Compartimos una selección de las reseñas de Carlos Diviesti sobre películas que han sido nominadas.
Parasite, de Bong Joon-ho / Nominada a Mejor película, a Mejor película de habla no inglesa, Mejor guion original, Mejor Dirección de Arte, mejor director.
Dolor y Gloria, de Pedro Almodóvar / Nominada a Mejor película de habla no inglesa.
Érase una vez…en Hollywood, de Quentin Tarantino / Nominada a Mejor película, Mejor guion original, Mejor Fotografía, Mejor Dirección de Arte, Mejor sonido, Mejor Montaje, Mejor efectos visuales, Mejor Diseño de Vestuario, Mejor edición de sonido, mejor director.
Guasón, de Todd Phillips / Nominada a Mejor película, mejor director, mejor guion adaptado, mejor fotografía, mejor sonido, mejor montaje, mejor diseño de vestuario, mejor maquillaje, mejor edición de sonido.
PARASITE, de Bong Joonho
Los de arriba, los de abajo
En Parasite, Bong Joon-ho no habla de clases sociales o de la riqueza y la pobreza intrínsecas a cada una de ellas. Habla de “parásitos sociales” y no los critica; busca comprenderlos. Porque estos parásitos no son bichos que viven de los otros (solamente): son organismos que ascienden o descienden, según estén en el sitio que les corresponda o vayan al que desean llegar. Además, en esta película, lo parasitario, lo larvado, no es lo que cada individuo generaper se, sino lo que el capitalismo inocula en ellos. Claro, podríamos decir, parafraseando ciertas estrategias de campaña política, “es el capitalismo, estúpido”, y con eso quedarnos tranquilos. Pero no. Bong Joon-ho filma una película en la que cada guiño percibido en el guion, aunque provenga de Oriente, es un cachetazo al mundo occidental.
Eso es esta película: un cachetazo a mano llena, quizás porque, a diferencia de las grandes obras del antiguo mundo helénico, el enemigo está en lo dual y lo múltiple que habitan en uno mismo, no en el mundo que poblamos ni en la voluntad del firmamento. Que una familia pobre quiera pasar al cuarto a una familia rica, o que la familia rica se aproveche hasta la náusea de la familia pobre, tiene su correlato en esa familia trunca que pugna por sobrevivir. ¿Es la ignorancia de los ricos la que favorece la iniquidad de los pobres? ¿Es el exceso material lo que genera la animalización del espíritu? ¿Son los valores desvirtuados los que permiten la atomización del intelecto? Interrogantes que genera una película como esta, pero que (¡gracias a Dios!) no se formulan explícitamente en las dos horas de metraje. Parasite es un entretenimiento tan inteligente y tan fabulosamente puesto en escena (basta ver cada espacio vacío en el cuadro para que la ubicación de un personaje lo llene de contenido), que la historia de estas dos (¿tres?) familias nos mantendrá en vilo hasta que descubramos cuánto huele a podrido en el mundo.
Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar
Ponme la mano aquí
En un momento que no importa cuándo ha sido, la madre le dice a Salvador Mallo que no fue un buen hijo. ¿Qué hijo podría aceptar semejante sentencia, sobre todo si viene de su madre? ¿No fue un buen hijo porque fue como quiso ser, por haber hecho la vida a su antojo, por ser esclavo de su libertad? No es tan fuerte la razón de su madre para decir semejante cosa; es algo trivial, algo de lo que hasta la madre es culpable. Pero con ese veredicto hace temblar los cimientos de Salvador y le enrostra sin delicadeza alguna la debilidad de sus andamios afectivos. Porque Salvador no puede sostener los afectos de su cotidianidad: el corazón se le parte, y ya ni siquiera el cine lo salva de la tristeza. Esa tristeza de pensar lo cerca que aguarda la muerte, de pie en aquella esquina a la que tampoco importa cuántos pasos habrá de dar para alcanzarla.
Sin querer y sin pensarlo, Salvador pide disculpas. Disculpas por no haber sido todo lo bueno que debió ser, por guardarse las películas que pudo haber filmado y no filmó, por la indolencia que no lo deja conciliar el sueño, por los amores que dejó partir cuando aún no era el momento de la despedida. Se pide disculpas a sí mismo porque no sabe si tendrá otra oportunidad de hacerlo. Y es entonces cuando descubre la raíz del deseo, esa raíz que aún lo mueve, ese descubrimiento que en la infancia le causó temblores y fiebre y que no es el cuerpo de un hombre desnudo. La raíz del deseo es verse proyectado en la eternidad, en congelar un momento en otros ojos, en recuperar los colores que le daban cobijo de niño y que, aunque inunden su casa de adulto, hoy dejaron de latir y se han quedado fríos.
Pedro Almodóvar no resigna su particular estilo narrativo ni su depurada estética visual. Es posible que con Dolor y gloria alcance la cima artística que en otras ocasiones no resultó unánime a ojos de la crítica. Consigue con esta obra desnudar el alma de sus personajes desollados, personajes a quienes domina un atavismo muerto que les soltó la mano y los dejó a la intemperie sin rumbo fijo. Almodóvar quiere poner las manos sobre esa España cuya gloria se ha valido de tantos muertos, esa España de colores desvaídos y de sombras largas que entierra a sus poetas a ras del suelo. Pero eso, aunque notable a lo largo de toda la película, no es más que pura especulación.
¿Qué hace de Dolor y gloria una película extraordinaria? Que sus imágenes se desplazan frente a nosotros sin tiempo ni lógica, o con la lógica de los recuerdos o la lógica de la duermevela, que es la lógica del cine. Y que esas imágenes, que retratan el color del deseo, tengan un solo matiz posible: el de los ojos de la madre, que es el color del amor, incluso del amor propio.
Había una vez…en Hollywood, de Quentin Tarantino
Sí. Había una vez… en Hollywood es la mejor película de Quentin Tarantino, realizador que en casi tres décadas ha firmado apenas nueve obras, la mayoría de ellas de gran conmoción para la cinefilia mundial. Su estilo chirriante y violento ha permitido que corrieran ríos de tinta (y de tinta electrónica) durante todos estos años, a veces justificadamente, a veces no tanto. Es que sus películas, que revisitan los formatos cinematográficos de siempre, esos que inventaron el cine en continuado, resultan ejercicios tan artificiales y metonímicos que a ciertos grupos de espectadores les impiden ejercer el rancio deporte de la llana diversión. Porque Tarantino es un autor, tal como la crítica gusta de llamar a ciertos cineastas que no se quedan con un cuadro que cause conmoción inmediata o que tocan temas que favorecen la directa y efímera empatía con la audiencia, esa empatía de pop dulce que se esfuma al primer calambre en el estómago. Tarantino (como Pedro Almodóvar con la comedia y el melodrama) trabajó el western, el cine de espías, el screwball y otros subgéneros tan caros a las matinés de otros tiempos, añadiéndoles (no siempre con total eficacia) enormes reflexiones de los personajes sobre cuestiones atinentes al nihilismo de estos últimos tiempos. Pero Había una vez… en Hollywood no es del todo así, aunque lo parezca. Uno podría quedarse frente a la pantalla muchas más horas que las dos horas y cuarenta minutos que dura esta película, observando cómo Tarantino recrea un sitio y una era (Los Ángeles, 1969) con una obsesión por lo verosímil como nunca había mostrado. La historia cuenta la decadencia de Rick Dalton, una ficticia estrella televisiva a la que el firmamento cinematográfico le fue esquivo, y la entreteje con los hechos verdaderos que involucraron a la actriz Sharon Tate y el clan Manson en aquella orgía de sangre que marcó el final de una inocencia que ya estaba corrompida.
No obstante, a Tarantino lo que menos le importa es la anécdota de su historia. Se preocupa por no ser anacrónico, por sembrar en la pantalla detalles que entonces fueron ciertos, por quebrar la percepción de lo ficticio en el clímax de una escena, por que sus personajes respondan al canon de lo humano que permite el arte. Y si esta vez lo consigue plenamente tal vez se deba, también, a la textura de la imagen, cuyos colores desaturados permiten observar que el tiempo detenido en la memoria no necesariamente es real.
Guasón, de Todd Phillips
La gran ilusión
El concepto de obra maestra para las películas está muy difundido y sobrevalorado. Quizás los grandes festivales de cine tengan la necesidad de hallar tales películas para reafirmar al propio cine como arte o para seguir en la brecha de su prosapia. Pero que por dichos eventos han pasado obras maestras que no ganaron premios y obras perecederas que sí los ganaron es mucho más común y habitual que lo que indican las apariencias. Es que una obra maestra establecerá un nuevo canon, permitirá a los espectadores reconocer después cuándo se fundó un movimiento, se modificó la narrativa, se innovó técnicamente. Eso es lo que implica que estemos en presencia de una obra maestra: su persistencia en el tiempo. El resto son películas que superan la media, sean excelentes, buenas, mediocres o malas, pero no serán obras maestras. Desde este punto de vista (aprendido y aprehendido a lo largo de los años por quien suscribe), podemos indicar que obras maestras son películas como Cabiria, La última carcajada, Amanecer, Un día de campo, Ladrón de bicicletas, Vértigo, Simón del desierto,El árbol de los zuecos, Toro salvaje, Con ánimo de amar o Lazzaro felice, entre tantas otras. Es una nómina discutible, por supuesto, porque, además, descubrir una obra maestra tiene mucho más de subjetivo que de tangible.
Entonces, es más fácil definir cuándo una película no es una obra maestra. Por ejemplo,Guasón, decididamente, no lo es. No funda, no innova, no modifica nada en el cine pasado o presente. Tal vez sea una película que exceda la media del cine mainstream de estos tiempos, pero eso no la redime de ninguno de sus pecados. Guasón tiene muchos pecados encerrados en su guion y en sus imágenes, pero cuidado, que peque no significa que sea culpable de ningún delito. Es una pieza artística cuyas intenciones superan sus resultados, nada más. Es una película mediocre pero no una película irresponsable. Volvemos a decir que esta, quizás, sea una percepción equivocada de quien suscribe; es factible que así sea, cómo no. El problema es de quienes lo discutimos, no de la película. Porque uno se pregunta si Guasón, en serio, debe cambiar algo. ¿Es que el cine está obligado a escribir la historia contemporánea? ¿Ese es el rol del cine?
Como uno de los pecados de Guasón (quizás el más notorio) implica una suerte de spoiler (ese reciente espanto que se ha vuelto cuestión de Estado), sólo diremos de él que es una vuelta demasiado fácil del guion, que pone en tela de juicio todo el relato. Pero bueno, a esta altura del siglo XXI se entiende que películas como Qué bello es vivir o Doce monos hayan sido olvidadas hasta por la crítica. Otro de los pecados de Guasón es que copia, no recrea, estéticas de films de la que quizás sea la última década dorada de Hollywood, la de 1970. Y en ese afán por recrear estéticas como si esa época hubiera sido realmente así, como luce en las películas, olvida que Gotham City no puede parangonarse a Nueva York, San Francisco, Filadelfia o Washington, porque es un ente puramente ficcional. Guasón no es Taxi driver, Mi vida es mi vida, El último deber, Harry y Tonto, Contacto en Francia o Alicia ya no vive aquí, por citar algunos títulos referenciales o azarosos. Guasón proviene de un universo cuyo anclaje con la realidad es sólo paradigmático, poético: el universo del cómic. Y si se aparta a Arthur Fleck (nombre original de quien será conocido como Guasón) de este mundo arquetípico, es posible que se quiebre el verosímil y que la irrupción de una realidad posible demande una indispensable solidez dramática. Por ejemplo, habría que haberse profundizado en situaciones, características, detalles, que nos indicaran cuál es la patología de Arthur Fleck, no hacerla tan gráfica y unívoca. En ese sentido Guasón debiera haber mirado mejor Atrapado sin salida que el costado violento de las películas de Scorsese. Para llegar a ese costado violento, Martin Scorsese apeló, siempre, al tempo interno con el que sus actores hacían reaccionar a sus criaturas, y al crescendo dramático de la música no para acentuar momentos de la historia, sino para crear el paisaje sonoro del ambiente que habitan esos personajes. En Guasón la utilización de la música, lejos de darle dramatismo al relato, lo torna grave y banal, caótico y estrepitoso, sin objeto.
¿Qué actores podrían haber interpretado a este Arthur Fleck en una hipotética obra maestra de aquellos tiempos? Uno de esos actores bien podría haber sido Paul Muni. Otro, James Cagney. Otro más: Ernest Borgnine. Y el más extraño de todos, a lo mejor por olvidado, Ned Beatty. Cuatro actores cuyo rango dramático iba de la ternura a la brutalidad sin escalas, que podían ofrecer otra imagen del cuerpo sin necesidad de modificarlo, cuya mirada adquiría el brillo de la situación más que el reverbero del contexto. Sin embargo, este es un ejercicio bastante tonto para llevar adelante, porque esta clase de películas no podría haberse hecho en ese pasado, cuya cercanía a los horrores de la humanidad de entonces causaba desequilibrios reales, en absoluto ficticios. El cine de ayer, hoy, está al alcance de la mano. Hay muchas más plataformas virtuales que contienen aquellas imágenes que las que uno conoce. Lo que no hace obra maestra a Guasón no es la cita o el homenaje a otras formas u otros títulos; es su pereza por no investigarlos en su esencia, en su impacto en las audiencias a las que fueron destinadas, en el sentido que adquirieron por refractar la materialidad de la existencia. Y porque Guasón no invita al espectador a cuestionarse lo que ve: le sirve en su plato deliberadamente ajado un menú cuya propuesta, lamentablemente, tiene gusto rancio.