LOS JÓVENES VIEJOS
Por Carlos Diviesti
Quizás generador del último gran movimiento cinematográfico del siglo XX, el Hollywood de los años setenta se caracterizó por hacer de la contracultura la materia prima de sus productos. En esta nota, hacemos una semblanza de esa época de cambios y su repercusión en el presente.
El punto más alto de la ceremonia de clausura de la última edición del Festival de Cannes fue cuando Francis Ford Coppola le entregó la Palma de Oro honorífica a su amigo George Lucas. ¿Por qué Cannes le da recién ahora tan alto reconocimiento a Lucas, si desde los años setenta el planeta le debe el mayor desarrollo técnico en el siglo XX? Sabemos que las grandes distinciones o son una mera y vacua muestra de cariño, o un lavado de viejas culpas por no haber considerado al sujeto durante su mayor apogeo. ¿Y por qué Coppola le entrega el premio a Lucas? Unos días antes Coppola había presentado Megalópolis, su película más reciente –uno de los títulos más escarnecidos por la crítica en esta 77ª edición del Festival– en ese mismo auditorio Louis Lumière. Una respuesta elíptica e indirecta: durante la presentación del premio Coppola recordó el desasosiego de Lucas cuando no obtuvo los derechos para filmar su versión de Flash Gordon, y que Lucas le dijo que él haría su propia historia y que se llamaría Batalla en las estrellas, Guerra estelar, o algo parecido. La generación de ambos, forjada en la sala oscura del cine clásico, fortaleció lo que quizás sea el último gran movimiento de impacto mundial en el siglo XX: eso que se dio en llamar Nuevo Hollywood, el de las pequeñas productoras y de los grandes autores. Una generación que además se partió la boca muchas veces contra el suelo al caerse del Hollywood de lata que se bambolea sobre la colina los días de viento fuerte.
Lo que el viento se llevó
En realidad ese Nuevo Hollywood retoma al Hollywood que creyó matar el Motion Picture Production Code –más conocido como Código Hays, puesto en vigencia en 1934– y que, como Aurora, la Bella Durmiente, despertó en 1966 con la derogación de aquel código de censura previa y con la regulación de contenidos por la Motion Picture Association of America (MPAA).
A medida que el cine crecía como arte y se robustecía mucho más como negocio, el crecimiento artístico del cine se reflejaba tanto en el establecimiento del lenguaje –a partir de las reglas de David Wark Griffith sobre el montaje y la progresión dramática del relato, impulsadas en El nacimiento de una nación (Birth of a Nation, 1915)–, como desde la investigación sobre el impacto del montaje en el intelecto del espectador que desarrollaran, para la escuela soviética, Lev Kulechov, Vsévolod Pudovkin y Sergei Eisenstein. Tanto en el mundo capitalista como en el socialista la irrupción del sonoro en 1927 detuvo la investigación artística formal y modificó el panorama económico del cine; la causa debe atribuirse a los enormes costos que implicó insonorizar las galerías de los estudios donde se filmaban las cintas, y el equipamiento de las salas con nuevos sistemas de proyección y de reproducción del sonido. Esto llevó a Hollywood a mensurar los costos del Star System (el astro o la estrella como impulsores de la taquilla) y del Studio System (la especialización en géneros de los sellos productores –por ejemplo, los gánsteres y la Warner Bros., el melodrama y la Paramount, los musicales y la Metro Goldwyn Mayer–), y también a entender por qué la gente, en épocas de crack económico, simpatizaba con las ideas de aquellos europeos expatriados de entreguerras que el propio Hollywood tomó como mano de obra barata. Esto, más horroroso que Lon Chaney, impulsó a William H. Hays, miembro conspicuo de la Motion Picture Association –exdirector general de Correos de Estados Unidos y afiliado activo al Partido Republicano–, a presentarle al Capitolio un código para regular los contenidos de las películas que virtualmente prohibiría los que estuvieran reñidos con la moral occidental. El código se sancionó en 1930, pero entró en vigencia en 1934; en esos cuatro años Hollywood vivió una auténtica marea roja en la que el sexo, la violencia, la blasfemia, el tráfico de drogas o de personas, la lucha de clases, el fascismo o la debacle económica fueron algunos de los temas que trataron las películas no con palabras o imágenes explícitas, pero sí de manera franca y abierta. Basta con ver la entronización como líder de un delincuente de poca monta en El enemigo público (The Public Enemy, 1931), la desorientación adolescente y la pauperización de la clase media en La edad peligrosa (Wild Boys of the Road, 1933), y la sindicalización como defensa del trabajo y los principios –y su persecución, claro– en Gloria y hambre (Heroes for Sale, 1933), tres títulos producidos y distribuidos por la Warner Bros. y dirigidos por William Wellman, para preguntarse qué hubiese pasado en el mundo de haberse producido más películas como esas. ¿Resultado? Vuelta al decoro y al orgullo del pudor, camas separadas para los matrimonios bien avenidos, patriotismo como eje rector de la sociedad, entre otros valores del Código.
Pero el problema para Hollywood comenzó a ser otro: la lupa puesta sobre la rampante concentración del negocio cinematográfico en unas pocas manos. El Studio System le daba a los seis grandes sellos (Warner Bros., Paramount, Metro Goldwyn Mayer, 20th. Century Fox, RKO y Columbia Pictures) la producción, distribución y exhibición en salas propias de sus películas, lo que para las leyes antitrust sancionadas desde 1890 era claramente un negocio ilegal y llevó a la Suprema Corte de Estados Unidos a fallar contra la Paramount en 1948, estipulando que los sellos productores podían producir y distribuir sus productos pero no exhibirlos en cadenas a su nombre. Este revés, sumado a la amenaza de la televisión en la disputa por quedarse con el público, llevó a Hollywood a buscarle variantes al asunto. El puritanismo del Código Hays, en los años sesenta, no solo sabía rancio sino que impulsaba al espectador a quedarse en casa, donde se veían cosas más parecidas a la realidad que en el Cinemascope del Sueño Americano.
La esperanza y la gloria
Se señala a La jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1966) como el principio del tiempo nuevo. Basada en una novela de Horton Foote y con guion de Lillian Hellman –quien se negó a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que encarcelara por comunista a su marido, Dashiell Hammet, durante el macartismo–, cuenta la historia de una pequeña comunidad en la cuenca petrolera del país conmovida por la fuga del presidio de uno de los suyos, el rebelde Bubber Reeves, la posible vuelta de Bubber al pueblo y su factible linchamiento en caso de que quisiera enturbiar el orden establecido. Un panorama problemático para el sheriff Calder, que no quiere modificar nada pero que tampoco acepta los desbordes de un sistema corrompido. Los ojos del pueblo se posan en Anna, la mujer de Reeves, la amante pública de Jake Rogers (hijo del dueño del pueblo, el petrolero Val Rogers), porque todos intuyen que Bubber irá a buscarla. Pero el preso que se fuga con Bubber mata al conductor del auto que se roban en el camino, así que a Reeves además le imputan un homicidio que no cometió. Aunque ya se habían descubierto los misiles en Cuba, crecía la escalada bélica con la Unión Soviética y a Kennedy lo mataban en Texas, La jauría humana causó tal cimbronazo que fue denostada e incomprendida por la crítica y el público. Sin embargo, más allá del reparto compuesto por Marlon Brando como el sheriff Calder, Robert Redford como Bubber Reeves, Jane Fonda como Anna Reeves, James Fox como Jake Rogers, y Robert Duvall como Edwin Stewart, un cornudo pusilánime que desencadena la tragedia, algo permeó en la gente: era la primera vez que la contracultura tomaba por asalto la pantalla. Derechos civiles, feminismo, libre expresión o el derecho de reunión son apuntes que le dan a La jauría humana una mirada insólita sobre el statu quo estadounidense con Vietnam sobre la línea de flotación.
Aunque los estudios gestaron películas enormes y de puro entretenimiento, los premios de la Academia no pudieron mostrarse indiferentes a los cambios artísticos y sociológicos que se precipitaron sobre Hollywood. El Oscar como Mejor película para Al calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967, sobre los prejuicios raciales en filas de la Policía), Perdidos en la noche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969, sobre la amistad entre un estafador y un gigoló, y la marginalidad en las grandes urbes), o para Patton (Franklin Schaffner, 1970, semblanza que revisa las hazañas militares del célebre general americano) indica que el gusto de la gente había cambiado de forma radical. Este cambio atrajo a una nueva generación de realizadores con otro impulso creativo y potenció carreras que recién habían comenzado, como las de Martin Scorsese (Alguien golpea a mi puerta –Who’s that Knocking at my Door?–, 1967; Calles peligrosas –Mean Streets–, 1970; Alicia ya no vive aquí –Alice Doesn’t Live Here Anymore–, 1974), Brian De Palma (Saludos –Greetings–, 1968; Hermanas diabólicas –Sisters–, 1973; Un fantasma en el paraíso –Phantom in the Paradise–, 1974), Dennis Hopper (Busco mi destino –Easy Rider–, 1969; La última película –The Last Movie–, 1971), Bob Rafelson (Mi vida es mi vida –Five Easy Pieces–, 1970; Castillos de arena –The King of Marvin Gardens–, 1972), George Lucas (THX 1138, 1971; American Graffiti, 1973), entre aquellos que pudieron desarrollar una carrera notable.
Los gloriosos bastardos
Ese Hollywood contracultural que naturalizó tópicos que antes ni siquiera se inferían (en Yo amo a mamá, pero… –Where’s Poppa?, 1970, Carl Reiner– un personaje participa de una violación colectiva y cree haber encontrado en ese policía travestido y violado al amor de su vida), también tuvo tiempo para corregirle el rumbo a los que se salían del flamante molde. Pese a que cada tanto aparecen en retrospectivas de cinemateca, en focos festivaleros o en el catálogo de ciertas plataformas, títulos como Los años verdes (The Sterile Cuckoo, 1969, Alan J. Pakula, sobre la soledad adolescente en el Flower Power, con una notable actuación de Liza Minnelli candidata al Oscar), Diario de una esposa desesperada (Diary of a Mad Housewife, 1971, Frank Perry, sobre el maltrato hacia la mujer y la hipocresía de las clases acomodadas neoyorquinas, con una tremenda performance de la hoy ignorada Carrie Snodgress), Sounder (1972, Martin Ritt, tierno, empático, profundo retrato de una familia afroamericana durante los años de la Gran Depresión), Espantapájaros (Scarecrow, 1973, Jerry Schatzberg, sobre los sueños de dos lúmpenes que solo se tienen el uno para el otro, Palma de Oro en el Festival de Cannes), o Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1974, Sidney Lumet, sobre chapuceros, cambio de sexo y la violencia que nos late a flor de piel, gran clásico del período), fueron muchos, demasiados, los títulos que desaparecieron de la consideración pública tras el regreso del conservadurismo de la mano del presidente Ronald Reagan (un exactor de Hollywood, vaya paradoja), la atomización de los estudios productores o el declive global del número de salas a partir de la década siguiente.
El Viejo Hollywood no le perdonó a los nuevos realizadores o a los pequeños sellos productores “independientes” la osadía artística, la liviandad con la que manejaron presupuestos, y mucho menos los fracasos de taquilla. Pensándolo bien, a lo mejor lo que nunca les perdonó fue traer a la sede de la industria el criterio francés del “auteur”, ese criterio con el que el Cahiers du Cinéma de André Bazin, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Éric Rohmer o Jacques Rivette, revalidó la obra de ciertos artesanos del celuloide como Fritz Lang, Howard Hawks, Nicholas Ray o el mismísimo Alfred Hitchcock. La figura del director, que para los franceses era de la que emanaba toda la maestría de una película, era un despropósito para gastar plata, como cuando se le dio carta blanca para hacer sus bodrios al advenedizo de Orson Welles. Para Hollywood, evidentemente, el único autor aceptado era el sello productor y los únicos temas aceptados eran los que ellos se encargaban de moldear, razón demás para tronchar las ambiciones de mejorar la narrativa, la estética o el sentido último de las películas. A Steven Spielberg no se le dispensó tomar el ataque de Pearl Harbor para el lado de la chacota y le acható todos los chistes a 1941 (1979), pese a que Spielberg hubiese inventado el blockbuster planetario con Tiburón cuatro años antes; a Michael Cimino (1939-2016), luego de la furia contra Vietnam de El francotirador (The Deer Hunter, 1978, Oscar a la Mejor película), no se le permitió el vuelo autoral para edificar un western ni que La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980) durase 325 maravillosos minutos, lo cual llevó a la quiebra a la United Artists, que no pudo recuperar la inversión de 44 millones de dólares, y a que la carrera de Cimino se desintegrara; y a Francis Ford Coppola no se le disculpó la megalomanía de Apocalipsis ahora (Apocalypse Now, 1979), y condenó la sensible y desencantada mirada sobre el amor y el deseo de Golpe al corazón (One From the Heart, 1981, film que se considera el último del Nuevo Hollywood), uno de los grandes títulos de su filmografía, por la la hiperbólica reconstrucción de una Las Vegas de neón en los estudios de American Zoetrope –ese mismo que fundaran Coppola y George Lucas en 1969–.
Peter Bogdanovich (1939-2022) seguramente siempre quiso hacer películas, pero desde la Costa Este era más sencillo escribir buenas monografías sobre sus autores preferidos como Fritz Lang, Orson Welles o John Huston, que imprimir sus propias imágenes en el celuloide. Sus escritos y los ciclos que organizaba para el MoMA neoyorquino le dieron la suficiente fama como para dejarse tentar por Roger Corman y concretar su debut en la Costa Oeste con Míralos morir (Targets, 1967), una película que reúne metraje de una película de terror archivada con la historia de un asesino múltiple surgida de la crónica amarilla de los tabloides.
Un paso exitoso que le permitió filmar otra, más ambiciosa, en blanco y negro y tono elegíaco sobre el fin de la inocencia y el principio de la madurez en un pueblito que se llevan el viento y el polvo tras la Segunda Gran Guerra: La última película (The Last Picture Show, 1971). En 1972 filma ¿Qué pasa, doctor? (What’s Up Doc?) con brío contemporáneo (¡qué impresionante es la persecución por las calles de San Francisco!), una “screwball comedy” como las de los años treinta, con Barbra Streisand y Ryan O’Neal actualizando a Katharine Hepburn y Cary Grant, y en 1973 su retrato crítico, gracioso, entrañable, y pertinentemente monocromo de la Gran Depresión con Luna de papel (Paper Moon), tres títulos que resultaron brutales sucesos de taquilla, y que ubicaron a Bogdanovich en el parnaso de cebo de aquel Olimpo de cartapesta.
Su siguiente apuesta, la segunda y última producción en estrenarse del sello The Director’s Company, es una película que le da peso específico a la historia original de Henry James y al “tempo” de unos primeros planos deudores del Orson Welles de Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942, la segunda película de Welles, mutilada y deformada por la RKO para adaptarla a su línea editorial); una película rendida a la belleza y el talento de Cybill Sheperd y que Bogdanovich hubiese querido protagonizar con ella, su novia de entonces, si Welles hubiese aceptado dirigirla (pero que encontró una de las radiografías del alma humana más perfectas de la historia hollywoodense en la mirada inquieta, cuestionadora y estoicamente triste del malogrado Barry Brown); una película en la que –para desacreditarla– se quiso ver más la historieta romántica de la vida real que el análisis de la conducta prejuiciosa y pueblerina de los estadounidenses a fines del siglo XIX; una película filmada en Suiza e Italia y cuya última línea –en off, con reverbero fantasmal, cuando ya no hay nada que hacer en ese cementerio romano– dice “I’ve lived too long in foreign parts (Viví demasiado tiempo en el exterior)”, un año antes de la retirada de Vietnam; una película que para quienes seguimos la filmografía de Bogdanovich es su auténtica obra maestra… perdón, que es una auténtica obra maestra del cine universal; una película en la que una mujer es la que toma la iniciativa y por lo tanto molesta a los de su clase, y a la que hoy, como no se habla de ella, se le da la espalda porque se la desconoce; una película que se estrenó en Nueva York el 22 de mayo de 1974 y en Montevideo el 13 de mayo de 1976 –en el cine ABC de Constituyente 1707– y al que mucho cine del presente le debe tanto (tanto como a La violencia está en nosotros, La ley del talión, Matadero Cinco, Barrio chino, Calle Hester, tierra de promisión, Nashville, Barrio bohemio, Todos los hombres del presidente o Los usurpadores de cuerpos, títulos que sin dudas amparan la carrera de realizadores modernos, como Christopher Nolan, Yorgos Lanthimos, Todd Field, Paul Thomas Anderson, David Fincher, Greta Gerwig, Chloé Zhao, Kelly Reichardt y Ava DuVernay), es un film que usted nunca olvidará y que quedará grabado a fuego en su corazón –como decían los programas de mano de las salas de barrio–, una película personal e intransferible de Bogdanovich que significó el principio de su largo fracaso posterior, que se llama Daisy Miller y que a partir de ahora nadie debiera perderse, síntesis de una época de jóvenes viejos que seguramente nunca volverá.