Por Carlos Diviesti.
Al día siguiente de que se cumplan 45 años del estreno de Rocky en Estados Unidos, en el condado de Los Ángeles más precisamente, yo cumpliré 54. La exhibición del filme se produjo el viernes 3 de diciembre de 1976, en la víspera de mi noveno cumpleaños; si se quiere, ese 4 de diciembre de 1976 se ha vuelto célebre no por mí, sino por ser el día después del estreno de Rocky, uno de los más grandes hitos en la historia de la cultura popular del siglo XX. No es invento de fanático: ¿por qué, si no, aún se escuchan los acordes de la partitura de Bill Conti cuando alguien o algún equipo consigue sobreponerse a las adversidades en alguna justa deportiva o después de algún trance complejo? ¿Y por qué recordamos a Rocky cuando gritamos el nombre de nuestra chica o chico, cuando ella o él aparecen en nuestro campo visual, allá lejos, y necesitamos que estén aquí, tan cerca de nosotros? Porque Rocky no es la historia de un boxeador: es la historia de un trabajador que decide mostrar que tiene agallas para enfrentarse a una vida que hasta entonces no lo trató con la lírica que se merece. Es la historia de cualquiera de nosotros, la clase de historias de las que justamente se nutre la cultura popular para crear a sus héroes.
Ya bastante se ha contado la historia de que Sylvester Stallone nació con fórceps y que, por su mala utilización, al pequeño Sylvester se le cortó un nervio en la cabeza, lo cual le produjo una parálisis en la parte inferior izquierda de la cara. También es sabido que para poder alimentar a su hijo recién nacido, Stallone tuvo que vender a su perro Butkus, y que escribió el guion de Rocky en tres noches, cuando un contacto en Hollywood (sitio que ya conocía por haber tenido alguna que otra participación en películas como Bananas, de Woody Allen, o por protagonizar una película soft porno titulada La fiesta en lo de Kitty y Stud ‒The party at Kitty and Stud’s‒.
Su primer rol protagónico, por el que le pagaron doscientos dólares, lo presentó ante Irwin Winkler y Robert Chartoff, dos productores medianos e independientes, cuyo mayor éxito hasta entonces había sido Baile de ilusiones ‒They shoot horses, don’t they?, Sydney Pollack, 1969‒, una película sobre un inhumano concurso de danza durante la Gran Depresión que recibiera el premio a la mejor película estrenada en 1971, según la Asociación de Críticos Cinematográficos del Uruguay. Winkler y Chartoff podían conseguir el dinero para financiar una película más, algo que contribuyera al esparcimiento de los espectadores en aquella convulsionada década, y la historia que les planteó Stallone, tan parecida a la historia del combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner, bien valía esa inversión.
Chuck Wepner en principio tenía pactado pelear con George Foreman, pero como este perdió el título mundial de los pesados en aquella mítica pelea con Muhammad Alí que tuvo lugar en Zaire, Wepner supuso que sus chances de pelear con un campeón, a los 37 años, ya no podrían concretarse. No obstante, Alí acepto el pacto previo firmado por Wepner con Don King, y la pelea se llevó a cabo el 24 de marzo de 1975 en el Richfield Coliseum de Ohio.
A Wepner lo apodaban el Sangrador de Bayonne porque en casi todas las peleas que llevaba adelante en clubes de aficionados, frente a ignotos rivales y por algunos mangos, sus arcos superciliares terminaban manando sangre al punto de cegarlo. Esa particularidad, que no necesariamente le restaba potencia, y una vez establecida la fecha del combate frente a Alí, llevó al periodismo a definirlo como “un bloque de corazón y sueños que convierten al ring en un mar púrpura”. Estaba muy claro que Alí le ganaría el combate a Wepner, pero lo que nadie se imaginó es que Wepner, sobreponiéndose a la golpiza, mandaría a la lona al campeón en el noveno asalto y resistiría de pie, sangrando de la cabeza a los pies, hasta el round número quince, sin ser noqueado. Dicen que Stallone llamó a Wepner para decirle que haría una película sobre este triunfo del espíritu y el boxeador quedó contento porque alguien reconocía su valentía.
Esa época turbulenta en todo el mundo, cuando la mayoría de los países tenían conflictos políticos derivados de la Guerra Fría entre el este comunista y el oeste capitalista, y –como decíamos antes– necesitaba un héroe al filo de la delincuencia, incapacitado para expresarse poéticamente, roto de antemano pero con los sueños intactos, frágil frente al amor y desesperado por encontrarlo, para quien el sudor y las lágrimas tuvieran el color de la sangre. ¿Hay alguna razón más para que esa película, sin más artilugios que la vibrante coreografía con la que se escenifica el combate entre Rocky Balboa y Apollo Creed, se transformara en un éxito? Sí, una que quizás sea la razón más importante, la que le da diez nominaciones y el Oscar a la mejor película el 28 de marzo de 1977: que la gente estaba ávida por reconocerse en la pantalla del cine, el único sitio donde por unas chirolas la vida diaria dejaba paso a las propias fantasías y también a las que uno desconocía por completo.
El estreno de Rocky en Montevideo y en Buenos Aires se produjo luego del triunfo de Rocky en los Oscar, como ocurría por aquellos años, porque las películas importantes (las que ganaban algún Oscar, porque ganarlo entonces era como acceder a lo que se entendía como eternidad) se estrenaban en temporada alta, entre abril y octubre de cada año. En Montevideo Rocky se estrenó en el cine Trocadero de 18 de Julio y Yaguarón, el 2 de abril de 1977; en Buenos Aires, se estrenó el 23 de junio del mismo año en los cines Gran Rex, Capitol y Gaumont. El cine Trocadero de Montevideo tenía 1.241 butacas; el Gran Rex, el Capitol y el Gaumont de Buenos Aires, 3.300, 874 y 1.500 butacas, respectivamente. En Buenos Aires, se ofrecía con localidades en venta con tres días de anticipación, en cinco funciones diarias, a las 12.35, 15.05, 17.40, 20.20 y 23 horas, según rezaba el anuncio publicitario en el diario La Nación del día del estreno. Dependiendo del éxito de taquilla que tuvieran esas películas, la explotación en los cines de barrio se difería entre cinco y ocho semanas luego del estreno en salas de primera línea. Sucede que ir al cine aun en los años setenta era claramente un evento social, porque encontrarnos con algún conocido en el foyer con baldosones de mármol y escaleras con pasamanos de bronce, cruzando las cortinas de brocato o de terciopelo bordó hacia el interior de la sala, sobre la alfombra roja en los pasillos de la platea, entre las butacas con resortes mullidos y tapizadas en cuero, o alrededor de los miles de pares de ojos que nos rodeaban en las salas de primera línea, le daba a la ocasión de ver una película la sensación de haber tenido una experiencia única e irrepetible en nuestra opaca existencia ‒si se la compara con la imagen refulgente de las grandes estrellas, por supuesto‒. En los cines de barrio, que generalmente estaban a pasitos de casa y el mármol del vestíbulo estaba carcomido, los cortinados apolillados y las butacas rajadas y con los resortes sueltos, la experiencia de ver una película se transformaba en comunión real y concreta entre el espectador y la pantalla, y si en el cine había goteras no era tan importante, porque en casa, al fin y al cabo, también podía haberlas.
¿Vieron Rocky? ¿Recuerdan el apartamento minúsculo donde duerme Rocky o el gorro de lana de Adrian Pennino, la novia de Rocky, o los pelos revueltos y la barba crecida de Paulie, el hermano de Adrian, o el gesto amargo y los dientes amarillos por morder tabaco de Mickey, el entrenador de Rocky? ¿No son idénticos a ciertos lugares o ciertas caras conocidas, de lejos o de cerca, aún hoy?
Sylvester Stallone tiene el raro privilegio de haber sido nominado al Oscar en el mismo año como actor y guionista, como también fue el caso de Charles Chaplin en 1940 (por El gran dictador) y de Orson Welles en 1941 (por El ciudadano); y el sexto actor en haber sido nominado dos veces por el mismo personaje (por orden de aparición: Bing Crosby por su retrato del padre Chuck O’Malley en El buen pastor y Las campanas de Santa María; Peter O’Toole, por su papel del rey Enrique II en Becket y El león en invierno; Al Pacino por interpretar a Michael Corleone en El padrino y El padrino II; Paul Newman por su personaje de Fast Eddie Felston en El audaz y El color del dinero; Cate Blanchett por personificar a la reina Isabel I en Elizabeth y Elizabeth: la edad de oro; y Stallone, por hacer de Rocky Balboa en Rocky y en Creed: corazón de campeón).
La historia de Stallone como artista más allá de Rocky no nos interesa, al menos para esta nota. Tampoco es materia de discusión, en estas líneas, si Rocky merecía ganarle el Oscar a Esta tierra es mi tierra (Bound for glory, Hal Ashby), a Poder que mata (Network, Sidney Lumet), a Todos los hombres del presidente (All the president’s men, Alan J. Pakula) o a Taxi driver (Martin Scorsese), películas todas que, si no las han visto, debieran verlas porque representan lo mejor de Hollywood en los años setenta; o cómo será la posible historia anterior de Rocky si prospera el proyecto de hacer una serie con ese tema. Consignemos, sí, que Rocky Balboa trasciende a su creador y al marco de la película de John G. Avildsen, y adquiere vida propia, siempre con la figura de Stallone, en ocho películas que abarcan más de cuarenta años de la historia del cine, desde 1976 a 2018, aunque en títulos que no lograron ser tan memorables como la versión inicial del personaje. Rocky Balboa gana el cinturón de campeón en Rocky II (1979, Sylvester Stallone), se desmorona y junta los pedazos en Rocky III (Sylvester Stallone, 1982), lucha contra los soviéticos (y los vence) en Rocky IV (Sylvester Stallone, 1984), se jubila en Rocky V (John G. Avildsen, 1990), vuelve al ring por última vez en Rocky Balboa (Sylvester Stallone, 2006), y se transforma en el entrenador de Adonis Johnson, el hijo de Apollo Creed, en Creed: corazón de campeón (Creed, Ryan Coogler, 2015) y Creed II: defendiendo el legado (Creed II, Steven Caple Jr., 2018). Robert Rocky Balboa, pues, es testigo de la transición entre el siglo XX y el siglo XXI, y su mirada conservó esa especie de realismo cándido, de angustia inveterada, de triunfo en pantuflas, de necesidad de seguir viviendo pese al canje de hostilidades o de las costumbres tecnificadas en la época propia de cada película, al menos para quienes lo seguimos fielmente en esas salas de cine (salas que lenta o abruptamente cambiaron su fisonomía y que de palacios plebeyos se convirtieron, dentro de un paseo de compras, en espacios ranciamente comerciales (condición que el cine jamás escondió pero que en otros tiempos se esforzó por disimular). Quizás porque nunca persiguió la gloria, Rocky es uno de los nuestros.
Por eso, cuando se estrenó Creed II: defendiendo el legado en noviembre de 2018 (en complejos multipantallas y en salas de entre 100 y 400 butacas, en versiones subtituladas o dobladas al castellano, o en copias pirata que circulan por internet con diferentes grados de calidad en la imagen) y nos enteramos de que Rocky estaba muy enfermo, no supe cómo expresar mi desazón por saber que incluso aquellas figuras que creemos indestructibles también habrán de morirse. Y así de canoso como estoy ahora, le escribí una carta a Rocky, esta que les transcribo a continuación y que dirigí al gimnasio de Mickey, que nunca despaché por correo y que quizás ahora, ojalá, le llegue a través de las páginas de Dossier.
Sr. Robert Balboa
Gimnasio Mighty Mick’s
2147. N Front Street
(PA 19134) Filadelfia, Pennsylvania
USA
Lanús, 18 de enero de 2018
Querido amigo Rocky Balboa:
le aseguro que me conmovió profundamente la noticia de su enfermedad oncológica. Sé, porque los amigos no necesitamos palabras para advertir el mal momento que pasan nuestros queridos camaradas, que usted no se ha repuesto del todo a la pérdida de su esposa Adrian y de su entrenador Mickey, ni tampoco al desapego de su hijo Robert. Creo que, luego de tantas charlas que mantuvimos antes de ir a dormir, usted ya debe saber que en mí hallará un aliado incondicional en el triunfo y en la derrota. Hoy, que ya soy un hombre grande, me permito expresar mis más hondos sentimientos porque en cierta medida ya son cosa juzgada. A decir verdad, poco me importa si alguien piensa que estoy loco. Usted y yo sabemos perfectamente que a los dos nos anima la inocencia y que eso nos basta para saber que no estamos solos. A los inocentes nos acompaña Dios, o Superman, o Popeye. Y también Rocky Balboa.
Usted me acompaña desde que lo vi por primera vez en agosto de 1977 destrozándose los nudillos contra la carne helada de una media res, o trepando los escalones del Museo de Arte de Filadelfia alzando los brazos al infinito, la tarde en la que enterraron a mi abuelo Juan y mi papá no quiso quedarse en casa y me pidió que lo acompañara al cine, él y yo, solos los dos. Esa tardecita mi papá alzó la mano en la esquina donde el 100 va rumbo a la capital, y fuimos a ver Rocky al National Palace de la avenida San Juan 2461, en el barrio de San Cristóbal de la Ciudad de Buenos Aires. Fue entonces, también, que registro el momento a partir del cual, si es que está libre, me siento en el asiento doble de la rueda junto a la ventanilla. Rocky, por decisión del Ente Nacional de Calificación Cinematográfica, era prohibida para menores de catorce años. A mi papá no le tembló el pulso para pagarle dos entradas más al boletero para que me dejara pasar, haciéndose él responsable del espectáculo que yo presenciaría. Mi papá tenía muchas ganas de ver Rocky, pero atenderlo al abuelo en el hospital no le permitía ir al cine a conocerlo a usted. A mi papá le encantaba el boxeo, le encantaba cubrirse el cuerpo con los brazos cuando veía una pelea por la televisión. Lo que importa, estimado Rocky, es que su historia lo emocionó hasta arrancarle lágrimas. Yo le pregunté si estaba triste porque usted había perdido la pelea y mi papá me dijo: “No, Carlitos, no perdió, no viste que quedó entero en el centro del ring”. Debo confesarle que a mí me gustó más la película de complemento, una película vieja llamada El campeón, en la que el campeón se muere al final por los golpes que le propinara un retador mexicano. De su película me quedo con su carrera por las calles de Filadelfia, con su perro Butkus, y con usted y Adrian yendo a patinar, solos los dos, a la pista de patinaje sobre hielo. Después mi papá me llevó a comer pizza y sopa inglesa en la barra de la pizzería Karasin, y más tarde, casi a las once de la noche, mientras volvíamos en el 100, yo me quedé dormido contra su pecho la mayor parte del viaje. A usted, entonces, le debo que Rocky haya sido la última película que vimos juntos mi papá y yo. No sé cuál fue el motivo por el cual nunca más fuimos al cine los dos solos. Después empecé a ir con mis amigos de la escuela. Muchas veces, le aseguro, no iba con ningún amigo. Suficientes amigos encontraba en la pantalla.
Volviendo al punto, le agradezco porque a través de su película mi papá me usó de escudo contra la adversidad. Ahora creo que fui su escudo. Quizás comprenda mejor por qué el cariño que le profeso a usted se desplaza también hacia otro lugar del corazón. Y que si lo llevo entre mis pertenencias cuando voy al trabajo en el colectivo 100, en la forma de una figura de acción articulada, se debe a que necesito sentirme protegido, porque uno, aunque esté grande, también necesita su escudo como un tracio romano antes de salir al combate en el Coliseo. Cuídese mucho, por favor. Y aquí me tiene para lo que guste mandar siempre que me necesite. Un gran abrazo.
Carlos Diviesti