Volver a las raíces
En los años sesenta, durante la Nouvelle Vague, nueva ola francesa que revolucionó el mundo del cine con nuevas temáticas y formas, surgió un personaje llamado Antoine Doinel, interpretado por Jean-Pierre Léaud. Fue primero el niño de Los cuatrocientos golpes, luego el adolescente del corto Antoine y Colette, más adelante el algo más maduro protagonista de Besos robados, luego el hombre casado de Domicilio conyugal y finalmente el divorciado de El amor en fuga. Doinel se volvió un personaje íntimamente ligado a su intérprete y a su director François Truffaut, y a lo largo de los años sirvió como una suerte de álter ego en el que se volcaba bastante de las biografías de ambos.
Mucho de aquel personaje pareciera tener Fausto, protagonista de Los modernos, quien es interpretado por uno de sus directores, Mauro Sarser. Tal como Doinel, se trata de un personaje aniñado, indeciso, algo egoísta, que suele verse abrumado y hasta preso de las circunstancias que se le imponen (muchas de ellas directa consecuencia de sus actos), pero se vuelve interesante por su espíritu crítico, su impostura y su honestidad. Al igual que a Doinel, seguimos a este personaje sencillo pero al mismo tiempo singular, en este laboratorio para la experimentación que es la vida, y lo vemos juguetear con el sayo y las diferentes sustancias, regocijándose y promoviendo explosiones que tienen mucho de fascinante y de terrible, como suele ser la vida.
La ópera prima de la dupla de Mauro Sarser y Marcela Matta presenta, con elegante blanco y negro, un ambiente de hombres y mujeres de treinta y tantos años, en el que conversan o discuten, se enamoran o se separan y enfrentan sus deseos particulares con las grandes decisiones de la vida: la supervivencia, el trabajo, los hijos. En un registro que recuerda a Woody Allen, un humor inteligente se da la mano con el drama y los temores, frustraciones y conflictos presentes en la vida adulta.
Quizá el mayor acierto de Los modernos sea ese: se siente y se respira como un retazo de vida, en el que el espectador puede reflejarse, compararse, colocarse en los zapatos de los protagonistas o juzgarlos, quizá hasta indignarse con ellos y alguna de sus actitudes. Pero generar en la audiencia este efecto no es tarea sencilla, y es algo que sólo los verdaderos conocedores del lenguaje audiovisual y sus herramientas pueden promover. Se requiere un guion atractivo, cuidado y dinámico, que evite que conversaciones de la vida cotidiana suenen forzadas; es imprescindible una buena dirección de actores, quienes deben estar a la altura de la situación; es necesario elaborar una puesta en escena que acompañe y sirva a la narrativa, sin obstaculizarla o contradecirla, y el montaje debe imponer ritmo, manejando la duración de planos y de escenas, sin que se pierda la unidad. Todos estos artificios se vuelven invisibles durante el visionado de Los modernos, lo que da cuentas de una concreción acertada que lleva a que los 135 minutos de metraje se pasen volando.
Pero hay algo más. Desde el guion el personaje critica abiertamente formas de arte en las que no existe linealidad o una historia clara, en las que el minimalismo, la monotonía y el “no pasa nada” forman parte de los postulados esenciales. La película ataca esta manera de hacer arte desde el discurso, pero sobre todo desde la forma: Los modernos es una obra a la que nunca podría cuestionarse su falta de autenticidad, ya que cuenta con personalidad propia, está cargada de contenido y no le faltan cosas que expresar y decir. De hecho, hay pocas grandes temáticas de las que no se hable: la sexualidad, el aborto, la paternidad, la niñez, el desarrollo profesional, la responsabilidad, la televisión, la publicidad, el cine, el teatro, la cultura. Si bien los creadores se sirven de modelos como los de Truffaut y Allen, lo hacen para plantear una historia y una mirada muy propia. En momentos en que la posmodernidad ha roto con las narrativas clásicas una y otra vez, proponer una vuelta a esa linealidad clásica quizá se haya convertido hoy en la verdadera transgresión. Este regreso a la “modernidad” y a las raíces (la música de Gardel resuena una y otra vez) se ve, paradójicamente, como un camino mucho más novedoso e interesante.
Si bien Mauro Sarser imprime a su personaje la frescura y el carisma necesarios para volverlo atractivo, es sin embargo Noelia Campo quien brilla especialmente en el personaje de Clara, en un comienzo la pareja de Fausto, madre divorciada, productora de un programa cultural. Campo se calza el personaje imprimiéndole fuerza y logrando notables cambios de registro durante las múltiples discusiones que mantiene con sus distintos interlocutores.
Si bien la propuesta estética y la historia son notables, también hay algunos puntos débiles. La anécdota principal, la que concierne a Fausto y Clara, es sumamente original y llamativa, pero interesa mucho menos la de una pareja de personajes secundarios, sus amigos interpretados por Federico Guerra y María Paz Rodríguez; pueden servir como contrapunto a la pareja principal, pero en definitiva son menos sólidos y acaban desdibujándose. También hay un punto flaco en el perfil del personaje de Clara, apegada a un programa de televisión que en la película es visto como el típico exabrupto cultural y filosófico grandilocuente, en el que se utilizan términos complicados que en definitiva dicen poco y nada, lo que confunde y lleva a la duda de si la causa que ella defiende –contra un nuevo modelo de programa, también nefasto– es o no pertinente. Otro detalle es que, dentro del cúmulo de diálogos y verborragias que dan cuerpo a la película, se asoman ciertas puntas discursivas en las que pareciera oírse a los directores-guionistas dando un discurso a través de los personajes, ciertas consideraciones acerca de la “contaminación” infantil que puede sonar a mensaje moralista.
Está claro que Mauro Sarser y Marcela Matta son ya de los más interesantes realizadores uruguayos, aunque son varios los riesgos que pueden percibirse y que se asoman. De seguir por este camino –sería lo ideal, los mejores autores son los que se aferran a un estilo y reinciden en él, perfeccionándolo hasta sus últimas consecuencias– podrían existir dos problemas, igual de complicados: el primero, que se repita la fórmula, pero sin nada para decir. El segundo: que se agudicen los diálogos dotados de esa punta discursiva, o que los personajes se conviertan en modélicos sobre lo que habría que decir o pensar, tentación en la que muchos directores europeos y hasta argentinos (Adolfo Aristarain, Alejandro Agresti) suelen caer, convirtiendo sus planteos en bajadas de línea infumables.
Pero el talento está, y también las buenas ideas. Los modernos es un cine nacional diferente, renovado, quizá un puntapié de inspiración para nuevos realizadores uruguayos, así como lo fue 25 Watts –casualmente otra película en blanco y negro– a comienzos de este siglo. Ojalá alguien más tome la posta, y que Sarser y Matta sigan por tan buen camino.
Director: Mauro Sarser y Marcela Matta.
Guion: Mauro Sarser y Marcela Matta.
Elenco: Mauro Sarser, Noelia Campo, Federico Guerra, Stefanía Tortorella, Marie Hélène, María Paz Rodríguez.
Duración: 135 minutos.
País: Uruguay.
Año: 2016.