La poética de la ensoñación
A medida que pasa el tiempo y nos vamos poniendo viejos, algunas cosas que no hicimos en la juventud (ni que hablar de la niñez) comienzan a aparecer en nuestras vidas con formas más simples y cotidianas, como por ejemplo ir a una plaza a hacer entrenamiento funcional para boxeadores. Por supuesto que pasados los cincuenta, difícilmente uno se pueda subir a un cuadrilátero a pelear con un contrincante, aunque el otro esté en las mismas condiciones que uno; pero con el correr de las jornadas uno quizás le pregunte al entrenador cuándo lo va a llevar a un frigorífico a pegarle trompadas a una media res como hace Rocky Balboa en la película. Algo así le sucede a don Sergio, viudo reciente, de 83 casi 84, que acude al llamado de un aviso en el diario que pide a un hombre de entre ochenta y noventa años, autovalente, para un trabajo que lo puede alejar unos meses de su casa en Santiago de Chile. ¿Qué trabajo puede realizar un hombre a esa edad? Agente secreto es uno posible, aunque no sea una de las tareas más difundidas dentro de la cartera laboral que impulsa la Organización Internacional del Trabajo. Don Sergio, pues, de acuerdo con el planteo de Rómulo, el detective privado contratado inicialmente por un particular, habrá de infiltrarse como interno en un geriátrico con la misión de investigar posibles maltratos y robos a los residentes en esa casa de retiro. Una hija quiere saber si su madre es robada por las enfermeras y hasta maltratada por ellas, y don Sergio no debe levantar la perdiz para no ser descubierto: deberá convertirse en todo un topo para llevar adelante y con éxito su misión.
Este es el argumento de El agente topo, que podría ser interpretado, por ejemplo, por Jack Nicholson como don Sergio, y podría tener a Jane Fonda como alguna de las internas del geriátrico. Pero no. Maite Alberdi decanta toda ficción y cuenta esta historia con la posible verdad que permite el género documental, con gente que no percibe la presencia de la cámara y que es registrada al límite del pudor, con historias a las que uno tal vez le descrea la veracidad pero que sin duda alguna ocurren (y ocurrieron, y ocurrirán) tal como se las presenta aquí. El agente topo, después de verla, resulta una de esas películas imposibles porque uno no puede creer que lo que ve, tal como lo ve, haya sucedido de verdad. Pero hay que creerlo. Maite Alberdi, una realizadora delicada, sutil, leal a los protagonistas que elige para sus narraciones, ya dio pruebas de que puede contar historias clásicas con imágenes tomadas en sitios verdaderos, en los que la recreación es mínima o nula, en las que los personajes son personas de las que se ha seleccionado ese momento interesante donde revelan facetas profundas de su carácter, que los identifican y los hacen universales. Como en La Once, donde sigue a su abuela y las amigas durante un lustro cada vez que se juntan a tomar la merienda, o como en Los niños, donde sigue a un grupo de personas con síndrome de Down en su camino a la independencia, Maite Alberdi construye en El agente topo un ejercicio de paciencia, de empatía, de equidad, de nobleza, de respeto y de ternura que obliga al espectador a modificar su mirada hacia las obligaciones para con los mayores. Porque los mayores pueden ser graciosos, soñadores, problemáticos o heroicos, y hasta pueden sufrir por los surcos que les deja el tiempo, pero a los viejos, de ninguna manera, se los debe dejar solos. Porque dejarlos solos, tal vez, sea dejar morir la poesía.