La luna y la muerte
Por Carlos Diviesti
Cuentan que en un tronco de bambú un leñador encuentra una luz muy brillante y que al acercarse al tronco descubre en el suelo un brote subrepticio, que enseguida comienza a crecer y florece una niña tan pequeñita que cabe en la palma de su mano. Y cuentan también que ese leñador se llevó a la niña (¿una princesita?, ¿un espíritu del bosque?) a casa con su mujer, y que la niña de pronto, evidente, inopinadamente, crece sin explicación. Y dicen que el leñador y su mujer, casi viejos los dos, de repente se transformaron en padres cuando nunca lo habían sido, y que las viejas hasta pueden amamantar si les nace el amor de madre y la necesidad apremia. Y la niña crece en pocos días, en pocas horas, frente a los ojos de otros niños, y con ellos es feliz y canta canciones que es muy chica para haberse aprendido, incluso con estrofas que los otros desconocen, y las canta hasta entristecerse. Sí, cuentan que es una niña muy rara esa, y que luego, allí en el bosque, el leñador descubre oro en aquel bambú, y telas finas para que la niña esté vestida y sea lo que no caben dudas que es, una princesa. Una princesa sin nombre, una niña pequeña bambú delicada en el campo otoñal, una joven melancólica que añora otro mundo, lejano, en su tierra de luna.
Ese es el tono que uno recibe al ver THE TALE OF THE PRINCESS KAGUYA, la nueva película animada de los estudios Ghibli, un tono que remite a los cuentos que nos contaban antes de ir a dormir y que uno tal vez se imaginaba con el trazo lábil de lápices de color sobre un papel en blanco. Y esa forma tradicional de animación, la de cada dibujo dibujado a mano, es lo que a uno le llena los ojos frente a la pantalla del cine. Sobre la historia se pueden decir algunas cosas más, como que la princesa -al igual que las heroínas del moderno Disney- tiene el temple necesario para ser absolutamente independiente. Pero eso no es lo importante, y a lo mejor sea lo más concesivo de este trabajo porque según parece no está del todo presente en la historia original (no son los padres ni el chico del pueblo quienes sufrirán por la partida de la princesa, sino Su Majestad, quien encierra la imagen de la princesa para siempre en su mirada y la añorará entre sus ojos hasta el fin de sus días). Lo importante es que THE TALE OF THE PRINCESS KAGUYA es atávicamente japonesa, y es tal su respeto por la tradición de su pueblo que no le cuesta en absoluto volverse universal. Este cuento del folklore nipón (según parece uno de los más populares, y quizás, según algunos que así lo sostienen, escrito por una mujer), en la película de Takahata, a veces parece una alucinación en el que se suspende ese fenómeno de la persistencia retiniana –el que todos tenemos en la vista y nos impide observar la separación física entre cuadro y cuadro-, y nuestra atención queda fijada en la belleza de sus dibujos, en la difusa alegoría de sus líneas y colores desvaídos. Y en otros momentos, tal vez, su profundo misticismo permite ofrecerle a un público de niños sin edad la imagen más festiva de la muerte, y recuerde sin forzarlo, algún cuarteto de García Lorca como ese de “La luna y la muerte” que dice
Yo mientras tanto pongo
en mi pecho sombrío
una feria sin músicas
con las tiendas de sombra.
PD. Hace un tiempo atrás viví una experiencia ligada a cierto bello momento de esta película, el del hanami del cerezo. En mi caso fue el hanami del lapacho, esa ceremonia de tomar el té bajo la copa de un árbol y dejar que algunas de las flores que se lleva el viento se abandonen en vos. Hoy eso me recordó al cine cuando destila imágenes en la memoria. Casi la misma cosa.