Por Carlos Diviesti.
En la primera imagen de Hojas de otoño nos encontramos con una clave: la carne trozada y envasada al vacío se apila, obscena y viscosa, al fondo de la cinta transportadora de la caja. Una sola persona es la que compra, como si acopiara existencias para una futura hecatombe, y un mismo sonido monocorde domina la acción, el del impacto del código de barras en el lector de la registradora.
Hoy, que quizás hayan avanzado las técnicas para el cultivo de carnes sintéticas, esto que vemos debiera formar parte del pasado y sin embargo es nuestro más rancio presente, o nuestro futuro inmediato. Tal vez cuando Ansa encienda la radio a transistores en su minúsculo apartamento y escuche las noticias del día -la destrucción de un hospital en Mariúpol o la caída de cierto número de misiles rusos en Kiev, que seguro habrán dejado carne apilada a la intemperie en ambos casos-, volvamos a descubrir que la iracundia de Aki Kaurismäki no se ha vuelto cinismo con el correr del tiempo.
Lo único que persigue Kaurismäki, inclaudicable, es la utopía de revivir nuestros momentos felices. Cada película de Kaurismäki es como la magdalena que se deslíe en la garganta junto a un sorbo de té, y al igual que lo que le sucede a Proust, cada recuerdo de Kaurismäki se transforma en una canción que al evocarla nos bulle de emociones, pero que no nos arranca un solo gesto visible. ¿Cómo podemos llamarlo a eso, inexpresividad o defensa? Por ejemplo, la puerta de la casa de Ansa –ahora mejor compuesta- es muy similar a la puerta de la casa de Iris, la chica de la fábrica de fósforos; el contenedor donde viven Holappa, Huotari y los dos refugiados kurdos (uno de ellos peligrosamente parecido a Khaled, el refugiado kurdo baleado por neonazis en 2017) podría ser el que habitara M, el hombre sin pasado, en una zona de la ciudad que veinte años después podría tener una nueva edificación alrededor; el cine Ritz al que van Ansa y Huolappa a ver una de Jarmush se parece mucho al cine Elysée de la cita fallida entre Nikander e Ilona, y al que Nikander, Melartin y la esposa de Melartin entran a ver una de Sergio Leone en 1986. Y así con tantas otras cosas como el azul de la noche, las avenidas de Helsinki al final del verano, los tranvías con un solo pasajero y los trabajadores que van al cine y beben copiosamente.
A propósito, ¿Holappa bebe porque está deprimido o está deprimido porque bebe? Quizás el sentido de la vida se encuentre en formular preguntas y en aceptar las divergencias de cada respuesta. El padre y el hermano de Ansa murieron por su alcoholismo y su madre murió de pena por la muerte de los dos, pero eso no es un patrón que nos indique que todos los alcohólicos terminarán igual, con ese poso de tristeza que reverbera en la risa. Como cantan las dos chicas en el bar, syntynyt suruun ja puettu pettymyksin, nacemos en el dolor y nos vestimos con decepciones, y para colmo con ropa prestada en una pensión de mala muerte por un viajante de comercio cargado de frustraciones, sin alas y conforme con los grilletes que lo encadenan a la tierra helada, como canta Huotari en el karaoke. ¿Qué nos queda entonces si nos pasa por encima el tren de la vida? A lo mejor darle una nueva oportunidad a las esperanzas, dejar que descansen a nuestro lado, y permitirnos andar juntos por la misma senda a un paso de distancia. Y no eludir sentirnos trémulos como una hoja a punto de desprenderse de la rama antes de que el viento nos arrastre, inevitablemente, al porvenir.