Sin exagerar podría decirse que la danza ha acompañado a Sofía Sajac durante toda su vida. Desde que siendo una niña comenzó a estudiar ballet con Margaret Graham y Tito Barbón en la Escuela Nacional de Danza, hasta que a finales de 2017 culminó una etapa de siete años como codirectora del Ballet Nacional del Sodre (BNS) al lado de Julio Bocca. Pero en tanto la danza –como la vida– no se detiene, Sajac abrió en una espléndida casona del Prado montevideano el Conservatorio de Danza Sajac-Nardacioni, donde asisten tanto pequeñas niñas que aspiran a ser bailarinas de ballet como adultos que ya no soportaban más haber postergado durante mucho tiempo sus deseos de bailar. En la siguiente entrevista Dossier intentó repasar los hechos más destacados de la extensa trayectoria de la artista.
¿Cómo comenzó tu pasión por el ballet y qué recordás de la primera vez que bailaste en público?
Mis comienzos fueron de casualidad, en la Escuela Nacional de Danza, porque la profesora de gimnasia le dijo a mi madre que yo tenía condiciones físicas para hacer algo referido a la danza, entonces ella vio en una publicación que había inscripciones abiertas para la Escuela Nacional de Danza. En mi casa no eran fanáticos del ballet, mi padre tocaba la guitarra clásica y mi abuelo, el piano, o sea que el gusto artístico estaba, pero no específicamente por el ballet. Me presenté entre 650 niñas, y para mí fue como un juego absoluto. Y así quedé en la Escuela en donde viví un tiempo en el que no sabía muy bien qué era lo que estaba haciendo. Tenía ocho, casi nueve años, cuando ingresé. Mi primer carné decía “Bueno Regular”, entonces mi madre fue a hablar con Margaret Graham a ver si yo realmente era buena o estábamos perdiendo el tiempo. Y Graham le dijo que era una muy buena nota para empezar. Ahí se ve la exigencia de la Escuela, porque, por ejemplo en primaria, un bueno regular es otra cosa. Así que mi transcurrir en la Escuela fue de manera muy lúdica. Nunca faltaba, siempre fui muy constante, por naturaleza o por educación familiar. Y en un momento me di cuenta de que bailar me encantaba. Por lo que una vez terminada la Escuela llegó el momento para presentarme al Sodre, en donde había concursos cada seis años. (A causa de esta frecuencia tan espaciada de los concursos es que hubo camadas enteras de bailarines que se fueron del país). Mi madre pensaba que yo era muy chica: “Tenés dieciséis años”, me decía. Finalmente me presenté y entramos siete bailarinas. Ahí comenzó mi carrera profesional.
Respecto a lo primero que bailé, tengo tres recuerdos simultáneos. Uno es cuando tuve que cubrir un lugar de un concierto de Eduardo Ramírez, que era el coreógrafo y director de la compañía. Me acuerdo que íbamos vestidos de azul y de que no tenía mucha idea de lo que tenía que hacer porque no había tenido ensayo. El asunto era “salí y resolvé”. Después tengo muy presente otro momento, en que la solista Mónica Díaz estaba lastimada, el espectáculo era La Piaf, y entonces me eligieron. Y si bien no era complicado te sentías expuesta por estar allí delante de todos y al lado de gente que tenía experiencia. Pero bueno, me mandaban y allá iba yo y lo hacía. Y la verdad era que la pasaba muy bien, no tenía momentos de nervios, me encantaban esos desafíos. Y la más fuerte fue una vez que estaba haciendo ejercicios antes de una función en la que yo no tenía que bailar nada. Domingo Vera estaba haciendo un ballet que se llamaba Satori y una de las cuatro principales bailarinas se lastimó y (mientras yo estaba en la barra) me dijo: “Sofía, tenés que entrar vos”. Y ahí sí casi infarto, porque me faltaba ensayo, no sabía bien la coda final. Terminé toda acalambrada pero feliz. Me encantaba esa adrenalina que se genera y además no sé, el escenario me daba mucha seguridad.
¿Entonces nunca sentiste pánico escénico?
Sí lo sentí, pero por otras cosas. Por cosas personales que me pasaron que hicieron que estuviera más sensible. Pero por el solo hecho de entrar al escenario, nunca lo viví. Lo que sentí a medida que pasaba el tiempo es más responsabilidad, porque en los comienzos uno es más inconsciente, y luego te volvés más exigente y más consciente de lo que estás haciendo. Te vas volviendo mucho más autocrítico.
Yendo al otro extremo de tu carrera: ¿cómo fue y qué sentiste durante tu última actuación, hace ya siete años?
Fue fantástica, no me imaginaba retirarme haciendo el Hada de Azúcar [personaje de El Cascanueces], porque lo que menos soy es un Hada de Azúcar, pero en realidad la función de homenaje fue como un mimo, un reconocimiento. Me sentí súper bien, no lo sentí como un duelo sino como el final de una carrera que así como empieza se termina. Que en el caso de un bailarín se comienza muy joven y se termina relativamente joven. Además yo dejé de bailar porque apareció la propuesta de Julio [Bocca] para que fuera codirectora del BNS, nunca lo dije pero en realidad fue así. Entonces ahí yo dije, bueno, con 42 años, sintiéndome satisfecha con mi carrera y teniendo la oportunidad de trabajar junto a una persona con esa trayectoria, me parece poco inteligente no aceptarlo. Me sentí muy reconocida por que alguien con esa trayectoria en el mundo de la danza me diera esa posibilidad. A su vez, esa propuesta también me estaba diciendo “ya está”: yo siempre decía que si en un momento no me daba cuenta de que no podía bailar más, me avisaran… Como me dijo mi hijo, dos o tres años antes de eso: “Mamá, vos ya no estás para el tutú rosado”. Cruel pero cierto. Volviendo a esa última actuación: la verdad es que me sentí privilegiada porque es algo que no se había hecho nunca. Hay una cantidad de bailarines que se hubiesen merecido eso mismo y no lo tuvieron.
Vamos ahora al cuarto de siglo que duró tu trayectoria como bailarina: ¿qué maestros fueron los que más te marcaron y por qué razones?
Me marcó Margaret Graham, Tito Barbón, todos los maestros de la Escuela de Danza, cada uno con su manera diferente de exigir, los respetaba muchísimo, me enseñaron qué es la disciplina. Después esa cosa medio desfachatada que tenía Eduardo Ramírez, que hacía que le perdieses el miedo a todo. Domingo Vera, un coreógrafo que yo quería muchísmo, que te cuidaba y lo daba todo. Voy mencionando por orden: Alberto Alonso cuando llegó en el 86 e hicimos Delmira en el Solís. O sea, un gran coreógrafo como él me eligió a mí, que era una chiquilina, para hacer a Delmira. Él fue el que me enseñó a estudiar para representar un personaje. Recuerdo que me encerró en la Biblioteca Nacional, literalmente, y me dijo: “Hasta que no sepas de principio a fin quién fue y qué hizo Delmira Agustini no salís de la biblioteca”. Ese fue mi primer ensayo. Y me pareció increíble. La verdad es que yo no tenía idea de quién era Delmira. Aprendí de esa manera cómo uno puede construir un personaje. Igual que en teatro, sólo que después no tenés palabras y lo tenés que poner en el cuerpo, o sea que hay que tener hasta más información, saber qué te pasa, en dónde estás. Viniendo más para acá en el tiempo está Natalia Makarova (que ya no bailaba), con la que tuve la suerte de trabajar. Nunca fui de tener grandes ídolos en el ballet; es más, me gustaba más bailar que ver bailar. Pero sin embargo uno de mis referentes era Natalia Makarova. Y en la época de la Escuela de Danza, que no había internet, tenía una maestra, Mónica Díaz, que era una “genia. Ella tenía un VHS con una grabación de Makarova haciendo El lago de los cisnes completo. Yo admiraba la calidad de movimientos que tenía. Y lo miré 250 veces, me lo devoré. Entonces lo genial fue poder trabajar con ella sentada al lado, preguntándome en un ensayo qué pensaba sobre tal bailarina o tal aspecto. No podía creer que una persona como ella me pidiera una opinión artística a mí… Que estuviéramos compartiendo eso. Otro que me marcó fue Mauricio Wainrot, un coreógrafo que para mí es maravilloso, Gigi Caciuleanu, también maravilloso. Muchos maestros cubanos también me marcaron por ser tan tesoneros, por su forma de trabajar increíble, por ese concepto de la responsabilidad y de la dedicación total. Tuve a Fernando Alonso, a Alicia Alonso (que me tomó un ensayo de Don Quijote en Buenos Aires y no lo podía creer), y a Alberto Alonso y a su hija, Laura Alonso. Increíble, porque saliendo poco del país, a “los Alonso” los tuve a todos. Fernando Alonso fue el que me vio bailar y me invitó para ir a Cuba con una beca por seis meses en 1991, y eso me cambió la vida. Porque vi las necesidades que pasaban y la intensidad con que trabajaban. Ensayaban mucho más horas por día que acá.
¿Cuál fue el ballet que más te gustó bailar en toda tu carrera?
Para mí la, la verdad, el mejor ballet que bailé en mi vida fue “El Tranvía” [Un tranvía llamado Deseo] de Mauricio Wainrot. No sé si lo bailé bien, pero sí fue lo que más me gustó hacer. Me marcó porque es una historia fuertísima y me encantó que me pasara eso con otra madurez, ya que tenía 41 años.
¿El ballet siempre fue algo excluyente para ti, o también te ha interesado la danza moderna y contemporánea?
Al principio te diría que sólo me interesaban las zapatillas de punta, después me di cuenta de que todo es danza: la contemporánea, la neoclásica, la moderna (como se llamaba en su momento), el tango, el candombe… Me parece que esa diversidad te nutre. Creo que los que pueden hacer todo son los grandes bailarines. Porque hay que usar más vocabulario, uno debe tener más herramientas a su disposición, por eso requiere más técnica.
También es cierto que en el espectro de la danza tenemos como dos extremos: lo aéreo del ballet clásico y el contacto con el suelo de la danza contemporánea.
Pero justamente, eso es lo interesante, por ejemplo que una chica que está acostumbrada a bailar en puntas (algo etéreo y aéreo) deba tomar contacto con el piso. El bailarín clásico también tiene contacto con el piso, debe “mover” el piso para subirse a la punta.
¿Cuáles son las principales condiciones que hacen posible que un principiante llegue a ser un buen bailarín?
Una de las condiciones más importantes que debe tener un bailarín es la inteligencia, tener buen oído y, por supuesto, condiciones físicas. Pero primero tiene que ser inteligente, tener la cabeza bien puesta y saber evaluar la importancia de las correcciones. Por ejemplo cuando alguien te dice “no está mal”, en lugar de “está bien”. Yo misma me escuché diciendo eso y pensé: “Qué sobreexigentes que somos”, pero es que estamos buscando lo mejor de cada uno. Es la manera de llegar más alto.
A la luz del enorme éxito del BNS desde que Julio Bocca tomó su dirección, quedó casi olvidado un pasado muy difícil de la institución estatal, cuando hasta las condiciones materiales del ballet eran lamentables. ¿Qué recordás de esos años y cuál fue la clave para seguir adelante permaneciendo en el Sodre y quedándote en Uruguay? Me consta que se podría escribir un libro sobre esto.
Justo el otro me estaba diciendo una amiga y colega que deberíamos escribir un libro con anécdotas. Fueron años muy difíciles, pero creo que las personas que lo tienen todo muchas veces logran menos que cuando se pasan necesidades. Vos llegás a un lugar donde no tenés zapatillas, no tenés un director por lo cual hay que ir a golpear la puerta de una embajada para conseguir uno, no tenés un teatro en condiciones… Pero vos peleás porque lo que querés es bailar. Siempre nos faltaron muchísimas condiciones. Pero también hubo momentos buenos en los que pudimos bailar temporadas en el Solís con orquesta. Y también maestros que la pelearon mucho, como Eduardo Ramírez, que llegó a pegar florcitas en los vestidos. Lo que digo es que esa lucha, que era un dolor de cabeza, cuando había asambleas que duraban tres o cuatro horas y uno se iba sin energías y sin una solución, te fortalecía. Las zapatillas de punta llegaban tres días antes de una función. Y teníamos que hacer El lago de los cisnes, entonces vos decías “qué hacemos”, habíamos ensayado todo el tiempo con las de media punta… Y al público no le importa el problema que tuviste con las zapatillas, lo que le importa es la calidad del espectáculo. Hicimos de todo para que escucharan nuestros reclamos: salimos a bailar a la calle, nos poníamos máscaras para reclamar un director. Todo esto fue por los años noventa. Fueron años complicados pero el espíritu de lucha te sostiene. Yo tuve oportunidad de irme, me acuerdo que una maestra que tuvimos me dijo “te tenés que ir”. Vino un ballet de Francia, el Ballet du Nord, y me invitaron para hacer una audición en Buenos Aires. Pero situaciones personales, como la muerte de mi hermano en un accidente, me condicionaron mucho para no irme. Creo que todas esas ausencias de cosas (no había ni hilo para que las modistas cosieran el vestuario) nos fortaleció mucho. Y qué pasa: ahora abrís la heladera, en el nuevo teatro, y tenés todo, entonces la cerrás la heladera y decís “no tengo hambre”. Eso para mí es muy importante. Muchas veces lo hablé con Julio [Bocca]: ¿Cómo no se dan cuenta de todo lo que tienen? Sé que es otra generación, es otra era, nosotros venimos de una época mucho más dramática. Ahora entrás a internet y te aparecen 250 opciones, y es tan fácil como apretar un botón. Esto modifica tu manera de ser.
¿Imaginaste alguna vez que ibas a llegar a desempeñarte como codirectora del BNS y nada menos que al lado de Julio Bocca?
No, no me imaginé junto a Julio Bocca. Sí pensé varias veces qué iba a hacer cuando dejase de bailar, aunque no en términos concretos. Pero trabajar junto a Julio implicó un gran aprendizaje, en primer término porque trabajar con él no es fácil. Después, tener que asumir que ya no trabajás pensando en ti sino que hay que pensar en el espectáculo y en el otro. A veces tenés que tomar decisiones que son supercrueles, y es duro hacer eso; me llevó un proceso de dolor y hasta de llanto. Porque pasé de ser compañera de los bailarines a estar del otro lado. Además los bailarines somos crueles: viene un maestro y los bancamos quince días, después comienzan los comentarios como “qué pesado, siempre la misma clase”. Es un tipo de queja que está instalada, y cuando estás del otro lado tenés que aprender a vivir con eso. Entonces aprendí que uno no tiene que agradarle al bailarín, sino conseguir el resultado de la manera en que considerás que es la mejor.
¿En qué sentido no es fácil trabajar con Julio Bocca, según expresaste?
Julio quiere todo para ayer… Él era muy expresivo arriba del escenario pero no puede articular tanto abajo, aunque se ha modificado con el tiempo. Él quiere las cosas y de repente no te dice bien cómo las quiere. Pero tampoco te da la libertad para que llegues por tus propios medios. Cuando uno lo conoce se da cuenta de cómo piensa, pero tenés que interpretarlo. No es una persona fácil de conocer desde el vamos. Por otra parte, tiene un lado muy simple pero a la vez complejo. Es una persona complicada, porque además viene de un lugar, una fama… O sea, uno diría, “qué difícil que es ser Julio Bocca”. Porque está acostumbrado a vivir como una figura excepcional. Pero nos llegamos a conocer y pude llegar a decirle todo lo que pensaba: bien, mal o regular de él, y viceversa. Nunca me decía “tenés razón”, pero en algunos casos me daba la razón haciendo lo que yo decía. A él le cuesta mucho decir “gracias”. Por ejemplo un día (yo no estaba como directora sino bailando) el Sodre cumplía 75 años y yo hacía un pas de deux de Raimunda, y le comento “decime algo”, y me contesta: “qué querés que te diga, disfrutá”. Porque creo que le cuesta conectarse con las emociones. Es como si me hubiera dicho “no jodas, te va a salir bien”. No sé qué le pasa, en realidad. Sin embargo tiene otros momentos en que es supercariñoso, superafectuoso. Pero esto tiene que ser en un lugar que no lo vea nadie.
Una vez que renunció Bocca tu nombre figuró entre los tres candidatos para dirigir el BNS (junto con el de María Riccetto y el de Igor Yebra). ¿Cómo viste esa posibilidad?
Imposible. No quería. Además nadie propuso mi nombre…
¿Y por qué trascendió eso?
Porque seguramente a algún periodista se le ocurrió citar mi nombre. A mí en realidad nadie vino a ofrecerme dirigir la compañía ni a brindarme su apoyo para hacerlo. Ni el propio Julio. Porque hice un trabajo muy invisible, como todo el equipo de gestión y sobre todo el artístico, y los aplausos se los llevaba Julio. Pero trabajábamos en equipo, y era un equipo grande. En ese sentido creo que faltó reconocimiento. Entonces, si yo desde el vamos voy a partir en repecho no me interesa. Luego que surgió mi nombre, que no sé quién lo tiró, yo misma fui al Consejo Directivo y les dije que contaban con mi apoyo pero que yo no quería la dirección. Yo lo hice, ellos no me llamaron. Además no sentía que fuera el momento para dirigir la compañía. A la única persona que Julio propuso fue a Igor Yebra, tampoco propuso a María Noel [Riccetto] ni me propuso a mí, que era su codirectora y su mano derecha. Propuso a otra persona fuera del área. Tengo entendido que María se propuso de alguna manera y por eso le dolió que no le dijeran nada. A mí también me dolió. Así que creo que es una mentira.
¿Cómo fue tu desvinculación del BNS?
Me desvinculé del BNS tres semanas antes de que terminara el año [2017]. Fue un poco mal manejado, tiempo después hablé con el Consejo y se los dije en una reunión que tuve con ellos cuando empezó este año. Es totalmente lógico que si viene a dirigir una persona [Igor Yebra] que no conozco y no me conoce, traiga a su gente y no me quiera poner como codirectora. Lo que sí me sorprendió un poco es que se cambiase tanta gente del grupo de gestión artística. Repito: me sorprendió, no me parece ni mal ni bien. Pero bueno, cada director es dueño de hacer lo que quiera. Igor me llamó por teléfono y yo le dije: “Mirá, la verdad, sentite en toda tu libertad de decirme lo que quieras”. Lo único que no compartí de este final fue cómo se informó a las personas involucradas, el manejo fue muy malo. O sea: nadie del Consejo Directivo me llamó en su momento para decirme “gracias por tu gestión por todo estos años pero ahora…”. Ya está, ya pasó, no soy rencorosa, simplemente que hubiese sido muy bueno y gratificante que después de 32 años te reconozcan mínimamente tu trabajo.
Contame un poco sobre tu viaje a Portugal enseguida que dejaste el BNS.
Por mi actividad en el BNS tuve que negarme muchísimas veces a las invitaciones que me hacían desde el exterior, porque siempre estaba muy ocupada y Julio viajaba mucho, por lo que era necesario que me quedara, me parecía importante estar con el BNS y ayudar. Fue así que rechacé muchas oportunidades de irme a hacer ese tipo de cosas como ser jurado en un concurso internacional o ir a dar clases por algunas semanas, como fui ahora a esta escuela en Portugal, que está formando bailarines con un potencial increíble. Me pareció que había llegado el momento de empezar a decir que sí a estas invitaciones. Concretamente luego de unos días que me tomé de vacaciones en enero, me fui en febrero a Portugal por tres semanas. Y cuando volví ya estaba andando la idea de abrir un conservatorio. A su vez tenía que ver en qué relación quedaba yo con el Sodre que por ahora son puntos suspensivos.
¿Cómo surge la idea de montar una escuela propia?, ¿ya lo tenías en mente?
Lo de la escuela siempre lo tuve en mente, desde por lo menos hace diez años. Nunca encontraba el momento porque no tenía tiempo. Pero, cuando tres meses antes de finalizar el año empiezo a vislumbrar (porque tampoco soy boba) qué podía pasar en un futuro cercano, me dije: capaz que este es el momento de abrir una escuela. Y voy caminando por la calle 19 de Abril, veo una casa maravillosa y pienso: ¿estará vacía? Sabía quién era la dueña, por lo que le escribí un mail y me contestó que fuera a charlar con ella. Le cuento mi propuesta, vemos la casona y era perfecta para una escuela de danza. Un lugar físicamente precioso al que había que hacerle arreglos pero no muy complejos. Cerramos la idea ahí, antes de que me fuera a Portugal. Decidí trabajar con Alicia Nardacioni, que era compañera en el Sodre, trabajaba como asistente del equipo artístico y tiene más o menos los mismos años que yo en el teatro. Y además somos amigas. Ella trabaja muy bien con niños así que me pareció copadísimo trabajar juntas. Las cosas se fueron dando muy naturalmente como todo lo que me ha pasado a lo largo de mi carrera. Siempre que se cierra un ciclo se inicia otro: me pasó en mi carrera desde que entré. Por supuesto que he tenido en mi vida problemas como todo el mundo, pero en lo laboral, aunque me quedé acá en Uruguay, se me dio todo siempre así: fluido, rodando de manera muy natural.
¿A qué público apunta la escuela?
Abarca desde los chiquititos de cuatro años hasta adultos que siempre quisieron hacer ballet y nunca pudieron. Esto último es una de las cosas que más me interesa hacer, porque la gente piensa que como es grande no puede bailar. El otro día una señora me dijo “tengo 63 años y empecé a los 40 a bailar (el grupo era todo de entre los 35 y 40 años), hace diez años que no bailo y retomé gracias a vos”. Entonces eso te un gran placer. Trabajar con adultos me encanta, porque además van todos con unas ganas que no es necesario ni pedir silencio. Además se genera un ambiente de conexión entre todos, partiendo de que a la mayoría les pasó lo mismo, en el sentido de que no habían podido bailar por falta de tiempo o en su momento no los dejaron, o no tenían las suficientes condiciones. Pero lo primero con que se inició la escuela fue con la enseñanza de ballet para grupos de chiquitos con y sin conocimiento. De acuerdo a los niveles hacemos diferentes grupos.
¿Además de ustedes dos, hay otros docentes?
Por ahora tenemos dos personas más que son Micaela Vera, que da clases de hip hop, y Felipe del Puerto, que da clases de dancehall, una danza jamaiquina que es muy poco conocida y que me fascinó. Es algo absolutamente desestructurado, no tiene nada que ver con el ballet en cuanto a dónde tener el centro. Es muy interesante esa danza. Y así como incorporamos esta, puede haber otras que iremos incluyendo de acuerdo a la demanda de la gente. Por ejemplo en mayo abrimos dos grupos más. Es muy lindo porque me ha escrito mucha gente con diferentes propuestas para trabajar con nosotros, y no estoy cerrada para nada. Me gustaría incluir, por ejemplo, danza contemporánea y tango, pero por ahí todavía no es el momento.