A todos nos gusta el cine porque nos ofrece mundos completos cuya exploración nos transforma, por un rato, en testigos de las proezas de un demiurgo y de las hazañas de sus adláteres. El ejemplo más concreto de este comentario nos llega desde el cine occidental, que no necesita de analogía alguna para saber que sus historias son comunes a cierto espíritu de cuerpo. Pero muchas veces sucede que Oriente u Oriente Medio hacen un cine distinto, que no se parece a mundo o país alguno porque su pregunta tiene otro basamento, tal vez mucho más llano: dónde está parado el género humano en el tiempo que le toca vivir.
Entonces, creo, podríamos decir que el cine occidental se ocupa de la fantasía y el oriental de la esencia. Quienes se acerquen a ver La decisión (Bedoune tarikh, bedoune emza, que significa algo así como “sin fecha, sin firma”) se encontrarán con un limbo en el que los inocentes y los culpables están perfectamente identificados, pero en el que no sabremos a ciencia cierta (porque está claro que la ciencia no puede dar las respuestas que tampoco están en la palabra de Dios) qué espacio ocupan los difusos territorios del bien y el mal, lo moral y lo inmoral, lo honesto y lo corrupto, y, fundamentalmente, cuál es el camino que recorre el destino para llegar a ciertos desenlaces.
Es una película sin fecha, sin firma, precisamente, que no pretende decidirse cuando los personajes actúan, sino que los deja hacerlo aun a riesgo de perder su heroísmo. Es una película a la que no le importa tanto su efecto cinemático, que más bien se preocupa por llegar al espectador para que piense en cuál es la verdadera miseria del ser humano: si la pobreza o la indecencia, o el no estar del todo seguro en qué se puede creer cuando la certeza es imposible.