En busca de la felicidad
Billy Batson se perdió de la mano de su mamá a los tres años, en un parque de diversiones, y desde entonces anda buscándola por los rincones de todos los estados. Ninguna familia sustituta le viene bien porque, según dice, ya tiene la suya: solo le falta encontrarla. Pero aunque sepa y aunque quiera hacerlo, la ley le impide cuidarse a sí mismo hasta que cumpla los dieciocho. Faltan tres años de seguir escapando de hogares que no siente como tales. Un drama en el despertar a la vida de Billy. Pero ¡Shazam! no es un drama, es una de superhéroes. Mejor dicho, una comedia de superhéroes, algo más perturbador quizás.
Y no empieza con la historia de Billy sino con la génesis del villano, un niño incomprendido que por esos azares de la magia se hace poseedor de todos los pecados del mundo, incluso de ese pecado que se agazapa y mira de reojo y que se pregunta todo el tiempo, sin descanso, “por qué los demás son mejores que yo”. El mismo mago que no puede convertir al futuro Doctor Thaddeus Sivana en un héroe por sus flaquezas infantiles, encuentra en Billy Batson el corazón puro ideal para legar sus poderes, que son la sabiduría de Salomón, el vigor de Hércules, la resistencia de Atlas, la fuerza eléctrica de Zeus, el coraje de Aquiles y la velocidad de Mercurio.
Billy, entonces, ya puede ser un hombre y cuidar de sí mismo y de los demás, y de la humanidad entera, invocando la palabra “¡Shazam!”. Pero si hace al revés volverá a ser un chico, aunque con un poco más de experiencia. Lo maravilloso de esta película es que toda esta aventura estrafalaria no se escapa de los márgenes de la experiencia humana y bucea (con la profundidad de esta clase de espectáculos, aunque en mares más profundos que, por caso, los de Aquaman) en cuestiones tan universales e inmanentes como el amor filial y eso cada vez más difuminado que refiere a formar una familia, que en épocas de desplazamientos espirituales no es poca cosa.