Hijos del desierto
Con Stan Laurel y Oliver Hardy huelgan las palabras. Qué más se puede decir sobre ellos que alentar al público a que los vuelva a ver en sus cortos de un rollo o en los largometrajes que filmaron durante más de treinta años y que los volvieron parte de la historia gloriosa del cine. No fueron sólo cómicos de rutina física: fueron los hacedores de un estilo único de actuación que les permitió ser un dúo indivisible.
En sus películas, a diferencia de las comedias de Chaplin, Keaton, Lloyd u otros héroes de la matinée, la humanidad de ambos quedaba expuesta en toda su ternura. De ellos, justamente, nos queda la ternura, imaginarnos que aun golpeándonos la crisma contra el suelo alguien vendría en nuestro auxilio a golpearse tanto como nosotros. Por eso es tan riesgoso el negocio de las biopics, que en realidad es tan viejo como el cine sonoro. Hoy está en boga retratar artistas o ídolos del deporte quizá porque el siglo XX ‒y en esto el cine es responsable fundamental‒ se encargó de transformar a los modelos mediáticos en los referentes a seguir, y a desnudar con sus tragedias el atajo equivocado que no debemos tomar. Hubiera sido muy fácil retratar a Laurel y Hardy como las dos personas venales que seguramente fueron, pero con ese retrato el espectador se hubiera quedado sin lo más importante: la esencia artística de ambos, fruto de la observación de las conductas colectivas y de la férrea disciplina con la que trabajaron el gesto.
Jon S. Baird opta por contar el tramo biográfico final del Gordo y el Flaco a partir de su último éxito, la gira que a principios de la década de 1950 los lleva a las ciudades inglesas que no tanto tiempo antes habían perdido la risa por culpa de la guerra. Pero el que nos muestra Baird no es el éxito del aplauso. Baird prefiere darnos la dulce emoción de la despedida sin tristeza ni melindres, esa que surge cuando el oficio es capaz de ocultar las lágrimas para trocarlas en risa, para que reluzca el triunfo. Y si bien John C. Reilly es un Ollie maravilloso, el Stan Laurel de Steve Coogan permite que el desierto de sus ojos se deje inundar por los mares del amor. Un amor que se parece tanto a cuidar del otro para ser nosotros mismos, un amor sobre el que se filma tan poco.