Por Carlos Diviesti.
Hirayama no es un hombre rutinario, es un hombre metódico: se despierta al alba con el rasguido de una escoba contra el pavimento, recoge el tatami donde duerme, se lava los dientes, se calza el overol, recoge el dinero y las llaves para pasar esa parte del día, comprueba cuán lejos y a la vez qué cerca está el Tokyo Skytree del cielo de su casa, pide una lata de café en el dispensador del barrio, se sube a la camioneta, elige un casete cuya música lo acompañará de camino al trabajo, llega al trabajo –limpia los baños públicos de un sector determinado de la ciudad, siempre el mismo sector–, deja los inodoros relucientes, almuerza un sándwich en el parque, le saca una foto a ese árbol (después su sobrina le preguntará si ese árbol es su amigo, pero eso será después; ahora es ahora), vuelve a casa, estaciona la camioneta y se monta a la bicicleta, se da un baño en las duchas públicas, cena, vuelve a casa, despliega el tatami, lee unas páginas, se duerme, y sueña los ramalazos del día. Claro, la gente de poca paciencia dirá “¿Y-eso-es-todo?”, y quizás hasta se levante de la butaca y se vaya del cine. Pero no, no es todo. Incluso en este método de vida, defendido a ultranza por Hirayama, nunca nada es parecido a lo ya vivido.
Es un error pensar que Hirayama vive siempre el mismo día porque eso es imposible; quizás lo que haga sea tratar de vivir en armonía la vida que le tocó, o la vida que eligió, que no es lo mismo. Hirayama, evidentemente, está muy agradecido con este hoy que atraviesa, con dejarse llevar por el tiempo, con observarlo pasar. Algunos otros se preguntarán si así vale la pena vivir, y se sientan frustrados cuando al promediar la trama no haya hechos concretos que permitan un plot twist que tuerza la curva dramática. ¿Por qué no sabemos nada del pasado de Hirayama? ¿Por qué Hirayama es de tan pocas palabras? ¿Por qué está solo? Y otra pregunta que podría formularse sería: ¿es necesario que esta película, una película, ofrezca respuestas? En los últimos años de su carrera, al menos en sus obras de ficción, Wim Wenders cometió la torpeza de haber explicado demasiado aquello que no necesita de tantas explicaciones, como si se hubiera olvidado de esa Alicia pequeña y sola perdida en Nueva York, de las discusiones de Wilhelm Meister siempre al filo del mismo abismo, de cómo Travis Henderson atravesó el desierto a pie, o de cuánto pesa la eternidad sobre las alas a Cassiel y Damiel. Hasta ahora. Perfect Days es una gran película, una de esas que –con su elegante formato cuadrado– atravesará el tiempo y les brindará a los futuros espectadores las herramientas necesarias para comprender nuestro presente, ese que no se puede despegar del siglo pasado y que, sin embargo, está tan embebido por los artificios del porvenir. Porque no conocer el pasado de un personaje no es un problema. Lo que importa en una obra de arte es cómo administra sus recursos, y en ese sentido Wenders es intransigente, ¿o acaso quienes la vean, luego de verla, podrán decir que aquel rascacielos que contiene un hotel de seiscientos treinta y cuatro metros de altura, siempre está visto de la misma manera? ¿Siempre es el mismo? No, no puede ser el mismo. La sombra que proyectamos nunca es la misma, la próxima vez es una incógnita, el presente lo tenemos frente a los ojos –como ese árbol–, y al pasado lo cargamos dentro, como un despojo, como una canción, o como un abrigo.