Jardines de piedra.
Por Carlos Diviesti.
Antò, el hijo de Giusè y Angela, suele observar cabeza abajo la rutina de su madre antes de salir para el trabajo, a la madrugada. Angela trabaja en la viña, lejos de casa, adentro de la Puglia seca; trabaja duro en la viña, preparando la tierra para plantar plantines de vid, como tantos otros que llegan del África o de las costas de la Europa pobre. Todos son pobres ahí, a nadie le asombra. Giusè trabajaba en la cantera picando piedra, pero una esquirla le pega en el ojo y lo pierde, aunque Antò le eche gotitas en el ojo blanco para que le devuelvan el sueño y lo conviertan en superhéroe. Antò confía en que su futuro estará en la arqueología, profesión que le hará descubrir tesoros, aunque ni siquiera se imagina lo que significa ser rico, ni cómo es ser rico. Pero Angela se muere en el curso de ese día, la fulmina un ataque al corazón. Desolación, lógicamente.
A vivir de la caridad o a irse del pueblo, a ocupar el lugar de la mamma en el trabajo si se quiere salir adelante, aunque Antò deba dejar el colegio y Giusè deba abandonar el trabajo de picapiedras, irremediablemente, el mismo que tuvo su padre, de quien solo le quedó una maza que Giusè unge frente a la tumba para que le dé fortuna. A partir de ese viaje de Giusè y Antò hacia la viña donde trabajaba la mamma, los hermanos De Serio no transforman la inalterable historia de amor entre el padre y el hijo, sino que la derrumban hacia la rabia, la tristeza o el terror que vemos en el rostro de Angela cuando se dirige al último día de su vida en ese ómnibus cargado de nuevos esclavos. Porque Spaccapietre (Picapiedras, literalmente) permite darle un marco de ternura a una situación insoportable: la que deviene del caporalato, el antiquísimo sistema de explotación a los trabajadores de la agricultura en la Italia profunda, que pareciera haberse sepultado tras la creación de la República, pero evidentemente no es necesario cavar muy hondo en la cantera para encontrar la veta completa, áspera y filosa, del mal.
La película de los hermanos De Serio (documentalistas preocupados por los problemas relativos al desplazamiento, la inmigración ilegal y la trata de personas en la comunidad europea) tiene sólidas conexiones con el gran cine social producido en Italia desde el neorrealismo, y sobre todo con el que se hizo durante la década de los años setenta que cruzaba la política y la crónica policial. No se puede permanecer indiferente a la historia de Giusè y Antò, a quienes humanizan la máscara de Salvatore Esposito y Samuele Carrino, y que no se habrán de resignar a perder la esperanza ni siquiera cuando un final terrible naturalice el desierto que se abre en el alma y en torno a una fosa común.