LOBO
Por Carlos Diviesti
Theeb apenas si llega a los diez años y ya está practicando puntería (sin balas hasta que apunte mejor) con su hermano Hussein, que pasa los veinte largos. Theeb y Hussein son los hijos de un jeque muerto, y están a cargo de un hermano mayor que heredó la dinastía. Sin embargo no hay palacio ni harem, apenas una toldería en medio del desierto donde se juega algo parecido al dinenti para matar la noche, y se busca agua en un pozo con un balde de cuero para darle de tomar a los camellos. A la toldería –no encuentro un término más gráfico para adecuar la imagen al mundo árabe (lejos está esta toldería de ser una kasbah)- llegan dos peregrinos en la más pesada oscuridad. Uno de ellos es inglés y más tarde, luego de carnear un chivo y después de que el inglés, disimuladamente (aunque Theeb lo vea), le haga asco a la comida, nos enteraremos de que el inglés necesita llegar al Pozo del Romano. Para qué, bueno, menos averigua Alá y perdona. Y allá se van el inglés, su beduino de confianza y Hussein, quien oficiará de guía. Y Theeb, que los sigue, quizás para no aburrirse en la toldería. Al inglés no le gusta el chico porque lo descubre en todos sus renuncios, y el chico, insistentemente, quiere saber qué hay dentro de ese cajón rectangular que al inglés lo vuelve loco que le toquen. Así están en el medio del desierto el inglés y su beduino de confianza, en el tire y afloje para ver cómo se sacan de encima a esos dos hermanos que no sirven para moscas (“Estamos en guerra”, dirá el inglés a su tiempo, “qué importa si están muertos”), cuando llegan al Pozo del Romano y no hay nadie esperando tal como lo habían convenido. O sí, el que los estaba esperando se desangró dentro del pozo, y se pudre en el agua. Y allí los emboscan, y allí mueren el inglés, su beduino de confianza, Hussein, y algunos bandidos. El guía no quiere dejar a nadie vivo y el único que le queda es Theeb, pero Theeb es un chico, tiene un Dios aparte y los huesos livianos como para escalar las paredes paso a paso, como cualquier chico en cualquier parte del mundo desde toda la vida entera.
THEEB es una película de aventuras, sí. Aquí la contemplación asiática queda de lado y nos sumergimos en un eastern con camellos, aunque los caballos lleguen hacia al final y nos indiquen otra cosa, no precisamente un western. Y es una aventura que la sabemos en el pasado pero no identificamos cuándo, si hace mucho tiempo o apenas cien años, que no es tanto. La inteligencia del realizador jordano Naji Abu Nowar radica en introducir los detalles políticos de la cuestión (la caída del imperio otomano que gobernó casi ochocientos años una vasta región del sureste europeo, Medio Oriente y el norte de África, la conquista británica que llega con el ferrocarril y el reparto de los territorios tras la Primera Guerra Mundial, y fundamentalmente la muerte de un mundo conocido) con muy pocos trazos y posibles reverberos en ciertas panorámicas de desolación lunar, en la carne podrida de los cadáveres, en los animales carroñeros que circundan a los personajes. Tampoco hay tiempo de metáforas porque la acción es constante, la tensión es creciente y el peligro acecha, razón por la cual uno puede prescindir de la Historia y dejarse tranquilamente llevar por la película. Pero no es tan simple hacerla tan fácil. Una de las ideas que introduce refiere a que los fuertes se comen a los débiles, a que el lobo (Theeb en árabe) engendra lobos, y que las guerras por defender lo propio (así sea la propia vida) le dan sentido al Hombre. Theeb (Jacir Eid Al-Hwietat, el actor que lo interpreta, es extraordinario) practicará puntería finalmente y matará a alguien en venganza por otra muerte, y mientras se va en camello hacia el mediodía nos deja una mueca en los labios y una pregunta sin preguntar que nos siembra la cabeza de inquietud y el corazón de pánico. ¿De qué están hechos los héroes, de odio?