Alas.
Por Carlos Diviesti.
La primera película en ganar el Oscar como Outstanding Picture of the Year (película sobresaliente del año) fue Alas (Wings), dirigida en 1927 por William A. Wellman, en la ceremonia del 16 de mayo de 1929; pero no fue la única en ganar como mejor película ese día: la otra producción premiada, esta vez como Unique and Artistic Production (producción única y artística) fue Amanecer (Sunrise: a song of two humans), dirigida también en 1927 por Friedrich Wilhelm Murnau. Hablamos de dos películas silentes, aunque ese mismo año irrumpiera en las pantallas el cine sonoro con El cantor de jazz (The jazz singer), dirigida por Alan Crosland, película que cambiaría la técnica cinematográfica para siempre. Pero el Oscar no es el tema de esta nota, al menos en principio. Alas, si bien no es la primera, quizás sea la película más virtuosa hasta ese momento en mostrar escenas con destrezas aéreas, cuyo grado de realismo mantuvo al filo de la butaca a los espectadores de su tiempo y, por qué no, también a los de hoy. Hay que verla para creer cómo aquellas máquinas de la Primera Guerra Mundial viajaban tan lejos del suelo que verlas volar causaba vértigo. Alas, por otro lado, es una película aún emocionante; claro que el triángulo amoroso entre Clara Bow, Charles Buddy Rogers y Richard Arlen pueda sonar un poco demodé, pero la entrega de sus personajes a la causa noble de su país, el heroísmo de los pilotos, y una de las primeras apariciones en la pantalla de Gary Cooper (qué mejor antecedente para Tom Cruise, ¿no?) hacen que Alas sea una película insoslayable para la pupila de la dama y la retina del caballero.
Más acá en el tiempo, en 1986, el realizador inglés Tony Scott realizó, con más brío que resolución artística, una película cuyas (gloriosas) imágenes de corte publicitario sentaron un precedente tanto para la pantalla grande como para la iconografía de la moda de aquella década. Top Gun fue la rampa de lanzamiento para la carrera de Tom Cruise, el establecimiento definitivo de la MTV gracias al hit ‘Take my breath away’, y la razón por la que tantos muchachos ‒y tantas chicas‒ quisieran enrolarse en las filas aéreas de todo el mundo. Vista hoy, Top Gun resulta irresistible cuando las máquinas despegan de las pistas de los portaaviones, recortadas por el sol que se pone sobre el mar, o cuando vuelan riesgosamente en el espacio vacío y gracias al montaje uno piensa que está ahí, cuando Maverick y Goose tardan un momento más en eyectarse y el pobre Goose… Sin embargo, Top Gun, con su historia insuficiente, un romance más posado que resuelto y unas escenas eróticas tan frías como el azul que las tiñe (¡esas lenguas de Tom y Kelly McGillis!), y desde el punto de vista del arte cinematográfico era el peor antecedente para convocar a la cinefilia dura a presenciar una secuela tan tardía que bien vale un récord en el libro Guinness. Sin embargo…
Exacto. Top Gun: Maverick es una película extraordinaria. Pero no por ser la maravillosa secuela de una película mediocre, sino porque es un triunfo del espíritu cinematográfico que, aunque no está muerto, el streaming se encarga de jibarizar semana tras semana. La primera vez que vean Top Gun: Maverick no lo hagan en otro sitio que no sea en el cine. Déjense invadir por el ruido y la furia. Permítanse suspender la incredulidad durante dos horas. En Top Gun: Maverick, Joseph Kosinski recupera escrupulosamente la línea de acción de Tony Scott y, con una decisión artística infrecuente para estos tiempos, recupera, más que la forma, el fondo que hizo del cine de aventuras en Hollywood una forma de vida a imitar para la gente (al menos en sueños). Top Gun: Maverick es una película para su estrella, y Tom Cruise es tan generoso con los espectadores que (como Pete Maverick Mitchell con los pilotos que entrena en la escuela de élite de la Armada estadounidense) no se limita a copiar el personaje que lo hiciera archifamoso, sino que lo profundiza y lo complejiza con las arrugas ‒y las mañas‒ que dan los 36 años transcurridos. Por eso es tan importante ver la película de 1986 y la de 2022 juntas, con un rato de diferencia: todo lo que en una resulta vacuo, para la otra es crucial. Mientras que en Top Gun el sudor constante de los pilotos semidesnudos parece una mera propuesta homoerótica, el sudor en los pilotos de Top Gun: Maverick aparece cuando el cuerpo está al borde del precipicio adrenalínico (¡cómo no sudar con los ojos tan sorprendidos!); mientras que en Top Gun el romance es puro relleno para engordar el argumento, en Top Gun: Maverick es lo que le falta a los personajes para sentirse plenos (no se pierdan la muy breve escena en la que Maverick le cuenta al oído a Penny Benjamin, la novia de la juventud, que él será el jefe de esa misión suicida); y aunque hayamos sido rivales y hoy nos una la admiración mutua, sabemos que tarde o temprano el final habrá de alcanzarnos (ah, ese abrazo entre Maverick y Iceman, entre Tom Cruise y Val Kilmer…). Y al final, ¿con qué nos quedamos luego de ver Top Gun: Maverick? Sin dudas que con los ojos llenos de emociones. Y con las ganas de que en la próxima ceremonia de los Oscar se gane la mayor parte de los premios, porque esta película se merece, con las alas desplegadas, transformarse en leyenda.