Por Carlos Diviesti.
Crecido el mar debajo de la cama.
En la trayectoria de José Pedro Díaz (Montevideo, 1921-2006), que podemos encontrar por internet, se cuenta que fue ensayista, narrador, profesor y crítico literario, pero no se cuenta que una de sus aficiones fue el cine. Y fue una afición a la que le destinó algún esfuerzo porque, por lo que se escucha en las palabras redactadas en un cuaderno, hasta investigó formatos de película para que sus registros tuvieran un sesgo más profesionalizado. Ese buceo a través de la imagen proyectada, de haber sido más profundo, quizás lo hubiera acercado a ciertos puertos que la literatura intuye pero a los que no puede arribar, esos a los que tan fácilmente llegaba Alfonso en Las olas, la bellísima película de Adrián Biniez. Esos puertos, límites, tierras prometidas, si algo cambiaron durante el siglo XX fue la percepción del tiempo. José Pedro Díaz cuenta en sus diarios lo inusitadamente apocado que resultó ser a la hora de narrar, y hasta se lo achaca como una deuda impagable; pero lo que quizás Díaz no haya advertido es que sus imágenes ‒cándidas, simples, apenas un registro de aquel viaje iniciático que emprendiera junto a Amanda Berenguer, su esposa de siempre‒ podían cobrar vida otra vez, una vida tan real como las trombas del recuerdo cuando el mar del alma está inquieto. La virtud de este documental, visto en premier internacional durante el último Bafici, radica en presentárselas al público con toda su fragilidad (es notable el trabajo que realizan los preservadores audiovisuales de la Udelar y que observamos a través de la cámara de Garay), en un constante ir y venir entre un presente y un pasado que no tienen anclaje en el curso de los años. Así vamos de una París con nieve a la Alhambra y sus destellos de colores desvaídos, y del estudio de un escultor cuyo nombre se recuerda con esfuerzo, a la cama humilde donde leía don Antonio Machado; nada que no haga cualquiera que lleve una cámara bajo el brazo, pero que en las palabras de Díaz, tal vez adoloridas más que dolorosas, les devuelven a esas viñetas un vértigo espiritual que en el mundo de hoy es tan difícil de identificar.
En esta misma edición del Bafici, la número veintitrés, también se pudo ver un cortometraje de Daniel Yafalián, notable músico y diseñador de sonido del cine uruguayo, que funciona como posible díptico con El filmador. En El Uruguay no es un río, Yafalián presenta los restos de Cómo estudian y trabajan los niños del campo, un cortometraje realizado por José Pedro Puig para el Consejo de Educación Inicial y Primaria en 1941 que registra el trabajo de un grupo de niños educados en una escuela rural. El tiempo no ha sido pródigo con el soporte de estas imágenes; la cinta de celuloide, dañada hasta la muerte en varios tramos, sin embargo sirve de contrapunto a las voces engoladas de El Uruguay, una colección de grabaciones en vinilo producidas por Andebu en los años sesenta con locutores de la época, cuyas palabras verbalizan el recuerdo de la traza de un país que quizás a simple vista ya no se aprecia. Entre la vorágine de rayas, monstruosas manchas de humedad, quemazones y pintas que jalonan el metraje de la película, Yafalián intenta encontrar el eco de un presente sin forma clara en el que, sin embargo, se vislumbra la sonrisa de un grupo de niños sorprendidos por la cámara, en la mañana de un día claro en el curso de otro siglo.