Novedades en el frente
Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) el cine tenía la edad de alguno de esos soldados británicos que fueron a combatir al frente, entre la batalla de Lieja y la de Amiens. O a lo mejor un poco más, porque algunos de los jóvenes que se alistaron para combatir no tenían los diecinueve años reglamentarios; muchos tenían dieciséis, quince, catorce… Incluso para esa época eran niños que con el correr de la contienda fueron convirtiéndose en hombres. Una suerte de educación sentimental, como la de todas las guerras. Pero a diferencia de las guerras entre reinos y naciones de antaño, la Primera Guerra Mundial tuvo al cine como cronista de sus escaramuzas. Las imágenes tomadas en las trincheras, en las marchas y en los bombardeos luego se vieron en las pantallas de los tinglados que sirvieron de salas primigenias en los pueblos ingleses.
Cuando esas películas se proyectaban muchos de esos soldados quizás ya estaban muertos, pero su sonrisa, su morisqueta, su pose frente a la cámara, permanecieron indelebles hasta hoy, porque el cine se encargó de que esos niños, esos muchachos, esos hombres, jamás llegaran a viejos y conservaran para siempre ese rapto de sorpresa o de felicidad con el que fueron retratados. Eso es lo que se ve en este documental de Peter Jackson, producido para conmemorar los cien años del fin de las hostilidades de la primera contienda bélica del siglo XX.
Las imágenes que se observan en la pantalla también tienen cien años, o algunos más. Se conservan en su formato original en el Museo Imperial de la Guerra, en Gran Bretaña, y Jackson se dedicó a compilar momentos de aquellas seiscientas horas de material que guarda el museo para esta película. Pero ese material no reflejaba, hoy, la vivencia de la guerra. Tal como se conservan esas filmaciones, y con la velocidad de reproducción que tiene el cine actualmente, la distancia entre el registro y la experiencia resulta tan vasta que hasta es ajena. Por eso Jackson decidió acercarnos a la actualidad la presencia de estos soldados anónimos a quienes podemos identificar a través del miedo que trasuntan sus ojos o de la esperanza de no volver a tenerlo en lo que les quede de vida. Sí, claro, las imágenes están manipuladas, porque entonces el cine no tenía color o sonido originales. Pero esa manipulación no tiene como fin el espectáculo vano: se preocupa por acercar la historia a nuestro presente continuo, y aunque algunos digan que su valor se resiente por la artificialidad del efecto, la sensación de borrar las fronteras del tiempo la transforma más que en un hecho cinematográfico, en un viaje tan maravilloso como brutal hacia la compresión de qué es la humanidad.