Pulp Fiction
Sí. Había una vez… en Hollywood es la mejor película de Quentin Tarantino, realizador que en casi tres décadas ha firmado apenas nueve obras, la mayoría de ellas de gran conmoción para la cinefilia mundial. Su estilo chirriante y violento ha permitido que corrieran ríos de tinta (y de tinta electrónica) durante todos estos años, a veces justificadamente, a veces no tanto. Es que sus películas, que revisitan los formatos cinematográficos de siempre, esos que inventaron el cine en continuado, resultan ejercicios tan artificiales y metonímicos que a ciertos grupos de espectadores les impiden ejercer el rancio deporte de la llana diversión. Porque Tarantino es un autor, tal como la crítica gusta de llamar a ciertos cineastas que no se quedan con un cuadro que cause conmoción inmediata o que tocan temas que favorecen la directa y efímera empatía con la audiencia, esa empatía de pop dulce que se esfuma al primer calambre en el estómago. Tarantino (como Pedro Almodóvar con la comedia y el melodrama) trabajó el western, el cine de espías, el screwball y otros subgéneros tan caros a las matinés de otros tiempos, añadiéndoles (no siempre con total eficacia) enormes reflexiones de los personajes sobre cuestiones atinentes al nihilismo de estos últimos tiempos. Pero Había una vez… en Hollywood no es del todo así, aunque lo parezca. Uno podría quedarse frente a la pantalla muchas más horas que las dos horas y cuarenta minutos que dura esta película, observando cómo Tarantino recrea un sitio y una era (Los Ángeles, 1969) con una obsesión por lo verosímil como nunca había mostrado. La historia cuenta la decadencia de Rick Dalton, una ficticia estrella televisiva a la que el firmamento cinematográfico le fue esquivo, y la entreteje con los hechos verdaderos que involucraron a la actriz Sharon Tate y el clan Manson en aquella orgía de sangre que marcó el final de una inocencia que ya estaba corrompida.
No obstante, a Tarantino lo que menos le importa es la anécdota de su historia. Se preocupa por no ser anacrónico, por sembrar en la pantalla detalles que entonces fueron ciertos, por quebrar la percepción de lo ficticio en el clímax de una escena, por que sus personajes respondan al canon de lo humano que permite el arte. Y si esta vez lo consigue plenamente tal vez se deba, también, a la textura de la imagen, cuyos colores desaturados permiten observar que el tiempo detenido en la memoria no necesariamente es real.