Yoav le fou
La cámara sigue y descubre a Yoav en una caminata por París. Es una caminata frenética, aunque la cámara capta siempre un frenesí mayor al que brota del espíritu. No es una imagen subjetiva, porque eso sería achatar el juicio: la cámara sigue a Yoav como si fuera un sinónimo que desgrana el lenguaje, pegada a él, retrasada con respecto a sus pasos, alejándose cuando no le conviene la cercanía. Pero Yoav no vive a partir de la presencia de la cámara; su cuerpo, vestido o desnudo, es otro sinónimo, el de su mente, febril. No querer ser quien se es, no desear vivir donde se ha nacido, no satisfacer el deseo cuando se llegó a otra parte. ¿Yoav mató gente en el ejército? ¿Matará gente en París si no puede defenderla? ¿Está capacitado para defender a alguien si por poco no puede defenderse a sí mismo? ¿Debe defenderse de ser judío? ¿Puede un judío ser francés? ¿Para qué alguien querría ser francés, en París, hoy? Así, como un poeta maldito, Yoav deambula por el invierno parisino sin rumbo ni horizonte. Y Nadav Lapid describe su deambular con imágenes por momentos inasibles, pero de una asombrosa lucidez. Y por fin en una película las palabras son imágenes, porque esta es una película en la que las palabras no remiten sólo al concepto que representan. Las palabras son tiempo, tiempo que se diluye inexorablemente, que se consume en una sartén como sangre coagulada, que se vuelve futuro en una frase, y no necesariamente expresan aspiraciones, ansias, afanes, anhelos, apetitos, pretensiones, caprichos, empeños, antojos, pasiones, ambición o interés cuando se articulan en otro idioma.