El hombre perdido
Llanquihue es una ciudad en la región de Los Lagos de la Patagonia chilena. Aunque no está en el extremo sur del país, ese que se rompe en islas cercanas al polo, su paisaje de exuberante frialdad no parece de esta Tierra. Llanquihue, en lengua mapudungun, significa sumergirse en el agua, y ese nombre refiere también a uno de los lagos más grandes de Chile. Frente a la ciudad, que no se ve tan lejana desde la otra orilla del lago, uno puede perderse entre la vegetación, y si quiere, hasta puede esconderse de las miradas ajenas y que uno siente insidiosas. Claro, la ciudad está al alcance de la mano si uno la necesita, pero qué es lo que puede necesitar uno de una ciudad cuando a uno le arrancaron el cuerpo desde la infancia.
Memo vive con el tío Braulio desde hace mucho tiempo. Mucho tiempo son muchos años, quizás toda la vida. Para Memo el pasado quedó tan lejos como en otra geografía, pero el tiempo es autónomo y siempre constante; podría decirse que por eso, porque cada día el tiempo se empeña en repetir la sensación de su curso, Memo sigue atado a la niñez. Ahora es un hombre, un hombre muy gordo que se esconde bajo un capote desteñido y no habla, o dice tan poco que ni siquiera altera el silencio. En la niñez su padre le quitó la voz para vendérsela a un chico que se veía mucho mejor que él frente a las cámaras de la televisión, un chico que luego se convirtió en una estrella rutilante, así que para qué hablar ahora. El tío Braulio quizás no sepa del todo por qué Memo permanece tan callado junto a él, pero cómo no imaginárselo y darle el beso de las buenas noches en la frente a su sobrino. A Memo se le nota el sufrimiento desde la primera impresión. Entonces, se le puede perdonar que se meta en las casas ajenas a ver cómo viven los demás cuando los demás no están allí. Memo es una gacela, es delicado y gentil. Y cuando canta hasta puede ser, y sentirse, hermoso.
Entonces llega Marta, la sobrina de Sergio, el confeccionista que les lleva a Braulio y a Memo cueros de oveja para que los curtan. Marta lleva los cueros esa mañana porque Sergio está enfermo, y Memo no atina a esconderse de ella como siempre se esconde de los otros. Marta pregunta quién es, y su interés no tiene dobleces. Algo en Memo la ha cautivado, algo de la frialdad de ese hombre no se parece a los hombres de aquella tierra. Después el tío Braulio tiene un accidente tonto, Memo se queda solo, a Marta la cautiva su soledad, y Memo, en un rapto de desesperación porque no quiere que lo vuelvan a abandonar, le desnuda su voz a Marta, el caudal de su voz, el ejército de ángeles que sale de su garganta. Y nada podrá ser igual desde ese momento, porque Memo, aún sintiéndose culpable por las reacciones destempladas que lo forzaron a ser quien cree que es, dejó de ser un chico.
En Nadie sabe que estoy aquí, una película de escabullida realidad, Gaspar Antillo moldea un personaje y su entorno a partir de la imagen de Jorge García, y él, un actor de impronta única e intransferible, le da a su personaje y al entorno que lo circunda un aura etérea que transforman a esta obra en un poema breve y muy poco frecuente en la cinematografía de cualquier latitud. El tema central (la explotación infantil, la fama efímera, la percepción del talento y de los propios dones) queda desplazado en el espectador por una sensación de lo más extraña: la de asistir al alumbramiento de alguien que nace cuando ya ha crecido. Y Antillo no utiliza la belleza de sus imágenes con fines de mero esteticismo; la belleza de su película se esconde en el rumor del viento que se lleva las palabras, y en la respiración de un silencio que no necesita gritar para forjar el presente.