La gran ilusión
Carlos Diviesti
Una y otra vez debemos elevarnos a las majestuosas alturas de la resistencia a la fuerza física con la fuerza del alma.
Martin Luther King, en el discurso Yo tengo un sueño, 28 de agosto de 1963.
El cine de Hollywood nunca se caracterizó por ofrecer una mirada política filosa. Generalmente las cuestiones políticas o son tomadas desde el lugar del thriller o desde el más cómodo de la biopic, ese subgénero biográfico que este año el Oscar nos entrega por partida cuádruple (ahí van Francotirador, El código Enigma, La teoría del todo y la que nos ocupa ahora, SELMA). Pero antes veamos los thrillers, que en todo caso, y de acuerdo a los cánones hollywoodenses, siempre son más entretenidos: Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) y La conversación (Francis Ford Coppola, 1974) tienen muy alto hándicap, quizás porque ninguna de las dos descarte que el público, además de tomar conciencia de los hechos (el escándalo Watergate en el primer caso, y la vigilancia paraestatal en el segundo), va al cine a divertirse. Es Hollywood, lo sabemos, y por ser Hollywood muchos lo toman livianamente. I como Ícaro (Henri Verneuil, 1979), Un burgués pequeño pequeño (Mario Monicelli, 1977), Dossier 51 (Michel Deville, 1978), El tambor (Volker Schlöndorff, 1979), o la mismísima Shoah (Claude Lanzmann, 1985), también son divertidas en su propia tesitura aunque la memoria crítica las tome como paradigmas de las causas y consecuencias en los cambios sociopolíticos de la época de su producción. Ese cine ya no se hace ni tampoco se hará igual, del mismo modo que la corriente expresionista de los años ’20 es irremplazable. El cine es arte, y Hollywood supo darle a su arte un correlato directamente ligado al esparcimiento y a la caja de recaudaciones.
SELMA quizás más adelante en el tiempo se homologue a los títulos citados porque comparte con la mayoría de ellos la premisa de ficcionalizar los hechos históricos y tornarlos verosímiles a los ojos del espectador de su tiempo. Está comprobado que el público que consume cine aún se ubica en la franja de la adolescencia, cuestión insoslayable para los hacedores de cualquier producción a estrenarse y por eso, si es que vamos otra vez a los títulos del Oscar de este año, notaremos que la cuestión romántica es fundamental para el desarrollo de esas historias (Chris Kyle se va a la guerra en Irak y su esposa lo llama al celular para decirle que está embarazada; Alan Turing le propone matrimonio a Joan Clarke para que pueda trabajar con él en aquella misión secreta y al mismo tiempo mantener oculta su homosexualidad; el amor es lo que sostiene a Stephen y Jane Hawking cuando la enfermedad le devasta el cuerpo a él y lo transforma en apenas un ser humano). Cualquier historia puede contarse desde el sitio que uno prefiera, pero esa preferencia por lo romántico le aporta épica a la trama y facilita el negocio. SELMA se da el lujo de incluir en su desarrollo las desavenencias matrimoniales de Martin Luther King y Coretta Scott, pero el peso político de esas desavenencias es lo que marca la diferencia: si King y Coretta ponen en duda el amor que se tienen es a causa de la intervención del teléfono que le hace el FBI. A SELMA no le importa el matrimonio King sino las consecuencias que la inestabilidad emocional de King le provoque al colectivo negro. Porque en los años ‘60 los negros, si bien eran libres, aún eran esclavos de los dirigentes blancos.
Selma no es una mujer ni es su nombre (que en árabe significa la que tiene paz y en germánico protección divina), es una ciudad en el condado de Dallas, estado de Alabama, que tiene una temperatura promedio anual de 16º centígrados y que fue epicentro de un Domingo Sangriento el 7 de marzo de 1965, cuando la policía local apaleó a unos seiscientos manifestantes que se dirigían hacia la ciudad de Montgomery, en la cual resultó muerto el joven negro Jimmy Lee Jackson. Estas imágenes fueron transmitidas por la CBS desde el lugar de los hechos y conmovieron a todas las razas y a todos los credos, que inmediatamente se mancomunaron para marchar otra vez el 9 de marzo (marcha tras la cual el clérigo James Reeb, blanco, fue muerto a golpes por fanáticos del odio) y persuadieron al presidente Lyndon Johnson a enviar al Congreso el día 15 el proyecto de ley que trata el derecho al voto para los negros, el principal reclamo del colectivo en la primera marcha, en la siguiente y en la del 24 de marzo, aquella que finalmente logró llegar al Capitolio del estado y selló la suerte definitiva al movimiento por los derechos civiles que comandara el doctor Martin Luther King. De eso trata esta película, caldo de cultivo más que suficiente para discursos en primer plano, gestos adustos, gente sufriente, masas resistentes a los embates de la furia racial, niños muertos y madres piadosas. Pero SELMA, la película de Ava DuVernay, aunque tiene todo eso nunca lo propone como exégesis de los hechos sino como elemento dramático, como el necesario coro que testifica la tragedia. Porque la película es otra cosa, algo más que la biopic de la vida y obra de Martin Luther King o un thriller con héroes y villanos. Es, según lo que uno pudo apreciar, la demostración de una tesis: que el cine negro también puede ser masivo. Y eso en absoluto está mal, y tampoco significa que vaya por la senda de la corrección política porque Barack Obama hoy sea presidente y toda la vida haya sido negro.
En los últimos tiempos hubo varias películas sobre la cuestión negra que llegaron a la temporada de premios. Tomemos por caso Preciosa (2009) y El mayordomo (2013), ambas de Lee Daniels, que más que enorgullecerse de su raza la pauperizaban a partir de un recuento de miserias exacerbadas en el primer caso, y en el segundo transformaba un grandes éxitos de los logros negros en un ejercicio de autocomplacencia y autoflagelación. Y convengamos que lo más irritante de 12 años de esclavitud, la película de Steve McQueen ganadora del Oscar a la Mejor Película en 2014, es que allí Solomon Northup no añoraba su vida de hombre libre sino que deseaba dejar de ser esclavo para volver a ser un músico burgués de Nueva York. Podría decirse que añoraba volver a ser blanco. Uno estima que Paul Robeson, aquel adalid del mundo negro en los Estados Unidos, que con su voz tronante y su prestancia escénica conmovió a más de medio mundo en la primera mitad del Siglo XX (sobre todo cantando ese himno que es Ol’ man river), hubiese renegado de semejante bodrio lleno de clichés sobre cómo el hombre es el lobo del hombre. Y qué decir entonces respecto de los hacedores del cine blaxploitation de los ’70, el cine político más radical y mejor musicalizado en la historia del cine norteamericano, ese que puso en la escena mundial imágenes y sonidos de una urbe bullente y de una masa de hombres y mujeres que buscaban su verdadero espacio.
Ya no estamos en la época en que los negros marcharon de Selma a Montgomery para hablar de segregacionismo, aunque sí podemos hablar de la tradición del odio. En agosto de 2014 varios jóvenes negros fueron asesinados por la policía de Los Ángeles por causas en las que lo delictual es una excusa. De ello justamente habló Fruitvale Station (Ryan Cogler, 2013), aunque refieriéndose al asesinato de Oscar Grant en 2008, y de ello también habla SELMA. Si SELMA es importante dentro del contexto del cine de Hollywood se debe a que es una película destinada al gran público (y hasta producida por Brad Pitt y Oprah Winfrey), que no se pone en pose independiente ni contestataria, que habla sobre la necesidad de los pueblos de vivir con dignidad y en paz. Que habla sobre cómo marchar en silencio, uno junto al otro, poniendo el cuerpo en la empresa bajo el sol del final del invierno o de la lluvia en una tarde promediando el verano, marcha que enseña cuál es el verdadero camino. SELMA se vuelve poderosa por su sensibilidad, tanto por la austera puesta en escena como en la la intensidad de su reparto (baste la escena en la que King, luego de una sorda discusión con su mujer, llama a Mahalia Jackson para que lo tranquilice con su voz, para comprender qué queremos decir con sensibilidad). Esa sensibilidad, la misma que no juzga al gobernador George Wallace cuando se niega a darle protección a los marchantes y obliga al presidente Johnson a tomar una decisión, es el hecho político más saliente de esta historia, que amén de ser un rasgo original tiene efectos sanadores porque obliga a tener la ilusión de no arriar nunca las banderas.
SELMA – EL PODER DE UN SUEÑO (Selma, EE.UU., 2014). Dirigida por Ava DuVernay. Escrita por Paul Webb. Producida por Christian Colson, Dede Gardner, Ava DuVernay, Brad Pitt, Oprah Winfrey. Fotografía: Bradford Young. Edición: Spencer Averick. Música: Jason Moran. Intérpretes: David Oyelowo, Tom Wilkinson, Carmen Ejogo, Tim Roth, Lorraine Toussaint, Common, Oprah Winfrey. 128 minutos.
PD 1: Es ignominioso que ni Ava DuVernay como directora ni el extraordinario David Oyelowo como Martin Luther King hayan sido nominados en sus rubros. No solamente es indigno (los reemplazan en dirección Bennet Miller por la cansina Foxcatcher y en actuación masculina Bradley Cooper por su irritante Francotirador gordo, o Steve Carell por su maquillado villano de Foxcatcher) sino que demuestra que lo afroamericano en Hollywood es una pose, que el problema negro no se ha solucionado en el plano de la igualdad porque los negros siguen siendo minoría racial. Algo parecido a lo que pasó durante el macartismo en los ’40, cuando Hollywood se volvió nazi y persiguió judíos acusándolos de comunistas, y donde se cercenaron carreras enteras llevando a tanta gente valiosa a la muerte.
PD 2: Circula por YouTube un registro de la marcha de Selma a Montgomery titulado Selma-Montgomery March, 1965 realizado por la Universidad de Columbia. Su valor histórico es directamente proporcional a la emoción que provocan sus imágenes.