Por Carlos Diviesti.
Detrás de un vidrio muy oscuro.
Claudio Tapia peleó bastante para que le dieran esa promoción a la región XV de la compañía de seguros Santa Marta. Le ganó el puesto a Fanzini y se apresta a reemplazar a Reynoso, aunque esto último no sea tarea sencilla. Porque ese pueblito del interior en el que no pasa gran cosa, donde todos se conocen un poco más de lo conveniente, y donde la piromanía pasó a convertirse en un divertimento de adolescentes, necesita una presencia que sea más confiable que la cara de un funcionario sólido.
Para asegurar lo que tiene de valioso, ese pueblo necesita alguien que sepa embarrarse en el fango del poder, que sepa hacer la vista gorda a los chanchullos del chiquitaje y, entre tantas otras cosas, que sepa discernir cuáles son las sábanas que están limpias de las que no deben ensuciarse. Claudio Tapia, a poco de llegar, se da cuenta de que no es la persona que necesita ese pueblo; más aún cuando de una noche para la otra, uno, dos, tres, siete, nueve autos son incendiados sin explicación aparente.
A mitad de camino entre la clásica comedia de costumbres y la sátira a la despersonalización del mundo tecnológico actual, La teoría de los vidrios rotos elige contar su historia a partir de la máscara tensa de Claudio Tapia (interpretado por el actor argentino Martín Slipak), desde la mirada coral y sardónica del pueblo, entre los que se lucen el comisario de César Troncoso, el diputado de Roberto Birindelli, la peluquera de Jenny Galván, y el perito de la competencia, interpretado por Robert Moré.
Lo que debiera desembocar en un final desaforado ‒tan propio de esa teoría americana que propone sembrar el caos para fundar la violencia en un núcleo social determinado, apenas rompiendo un vidrio‒ deviene en un ejercicio de estilo tan simpático como superficial, donde se extrañan más canciones de los Tololos frente a cámara y de Fanzini ocupando la luna llena.