureka, como diciendo ‘yo lo encontré’”, explica y rememora cómo fue crecer en ese ámbito: “Cuando era chica ayudaba a mi padre con su trabajo en el estudio, desde poner los precios de sus retratos ‒aunque tal vez yo era muy chica para eso‒ hasta asistirlo en sus muestras, algo que me enseñó la importancia de exponer tu obra. Al mismo tiempo esto generó en mí mucha presión, tengo que admitirlo. No quería seguir de la misma forma que él, porque vi que también pasaba por momentos muy difíciles y estresantes. Por eso arranqué a estudiar en la universidad una cosa totalmente distinta”.
Cursaste Comunicación y Relaciones Internacionales ¿Esa fue la razón? ¿Separarte de la tradición familiar?
Creo que conscientemente no, pues no sabía que tenía una influencia de mi padre. Sí sabía que tenía una parte intelectual que quería explotar. Me había ido a Estados Unidos por una beca de tenis y luego volví a Holanda. En ese momento no tenía la inquietud para apreciar el valor que me ofrecía mi pasado familiar. No me di cuenta. Después seguí a mi amor a Singapur y comenzó una vida internacional, lejos de mi propio país, algo que me costó mucho. Ahora tal vez pueda verbalizarlo mejor: esa búsqueda a pertenecer a algún lugar, buscar comunidad. Allí me inicié en el mundo de la publicidad. Le siguió la vida en Moscú, Nueva York. Luego vinieron los hijos. Y después comencé a buscar algo que estaba dentro, algo que había buscado en otros lugares, como la poesía, pero que realmente estaba en mi historia. La primera vez que me adentré en la fotografía fue con un mexicano, Carlos Amerigo, con quien tomé un taller en donde la tecnología no ejercía presión, sino que despertaba otra necesidad: la de decir cosas.
¿Es ya viviendo en Uruguay cuando decides aceptar la fotografía como forma de expresión, que te abriste a ese camino al cual te habías negado todo ese tiempo?
Sí, hace veinte años.
¿Cómo terminaste en Uruguay?
Al principio llegamos por el trabajo de mi esposo y nos quedamos dos años y medio. Ya teníamos tres hijos. Mi vida en ese momento estaba dedicada a criar a los pequeños y adaptarme a un país que, para mí, era un poco conservador. Tampoco era fácil aprender el idioma. Era todo un desafío. Después nos fuimos a Nueva York y durante la crisis financiera decidimos con mi pareja volver y dar una base a los chicos. Era un momento en que la incertidumbre se adueñaba del mercado financiero y dijimos: volvemos a la naturaleza, a los valores familiares. Nos instalamos de vuelta acá y no nos fuimos más.
¿El taller con el docente mexicano fue el puntapié inicial para encaminarte hacia la fotografía?
Amerigo despertó una parte que me sacó la presión familiar que había sentido siempre y me llevó a decirme “sí, yo puedo hacer esto y no necesito el aval de mi padre para seguir”. He compartido con mi padre muy pocos momentos. Él simbólicamente me regaló su cámara, con la que hice mi primer trabajo acá, que fue sobre hermanos del mismo sexo. Lo hice en ese taller y lo expusimos en la Intendencia de Montevideo. Fui volviendo a las cosas que había dejado mi padre luego de que mi abuelo falleciera. Ellos siempre habían trabajado juntos y de un momento a otro mi padre abandonó el blanco y negro y comenzó a experimentar con el color. Y yo adopté el blanco y negro. Para él fue difícil ver eso.
¿Qué te llevó a recorrer las colonias Etchepare y Santín Carlos Rossi? ¿Cómo se formó el proyecto Límites?
El director de una revista, que estaba en la comisión de obras de la Colonia Etchepare, me dijo un día: “Tenés que conocer un lugar, le llaman La Isla de los Locos, andá”. La primera vez entré sola, sin cámara, porque quería sentir. La cámara te da una protección que quizás es mejor a veces no tenerla para poder mirar bien. Entré y me pareció increíble lo que veía. Un director del lugar me dijo: “Susette, no te equivocas, la locura es un mal amor”. Yo estaba fascinada, pues hay una pureza en las conexiones que se establecen. Estuve un año y medio trabajando en ese lugar y terminó en dos exposiciones muy grandes sobre ese proyecto. Trabajé con la artista plástica Laura Sanjurjo y el realizador Alejandro Dubé. La primera exposición la hicimos en Holanda y fue como una prueba. El lugar era lejos, nadie se sentía atacado ni señalado. Cuando la hicimos acá me pareció muy importante llevarla a cabo lo más cuidada posible. Me hizo cuestionarme dónde estaba yo, en qué lugar me paraba con mi trabajo fotográfico documental. Quería reconocer que cada persona tiene nombre y apellidos. Cuando entré a trabajar en la colonia, como trescientas personas no sabían cómo se llamaban. Por eso hicimos una pared en la entrada de la exposición con todos los nombres, seguido de los retratos de cada uno de ellos.
¿A qué conclusiones llegaste después de convivir todo ese tiempo en las colonias?
Para mí fue descubrir que hay una conexión siempre entre las personas, que hay gente que puede sobrellevar esa soledad que tanto miedo me da a mí. Era un encuentro con tus propios miedos y al mismo tiempo constatar que aún en los lugares más difíciles la gente logra sobrevivir, reconocer lo poco que apreciamos las diversidades. Ver que hay un lugar a una hora y media de Montevideo donde hay mil personas alejadas de la sociedad y están ahí. Estamos bombardeados constantemente por imágenes terribles. Entonces, ¿cómo lograr que alguien mire esta realidad y quiera saber más? Para mí es buscando el encuentro, la humanidad, las cosas que tenemos en común.
La responsabilidad de contar historias
A inicios de la segunda década del presente siglo, Susette materializó un imponente libro, Soy. 75 mujeres-75 historias, resultado de una exploración de la sociedad uruguaya y la diversidad que ostenta. En dicha obra, la fotógrafa, a decir del músico y artista visual Santiago Tavella, logra imágenes de una importante carga afectiva en donde se produce una trasferencia entre las mujeres retratadas y la autora.
¿Por qué 75 mujeres? ¿Por qué ese número?
Mi padre, años antes, hizo una exposición muy grande de 75 retratos. De alguna forma, necesitaba definir un número para este proyecto y lo quise traer.
Resultó, pues, una vuelta a la tradición familiar. Por un lado, has querido tomar distancia del legado del que eres heredera, pero terminas volviendo a él.
Yo me alejé cuando no tenía una voz definida todavía. Cuando encontré mi propia voz, podía volver porque ya no era tan frágil, quizás, y tenía necesidad de tener a mi padre cerca. Me costó mucho decir que soy fotógrafa.
¿Qué criterios seguiste para seleccionar a las mujeres que aparecen en el libro?
Si lo hiciera hoy, sería un libro completamente distinto. En ese momento yo no estaba tan adentrada en la sociedad uruguaya ni distinguía bien las diferencias de los mundos diversos que conviven en ella. Hice una lista de qué te puede pasar como mujer en tu vida. Entonces está la monja, la maestra, la trabajadora sexual, una mujer con veinte hijos… El proyecto nació luego de una campaña que impulsamos en la Fundación Visionair contra la violencia hacia mujeres y niñas. Trabajamos mucho sobre esto, mostramos el problema, y es un tema del que hoy en día afortunadamente se habla más. Este libro resultó de ahí. Lo más lindo creo que fue la exposición. La hicimos en un callejón de un barrio de la ciudad en donde había problemas de drogas y violencia. En los muros hicimos un collage con las fotos del libro y poco a poco la gente se fue acercando a mirar lo que sucedía. Terminó todo en una gran fiesta donde cada vecino aportaba algo: hubo candombe, música, comidas. Fue algo muy hermoso.
La explotación sexual de menores es un tema muy espinoso y duro de tratar. Lo hiciste con tu trabajo 17.815, Cuídame que yo te cuidaré. ¿Cómo hiciste para adentrarte en él? ¿Cómo lograr que no te dañara mientras lo trabajabas?
Con Soy yo no tenía filtros ni defensas, no las necesitaba. Después de encontrarme con esas mujeres, que desnudaban por completo sus vidas, yo sentía un compromiso de contar sus historias. Cuando empecé a tratar la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes no tenía idea de qué manera abordar el tema. Debía primero realizar una gran investigación. Recuerdo que en una entrevista con Nano Folle, periodista de crímenes, él me dijo: “Susette, no son tus hijas. Entrás a un pueblo y te vas. No podés volver”. Ahí me di cuenta de que es un mundo muy oscuro. Ya lo sabía, pero ahí me di cuenta de que detrás existía todo un andamiaje de crimen organizado. Pero yo tenía una responsabilidad de contar esas historias de alguna forma.
Logramos un fondo de la Unión Europea que dividimos entre los actores que estábamos involucrados con este trabajo: el Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial de Niños, Niñas y Adolescencia, la ONG El Paso y la Fundación Visionair. De tal forma pudimos llevar adelante una campaña de sensibilización nacional, talleres con las víctimas y un trabajo documental fotográfico. Pude contar estas historias como yo quería. Un desafío así es difícil pararlo una vez que empezás.
¿Cómo pones el punto final a un proyecto que te lleva tanto esfuerzo y tiempo? ¿Cuándo dices “es hasta acá, esto es el trabajo terminado”? ¿Cómo haces para tomar luego una distancia?
En este proyecto el final fue muy duro. Me di cuenta de que era un mundo muy feo. En esa época mis hijos empezaron a salir de noche y yo me quedaba con mucha angustia en mi cama. Yo vi la noche, cómo era, recorrí los peores lugares. Y pensaba que estaban ellos ahí, como parte de esa noche en la cual también existían zonas terribles. Después de este proyecto hice un trabajo para Aldeas Infantiles en Paraguay sobre la niñez. Recorrí ese país sola y vi realidades muy duras. Luego me di cuenta de que debía alejarme para poder sanar. Es difícil. No sé si lo que sentís es culpa, pero te decís a ti misma que esas personas siguen ahí, todos los días. Lo más importante es definir cuál es tu rol, cuál es tu objetivo, y después hay otra gente que tiene otros roles, otros objetivos.
¿Qué valor tiene la fotografía para visibilizar estas realidades, estos problemas?
Tiene una fuerza muy potente. Hasta un punto.
¿Por qué hasta un punto?
Porque necesitás a otros para hacer el cambio. La colonia Etchepare sigue ahí, esa gente sigue viviendo ahí. Lamentablemente mis fotografías no lo cambiaron mucho. Sí, tal vez, le dio más humanidad a ese lugar, pero tampoco puedo pretender que lo puedo cambiar, aunque lo intentamos. Yo veo, lo muestro, conmuevo, denuncio, pero la respuesta no puede venir de mí. Por eso es una herramienta poderosa, pero hasta un punto.
Esa distancia te llevó a la cerámica, como decís, a tocar literalmente la tierra.
Fue un proceso para mí, pasar de estar enfrascada en proyectos de gran tamaño con instituciones locales e internacionales involucradas, a estar con arcilla en mis manos.
¿Este giro es una búsqueda personal? Cargás también una herencia familiar con esta manifestación. ¿Cuánto tiempo le dedicás a la cerámica?
De eso me di cuenta no el momento cuando empecé, sino después. El torno te da eso. No existe el tiempo detrás del torno. Es un proceso muy interno. Viene de ti, no depende de otro. Hace cuatro años que empecé, primero trabajando a mano y luego en un taller en donde metía seis horas por semana. Después me plantee cuál era el rumbo a seguir, si creaba un espacio para mí y darle un protagonismo a la cerámica. Recuerdo que hice un taller con Magela Ferrero y ella nos hizo un ejercicio que consistía en sacar una foto de una obra en comienzo y ponerse objetivos. Después de tres semanas o un mes sacabas una foto del final y escribías todo un diario sobre cómo lograste tus objetivos. Yo había puesto: tomar la cerámica más en serio, dedicarle por lo menos cuatro horas por día, dedicar una hora del día al arte en general (un libro, una película, lo que fuera) y un encuentro inspirador por semana. Tenía que creérmelo, porque si no me lo creía yo nadie más lo iba a hacer. Eso me ayudó un montón a dedicarme seriamente. Hoy en día puede que entre al estudio que he creado para trabajar a las diez de la mañana y salga a las cinco de la tarde. La primera pieza grande que hice, también en el taller de Magela, fue una especie de árbol genealógico en donde tenía que reflejar lo que me formó como persona. Hice un trabajo todo hecho a mano con 108 cuentas esféricas, que en la India se conoce como “yapa mala”, e incluí en cada una un papel con todo lo importante que me hizo el ser que soy hoy en día. Ahí me di cuenta de que en esta manifestación tenía una manera de expresarme y cosas que decir.
¿Cuál era el propósito de crear una fundación como Visionair?
En principio la idea de la fundación era enfocarnos en el medio ambiente, pero era 2002 y la situación social acá era muy difícil. Así que decidimos enfocarnos en proyectos sociales, usando mi fotografía como vía para visibilizar problemas que están presentes pero que no tienen mucha resonancia. Quisimos concientizar sobre mundos poco conocidos o iluminados, mostrar problemáticas de una manera distinta e impulsar proyectos diferentes. Cuando trabajamos el tema de la prematurez, la principal causa de muerte en niños menores de un año, creamos un fondo y logramos construir un hogar para madres; para la colonia Etchepare pudimos donar termotanques. Eso para mí es solo un detalle. Lo más importante fue el trabajo de concientización, de visibilizar estas problemáticas.
¿Ha sido difícil llegar a la gente, a los actores institucionales?
No ha sido difícil porque siempre lo hemos hecho de una forma diferente: valiéndonos del arte. Plotear una calle entera, por ejemplo, para visibilizar el papel de la mujer. Cuando tratamos la violencia contra las mujeres y niñas tuvimos el apoyo de Julio Bocca, quien preparó una intervención en la explanada del Solís a plena luz del día. Creo que ha habido también mucho respeto por parte de otras organizaciones a las que les ha gustado esta manera de llegar a las personas. Sí me pasó que en un momento fue muy difícil poder expresarme con la voz de la fundación y, por otro lado, con la voz de Susette fotógrafa. Trabajamos un proyecto detrás de otro, hasta que me di cuenta de que necesitábamos un break. Llegó un momento en donde nos planteamos si crecíamos y montábamos una estructura fija, con todo el alto costo administrativo que ello implica, o seguir haciendo proyectos puntuales, en los que el gasto administrativo es mínimo y la mayoría de los recursos van a las causas en las que trabajamos. Optamos por esto último.
¿Te desalienta ver que las realidades que has abordado no han cambiado?
En el momento que lo estás trabajando quizás sí, cuando ves que hay pocas respuestas. Pero siempre me dan más ganas de seguir, de buscar otras maneras, otras vías para expresarlo. Mi fotografía sirvió para mostrar muchas cosas, fue útil, y eso es reconfortante.
¿Cómo hacés para distribuirte entre tantos frentes: tu familia, el trabajo de la fundación, tu obra?
La fotografía ahora ha quedado relegada un poco a un segundo plano. No puedo dedicarme a full a la fotografía y a la cerámica a la vez. Decidí que ahora quiero centrarme en esta última, investigar, estudiarla bien. Es un desafío optimizar el tiempo y lograr acoplar el trabajo con el hogar, pues me parece importante formar una familia en la que los padres están presentes. Me doy cuenta de que el trabajo en la cerámica requiere mucha introspección, momentos de silencio, al contrario de los proyectos anteriores que requirieron mucha acción. Ahora que los chicos están grandes, tengo más tiempo para pensar, ver qué quiero hacer. Hay un peligro en la acción y es algo que necesito trabajar, la inacción te puede brindar muchísimo también. Creo que si hay pasión se hacen un montón de cosas.