El amor a los veinte años
Cuando arrancó el Bafici (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente) yo ya estaba grande. Ya había pasado por escuela y taller de cine; había visto retrospectivas completas en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín y en la Sociedad Hebraica Argentina; había viajado lejos de casa para darle el último adiós a esas salas de barrio que lentamente se iban muriendo; asistía extrañado a los cambios tecnológicos que se empezaban a producir en la captura y proyección cinematográficas; había ganado premios con algunos cortometrajes y había conocido a Renée Zellweger en Playa Varese, cuando volvió el Festival Internacional de Cine a Mar del Plata y tendíamos a pensar que con dos o tres ediciones continuadas, emularía y hasta superaría a Cannes. Ahora estoy más grande todavía. Más que dedicarme al cine bifurqué la carrera hacia el teatro, y la vida me fue llevando a la gestión cultural y a cuidarme la salud. Sin embargo, en abril me abastezco de esa juventud que (se) fatiga en las pantallas de los complejos multisalas, y vuelvo a creer que hacer cine no está tan lejos de los ojos; sigo en la búsqueda de aquellas obras que me brinden emociones desconocidas o extraviadas del destino y que me permitan raspar la fantasía contra la estriada superficie del tiempo. Y cuesta encontrar obras nuevas que desafíen los preceptos aprendidos (incluso los aprendidos hace poco, porque hasta lo nuevo de lo nuevo ya se ha vuelto formulaico), y por eso muchos tenemos la sensación de que el Bafici ya no es lo que era, y nos equivocamos al echarle la culpa a él. Claro que me sigo preguntando qué es el cine independiente, independiente de qué, aunque hoy, cuando ya terminó en Recoleta la vigésima edición de nuestro otoño cinéfilo, ya pueda asegurar que el verdadero cine independiente es el que piensa por sí solo y se abastece con sus sonidos y con sus imágenes.
El Bafici, con veinte ediciones a cuestas, ya tiene su anecdotario y sus leyendas, como las proyecciones de Sátantángó, de Bela Tarr, siete horas de cine húngaro a sala repleta, o las cinco horas de Voces espirituales, de Alexander Sokurov, el año posterior a la gran crisis, en un 2002 con poca paciencia, o la pornografía de autor, y los pallets forrados con tela de jean para descansar tirados cuán largos éramos entre los almohadones dispuestos en la plaza seca del Abasto Shopping Mall, y las maratones de cinco, seis o siete películas al día entre documentalesdecreaciónclásicosremasterizadoscineorientalcinerumanocineuruguayo, y el patio de comidas con chatarra gourmet, y los desacuerdos con la grilla de horarios, y los encuentros con realizadores venidos desde el universo y más allá… Cierto, en eso sí que el Bafici ya no es lo que era; al menos en Buenos Aires la sorpresa cedió a la inmediatez del streaming, y cuántas de las grandes obras que leíamos estrenadas en los grandes festivales internacionales ya podemos verlas dentro de un rato sin necesidad de rezarle a Georges Méliès para que las programen en el Bafici El cine ya no es lo que era, otra vez el mantra. A veces, hoy, no sabemos lo que es. Son cosas que sucedieron en otras oportunidades, claro, pero los clásicos se burlan constantemente de nuestras tribulaciones y siguen siendo más grandes que la vida. Al respecto Norma Desmond fue muy clara con Joe Gillis cuando este le preguntó, en la sala de mármol de aquella mansión en el 10.086 de Sunset Boulevard, si ella era la estrella del cine mudo que había sido tan grande; Norma, airada, mayestática, respondió entonces que aún era grande, que lo que se había vuelto pequeño eran las películas.
En esta edición, la vigésima como dijimos, el Bafici volvió a repetir su consabida, intrincada, asaz frondosa grilla de películas (más de cuatrocientas entre largos, medios y cortos), que a lo sumo puede abarcarse en un diez por ciento cubriéndolo con dedicación exclusiva. De toda esa grilla este año cubrí el cuatro por ciento apenas, tal vez porque mucho de lo exhibido en su marco podrá verse más adelante, como por ejemplo la película ganadora de la Competencia Internacional, la argentina La flor, la épica de catorce horas de Mariano Llinás que transita la mayoría de los géneros cinematográficos, y que viéndola por fuera del espacio del festival tal vez sacie durante largo tiempo el deseo de cine de los espectadores no eventuales. Algo interesante (lo más interesante quizás) fue que este año el Bafici quebró otro récord: 36 sedes, muchas de ellas en los barrios vulnerables de la ciudad y en parques y plazas con entrada libre y gratuita. Esta modalidad de promoción cultural probablemente haya sido la más concurrida y festejada, sobre todo porque, por ejemplo, se le brindó al segmento de público infantil la posibilidad de ver películas alejadas de las formas tradicionales a través de la sección Baficito. Al respecto, se destaca la inclusión de películas como El libro de Lila (2017, Colombia/Uruguay, dirigida por Marcela Rincón González) y Song of the sea (La canción del mar, 2014, Irlanda/Reino Unido, dirigida por Tomm Moore) cuyo tratamiento del tema del olvido y la muerte deja una huella indeleble no por truculento sino por bello e inevitable.
Y si por algo habré de recordar esta edición del Bafici, en la selección privada de tantos otros títulos que ofreció el festival y de los que me enamoré en los últimos veinte años, será por tres películas maravillosas.
Da xiang xi di er zuo (Un elefante sentado y quieto, 2017, China, dirigida por Hu Bo).
Por alguna razón Hu Bo se quitó la vida a los 29 años tras completar su único largometraje, Un elefante sentado y quieto. Su película, cuya duración de cuatro horas en ningún momento resulta excesiva, es un retrato lleno de rabia adolescente sobre el posible fracaso de la sociedad china respecto a los ideales que la impulsaron en el siglo XX. Decimos que ese fracaso es “posible” porque uno no puede asegurarlo, sin embargo esa sensación de culpa al no poder modificar el destino, y esa sensación de vacío que producen sus amplias, desangeladas, imágenes, no nos dejan mucho margen para especular con otra cosa: que nuestras sociedades son como elefantes sentados que no pueden (o no quieren) hacer nada para cambiar el mundo. Hu Bo se preocupa porque entendamos a partir del minucioso, amoroso, trabajo que se toma por construir un verosímil relato con sus fantásticos actores, que a la vez es una de las más sinceras declaraciones de principios que haya dado el cine en lo que va de esta centuria. Lamentablemente Hu Bo no filmará otra película. El mundo se perdió un gran artista, tal vez también por nuestra rara manía de no entender la sensibilidad de los demás.
The disappeared (Los desaparecidos, 2018, Alemania/China, dirigida por Gilad Balam y Adam Kaplan).
Durante todo el metraje de Los desaparecidos, experimento documental sobre una película filmada por el ejército israelí a fines de los años noventa con el fin de prevenir los suicidios de soldados jóvenes en sus filas, se escucha a los protagonistas (actores, director, técnicos) contar lo que posiblemente hubiera motivado la censura del propio ejército y que llevó a que nadie, nunca, pudiera verla. Nosotros tampoco vemos nada. La película está narrada en el presente y en un gran flashback, pero (excepto durante la lectura de dos escenas del guion, en las que el fondo es blanco, al comienzo y al final) la ¿no-imagen-en-negro? jamás impide la reflexión sobre el arte, la política y la represión. Mucho menos extrema que lo que parece, mucho más compleja que su sencillez, presenciarla debería ser una acción indispensable para desentrañar cuál es el alcance del verdadero cine, ese que en una sala oscura te modifica la mirada hacia el mundo, quizás que para siempre.
El juego de la silla (2002, Argentina, dirigida por Ana Katz).
Se entiende perfecto que una película como El juego de la silla no entrara en las selección del Bafici de 2002, porque su humor no era el de aquellos años. Es un humor sordo que produce carcajadas sonoras pero que por ser tan reflexivo no tuvo, en aquel contexto social de una Argentina desviada, o desvalida, el eco que se merecía. Pero El juego de la silla tuvo una carrera fantástica en el teatro, tanto en Buenos Aires como en plazas de otros países de habla hispana. Los Lujine, a diferencia de las familias disfuncionales contemporáneas a su historia, se hacen cargo del peso de la coyuntura sin echarle la culpa de sus frustraciones. Pero lo que no se entiende es cómo esta clase de películas, que se filmaron en tiempos quizás más heroicos para el cine argentino (porque se filmaba menos por falta de medios, porque se estaba renovando temáticamente, porque se experimentaba con la tecnología, porque se fijaba en su alrededor), no sea objeto de revisión con mayor asiduidad en alguna de las salas oficiales que podría programarla. Qué bueno sería observarnos en el cristal de otros tiempos para que no se nos escurra tanto presente.