Un monstruo de mil cabezas
La responsabilidad difuminada
En tiempos de call centers y empresas gigantes con estructuras jerárquicas indiscernibles, a veces se vuelve muy difícil o imposible presentar una queja o transmitir un problema particular esperando ser comprendido y bien atendido. La impersonalización se ha vuelto la norma, uno puede ser derivado a una docena de telefonistas –aparentemente incomunicados entre ellos, además– antes de que el problema se solucione, o hasta que uno mismo desista de solucionarlo. Al hacer un trámite, pedir para hablar con un superior ya se ha vuelto un absurdo anacrónico, porque ese superior parece no existir o no se encuentra físicamente en las empresas. Las figuras visibles suelen ser recepcionistas o empleados muy mal pagos, con la orden de poner rostros de piedra, responder con evasivas o postergar las esperas.
Estos “monstruos” corporativos son capaces de perseguir y castigar con todo el peso de la ley a un pagador moroso, pero tienden a difuminarse cuando algún usuario se aparece con un reclamo pertinente. Cuando el ruido se vuelve escándalo, las responsabilidades no son individualizables: cuando los varios directivos o los accionistas son cuestionados, se escudan en el colectivo; cuando el colectivo en su totalidad es acusado, la responsabilidad siempre recae en algún otro inubicable. Sobre esta impunidad enfermiza trata esta notable película.
Sonia Bonet está desesperada. Desde hace años su marido libra una ardua lucha contra el cáncer, pero en un momento crucial del tratamiento la compañía aseguradora se niega a aprobar la quimioterapia que necesita. Cuando ella sale a la búsqueda del médico responsable de la negativa, una recepcionista la deja esperando más de una hora. Cuando el médico finalmente aparece, la recepcionista (otra, ni siquiera la misma) le informa que lo buscan y él procura escaparse, sin hablar con ella. Consciente de la argucia, Sonia pierde los estribos, decide perseguirlo y luego, pistola en mano, enfrentarse a todo el sistema, al mismísimo monstruo.
Los thrillers políticos suelen tener una estructura casi siempre similar. Por lo general, se trata de una investigación: un detective, o quizá un periodista, comienza a dar con pistas cada vez más intrincadas que acaban por destapar una desmesurada trama de injusticias, corrupción y abusos de poder. La anécdota suele exponerse en forma lineal y, finalmente, se plantea la denuncia. En muchos casos, estos mismos thrillers también tienen escenas de tribunal sobre su desenlace. Pero la narrativa de Un monstruo de mil cabezas rompe con estas formas, presentando una linealidad absolutamente original: conforme la historia avanza, presenciamos las escenas con voces en off de varios de los implicados, durante un juicio en el que más adelante serán interrogados. Esta notable narrativa que de algún modo juega simultáneamente a dos tiempos, en la que se presenta una situación y a la vez voces en flashforward, impone una nota trágica, imprime un destino ineluctable desde el mismo comienzo, lo que redobla la gravedad del planteo.
Es también sobresaliente la forma elíptica con la que el cineasta uruguayo Rodrigo Plá presenta las situaciones, aportándole elementos a la audiencia para que complete los diálogos que no se oyen. Plá en varias ocasiones capta a los personajes de modo que, por el contexto o por su gestualidad, inferimos claramente qué están diciendo. La lograda fotografía conjunta de Odei Zabaleta y la uruguaya Mariana Secco propone la acción desde enfoques atípicos, presentando la historia desde una multiplicidad de perspectivas. Esta mirada distante, ascética y caleidoscópica reafirma la idea de las mil cabezas, pero coloca además al espectador en una doble posición, por la que pasa a ser al mismo tiempo parte y testigo. En la medida en que la injusticia se cierne sobre la protagonista, la empatía con ella se vuelve inevitable, pero la distancia impuesta por las cámaras obliga, también, a una mirada crítica. Esta posición fomenta la autocrítica, porque el espectador mismo puede llegar a ser parte de ese sistema que ve desde fuera, juzga, censura y sanciona los excesos, sin comprender realmente qué existe por detrás de ellos.
Un par de elementos poco creíbles es lo único que podría achacársele a la película. Si bien el personaje principal es excelente por donde se lo mire (la actriz Jana Raluy está increíble), hay poca coherencia en el comportamiento de su hijo, quien la acompaña durante toda la película. En un comienzo el muchacho tiene una actitud censora respecto de lo que hace su madre, pero ya a los pocos minutos se encuentra absolutamente cooperativo, ayudándola a maniatar y amordazar gente, sin que haya elementos que permitan comprender la razón de ese cambio. Por otra parte, en determinado momento la protagonista se hace de unos papeles cruciales que comprometen profundamente a la compañía de seguros, pero la llegada a esos documentos a punta de pistola se torna bastante extraña; es difícil imaginar el diálogo que debería haber tenido lugar entre la mujer y el secuestrado para idear ese plan, y la desesperación irreflexiva que a ella la moviliza no parecería corresponderse con la elaboración de un chantaje así de pormenorizado.
Por supuesto que estos elementos no le restan originalidad al planteo y, de cualquier manera, Un monstruo de mil cabezas es un cine atinado y poderoso, además de uno de los estrenos más destacados del momento.