Todas las hojas son del viento
Joe Gardner, un notable profesor de música, intenta que sus alumnos se entusiasmen por el jazz, pero casi siempre debe trabajar mucho para conseguirlo o debe hacer a un lado sus propias aspiraciones como músico. Número 22, cómoda en el Gran Antes, el limbo de las almas que aún no encarnaron, se ocupa de desalentar a sus mentores (de Arquímedes a Carl Jung, pasando por Abraham Lincoln y la madre Teresa de Calcuta) porque se niega a encontrar un propósito o una habilidad que justifiquen su vida en la Tierra. Esta es la línea argumental de Soul, la nueva película de Disney-Pixar que luego, y como es lógico, potenciará su deriva con el encuentro entre Joe y Número 22, cuando uno no quiere morir y la otra no quiere nacer. A través de Soul se vuelve evidente la línea narrativa de Disney por sobre la de Pixar, y esta pugna de intereses entre la major y su subsidiaria es una de las razones que convierten a Soul en un gran film, cuando podría ser una obra maestra.
La secuencia de presentación de esta película es prodigiosa, porque se permite trabajar con gran parte de los clichés que utilizó el cine para contar historias de maestros voluntariosos y alumnos desmotivados, y los captura en los movimientos de los músculos faciales de los personajes. El efecto resulta abrumador porque no son necesarios más que algunos planos para establecer el verosímil paisaje humano en esa Nueva York tan ¿ficticiamente? posible. Porque aunque la mayoría de los personajes de Soul sean afroamericanos, más tarde comprenderemos que la humanidad es un único conglomerado conformado por minorías (los coléricos, los cuestionadores, los apáticos, los despiertos, los descubridores, los comprensivos…), tanto en la Tierra como, mucho más, en el Cielo. Sin embargo, poco después de esa presentación, el factor mágico gana terreno y la fábula de Disneylandia obtura líneas que podrían haber derivado en un relato de profundidad inusitada en el cine de hoy. En pocas palabras: a través de un alumno que eligió la música como profesión, y el mismo día en el que lo confirman como profesor titular en la escuela, obra social incluida, Joe consigue una plaza como pianista en el cuarteto de Dorothea Williams. Es tal su euforia por haber pasado la prueba para tocar esa noche que no ve en la calle una boca de tormenta sin tapa de hierro, se cae al pozo y debiera morirse. Así comienza otro momento del relato que corta de cuajo incluso la imaginería visual que viéramos hasta entonces. Nos vamos al más allá, un más allá de líneas simples y texturas suaves, con cintas transportadoras que nos conducen a la Luz, empleados administrativos de líneas cubistas, portales cósmicos y almas no encarnadas que aún se divierten en el jardín de infantes de la existencia.
Como en tantas otras películas del tándem Disney-Pixar el cuento maravilloso sobre la especulación de lo eterno se apropia de las conjeturas sobre la realidad y opta por no profundizar en que Joe, seguramente, es homosexual, en que las grandes respuestas (y las grandes posibilidades) están en manos de las mujeres, en que tal vez haya vida fuera del planeta en el que vivimos, en cuál es el alma de las cosas, o en que la Historia es el mero presente. En sus aspectos visuales y narrativos, la historia de Joe en Nueva York (da igual que con Número 22 en su cuerpo o no; con el gato terapéutico en la falda o sin él; con el navegante espiritual corporizado en la esquina de la Siete y la Catorce o prescindiendo de su aparición) indica que Soul podría haber sido una magnífica parábola existencialista decididamente para adultos, una obra desafiante en el territorio lábil de lo fantástico, o una comedia con absoluta conciencia de su época que no necesita refugiarse en la corrección política. Sabemos que ciertas fechas del año necesitan productos de ciertas características, y que es el mercado quien la lleva a travestirse como película para niños, pero baste esa imagen de una hoja que vuela en el otoño temprano para comprender que aún con sus flaquezas, Soul nos habla sobre la necesidad de recuperar nuestro espíritu, el personal y hasta el nacional. Un aire de jazz que se respira sin esfuerzo, y la cita a grandes clásicos del cine estadounidense (por ejemplo, las dos versiones de El cielo puede esperar; o El despertar de una nación, en la que el arcángel Gabriel captura el cuerpo de un venal presidente de Estados Unidos; o Querido maestro, aquella en la que Richard Dreyfuss tarda en comprender qué es lo importante en su vida) pueblan el metraje de Soul y alcanzarían para graficar su alcance revisionista sobre la cultura popular, pero en esa sola imagen de la hoja seca hay mucho de este hermoso texto que Sherwood Anderson escribiera en ‘La partida’, uno de los relatos del libro Winesburg, Ohio, y que tiene tanto de descubrimiento espiritual:
El joven George Willard se levantó a las cuatro de la mañana. Era abril, y las hojas nuevas empezaban a asomar apenas en las yemas de los árboles. Los árboles que hay en las calles de Winesburg son sicomoros, y sus semillas son aladas. Cuando sopla el viento, giran por el aire como un tornado, llenan la atmósfera, caen al suelo y forman una alfombra.
Algo así vemos en Soul, en uno de sus momentos más conmovedores. Claro que si mientras vemos Soul se nos despiertan evocaciones como esta, pese a los reparos que podamos esgrimir (reparos propios de quien ha perdido la inocencia), significa que vivirla gracias a la intercesión de la pantalla resulta, pues, una experiencia muy recomendable. Y que, por suerte, es muy probable que se vuelva imperecedera.