Cuento de Tokio
¿Qué es una familia? ¿Es la gente de sangre que nos trae al mundo y nos acompaña en la vida? ¿Es la gente que conocemos en algún momento y adoptamos como más cercana? ¿Es esa gente que necesita del otro, no importa quién sea, no importa su nombre? La familia, también, puede ser la de un grupo de ladronzuelos que roba lo necesario para poner en la mesa, a lo mejor por la imperiosa necesidad de estar juntos alrededor unos de otros, en casa o en un picnic en la playa. Porque pareciera que la familia (que antes nos enseñaban que era la célula básica de la sociedad) no es algo para desclasados, para caídos del sistema, para la gente que no está del todo desarrollada por los años o por su propia fragilidad, para los que se quedaron solos. ¿Es justo, en esos casos, que la ley escrita los alcance por igual, como a los que se adaptan sin inconvenientes a sus normas?
Esta última pregunta, que se formula Hirokazu Koreeda a lo largo de su filmografía, no tiene una respuesta unívoca en la película que le valiera la Palma de Oro en la 71ª edición del Festival de Cannes, en 2018. Y si no es unívoca es porque no apela al maniqueísmo de una única moral, la moral dominante, tan cercana a los intereses económicos. Esta familia se permite el lujo de quererse aun en circunstancias delictivas, aun cuando el dolor no les permita mirarse del mismo modo cuando el verdadero origen se devele, aun cuando la muerte iguale el sentimiento y ofrezca, sí, la misma cara de lo humano.