A fuego lento.
Por Carlos Diviesti.
Dodin Bouffant y Eugénie, en la hacienda de la campiña francesa donde viven, se dedican a experimentar con la comida. Desde el alba hasta el anochecer el chef y su asistente habitan la cocina como un laboratorio, al que invitan a ciertos iniciados a degustar los platos que preparan como dos verdaderos científicos.
Amén de ellos, la única persona que puede pisar la cocina es Violette, la asistente de ambos, una muchacha empeñosa pero sin el talento adecuado para la creación, talento que sí tiene Pauline, la sobrina de Violette, que apenas con gustar sabe determinar a qué producto responde ese sabor. Así se desliza la vida para ellos, una vida a finales del siglo XIX, sin privaciones pero dedicada a los demás.
Porque cuando uno investiga la cocina no prepara comida para sí mismo: la textura de cada ingrediente, el aroma que emana de esa textura con el calor, el color que adquiere en la olla o en el horno, el sabor que le da el tiempo de cocción, el tacto justo para llevarlo a la boca y disfrutar su delicia, están destinados a suspender la emoción en el paladar. La cocina, pues, para ellos, y además del trabajo, es pura energía, pura delicadeza, pura sensualidad. Claro, la cocina, para Dodin Bouffant y Eugénie, es amor, el amor que se profesan el uno a la otra, aunque ella sea reacia al matrimonio para que no pierda sabor el platillo más elaborado del manual, ese que se prepara con exactas proporciones de enjundia y pasión.
¿Qué pasaría si faltara alguno de los ingredientes? La película de Tran Anh Hung por suerte no se propone dilucidar ese interrogante; sí se preocupa por mostrarnos, amorosa y virtuosamente, que preparar la comida no tiene nada de prosaico porque es el resultado de haber aprendido a vivir. Aunque Dodin Bouffant es un personaje de ficción, Marcel Rouff, en 1924, se inspiró para crearlo en uno de los fundadores de la cocina francesa, Anthelme Brillat-Savarin; y hay que destacar que la pareja protagónica de esta película, los soberbios Benoît Magimel y Juliette Binoche, también fueron pareja en la vida real. Tal vez por eso la chispa que se enciende en la pantalla, al trabajar con la medida específica de realidad y ficción, sólo puede producir belleza.