Todos quieren dominar el mundo, una película de La Escena dirigida por Adrián Biniez.
Por Carlos Diviesti.
En ciertos cenáculos teatrales de Buenos Aires, desde hace ya mucho tiempo, se ha divulgado una fórmula que aúna la realidad tangible al hecho teatral concreto. Lo que plantea Belén Apestegui en el encuentro que se lleva a cabo en el Centro Cultural de España en Montevideo no es ocioso: el UMF (Umbral Mínimo de Ficción) es una de las herramientas más utilizadas por los teatreros, sobre todo por los teatreros independientes, al momento de plantear un espectáculo.
El UMF plantea que todo, absolutamente todo en el mundo real, guarda en sí algún atisbo ficticio que le permite conformar teatralidad. Un mechón de pelo de otro color, una taza cascada, un mínimo cambio de orden en el desarrollo de una anécdota, son susceptibles de ofrecerle una mirada alterna a la cotidianidad, y es ahí donde se ancla y se radica el hecho escénico.
Tan importante es el UMF que incluso hoy, en la escena porteña, se lo puede rastrear en aquellos espectáculos trabajados de manera canónica y presentados sobre las tablas de un escenario a la italiana. Para Iñaki Guillot, aunque se esfuerce por no ser descortés, la cuestión del UMF le parece vieja: sostiene con firmeza pero sin vehemencia que ese asunto de la realidad en Europa hace añares que se trabaja con mayor o menor enjundia. Iñaki está en Montevideo de vacaciones, pero se corre la voz de que no está en la ciudad para pasear y papar moscas en la rambla, sino que está buscando obras para llevar al principal festival de teatro en Cataluña, festival del que él es programador.
Un español (que no, un catalán, ¡y que no!, un valenciano fanático de la horchata de chufa) no puede estar en Montevideo de vacaciones, del mismo modo que un italiano no tiene por qué quedarse varios días en la Ciudad Vieja por un motivo distinto a que le hayan robado el pasaporte. Un teatrero de Europa no viene a una ciudad como Montevideo si no tiene algo importante que hacer, esa es la verdad más rancia. Así lo entienden el elenco estable del Teatro Nacional Estela Castro, la colectiva del MC-LE, Arenal Zen, el Grupo Temperamento, y desde, la órbita oficial, Marcela Buffano -Subsecretaria de Teatro Independiente de la ROU- y el triunvirato responsable de la AUT -Asociación Uruguaya de Teatreros-, para quienes quedarse con los favores de la Madre Patria e intentar encauzar la política masónica de apelar al secuestro con fines de puesta en escena de algún reclamo sectorial pertinente, no son moco ‘e pavo. Si no hay posibilidades de acceder a dos plazas con todos los gastos pagos, ser dirigidos por Sergi Belbel o tener prensa asegurada más allá de las fronteras, siempre se puede apelar al recurso de armar un escándalo genuino y memorable.
Presentada en 2023 en el festival Detour y en 2024 en el Panorama Internacional del 42º Festival Internacional de Cine del Uruguay, Todos quieren dominar el mundo, además de ser el cuarto largometraje dirigido por Adrián Biniez, es una película de La Escena, la escuela-taller montevideana dirigida por Óscar Estévez y María Cecilia Caballero Jeske que, desde hace más de una década, se encuentra fundamentalmente volcada al oficio de actuar frente a la cámara. A simple vista esta película parece un divertimento o una estudiantina, pero no, no es eso.
Tampoco es una bajada de línea sobre el estado de las cosas en el ámbito cultural de la capital uruguaya, aunque algunos apuntes sean dardos filosos que aciertan en el blanco. Todos quieren dominar el mundo es una comedia que desde su esencia deadpan y su gesto inexpresivo, se propone como vehículo de reflexión sobre un quehacer (la actuación) en un contexto donde la realidad aplasta el trabajo creativo. Para que esto sea eficiente baste un ejemplo que de tan claro se vuelve brutal: en la oficina de la jerarca nacional del teatro independiente la burocracia está íntimamente ligada a la belleza de los herrajes art deco que ornamentan las puertas de aquel viejo edificio.
Es ahí donde la realidad cotidiana choca contra la muralla flexible del ingenio artístico, y es entonces cuando la risa libera esa angustia por sentirse siempre menospreciado, por constatar que esa ilusión de triunfar allende los mares no es otra cosa más que una borrachera trasnochada, y por aceptar, al fin, que ni siquiera en la clandestinidad se puede vivir sin ilusiones.