Por Wilmar Umpiérrez
Pulp Fiction es al cine lo que el disco Nevermind, de Nirvana, es al rock, o la novela Trainspotting, de Irvine Welsh, a la literatura. Vino a remover un panorama (el cinematográfico) que estaba estancado en una narrativa y una estética que se habían anclado en una zona de confort muy amable con la industria, pero que en términos artísticos se parecían más a un bostezo que a buen cine. El disco de la banda de Seattle se editó en 1991, el libro del escocés apareció en las bateas en 1993 y la obra de Quentin Tarantino explotó en 1994. Y hay pocas películas que tengan tanta música, tanta literatura y, fundamentalmente, tanto cine. Hace un cuarto de siglo, este film vino a salvar un lenguaje ‒léase: el cine‒ y confirmó algo que es tan obvio como difícil de lograr: para hacer una película se necesita una buena historia. Pulp Fiction tiene varias historias que se entrelazan en un guion que aún hoy huele a espíritu adolescente y, al igual que la novela citada, nos ayuda a entender cómo era la década de los noventa.
Era sábado de noche y quien esto firma hacía una fila interminable en lo que por entonces era el cine California, en la calle Colonia, entre Ejido y Yaguarón. Las caras de quienes salían de ver esa película de la que tanto se hablaba reflejaban asombro. La mayoría salía en silencio, pero con una sonrisa. Tampoco faltaban los que decían no haber entendido nada. Es que Pulp Fiction era, ante todo, un artefacto provocador que no estaba en los planes de nadie, menos del espectador promedio desacostumbrado a ver un cine fuera de lo convencional. Ya instalado en el fondo de la enorme sala, las reacciones del público eran también un termómetro de lo que ocurría en la pantalla. Unos reían, otros se tapaban la vista y algunos, entre los que se encontraba este humilde servidor, nos lamentábamos de no tener más ojos y oídos, porque no alcanzaba con los que nos dio la naturaleza para procesar toda la información que nos llegaba.
Quentin Jerome Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1964) ya había llamado la atención, y mucho, con su debut, la magnífica Perros de la calle, en la que se las arreglaba para situar casi toda la acción en un galpón. Siendo una película sobre un atraco, casi no se ve un disparo. Pero con Pulp Fiction llegó tempranamente a la mayoría de edad y así, de un día para otro, este exempleado de un videoclub se había transformado en el fenómeno de moda, sólo que, al contrario de lo que ocurre con lo efímero, había llegado para quedarse en el Olimpo del cine industrial. Y lo haría escribiendo, o reescribiendo, la historia, como haría después con Bastardos sin gloria, Django sin cadenas y Había una vez… en Hollywood.
Desde el arranque, el director dejó bien claro que quería agarrar los géneros y ponerlos patas para arriba de la manera más simple: cambiando el estereotipo. Lo hizo con las ya mencionadas, pero también desarrolló esa idea con Kill Bill (donde todo se apoya en una mujer experta en artes marciales, algo sólo visto en algunos pocos ejemplos de cine japonés o chino) y Los ocho más odiados, un western que le dio la espalda al paisaje, desde siempre la matriz del género, y que habría encolerizado al maestro John Ford. Pero en Pulp Fiction ‒a partir de ahora Tiempos violentos‒ las cuestiones más criminales se sustituyen por la más absoluta trivialidad de lo cotidiano y un enfoque que mira directamente hacia eso llamado cultura popular, mediante una cantidad kilométrica de diálogos brillantes. Algo que hasta hoy sorprende. ¿Cómo se puede hablar tanto en una película y al mismo tiempo ir aumentando la tensión del relato?
Con el diario del lunes: es un Tarantino de manual. ¿Por qué estamos hablando de esta película casi treinta años después de su estreno? Una explicación posible es que no ha envejecido debido a ese cúmulo de referencias que se esconden en capas y más capas de estilo cinematográfico. La historia del cine está atiborrada de historias de boxeadores, gánsteres, pistoleros, traficantes, tipos lentos y chicas rápidas. Pero nadie contaba con la audacia mayor de este director: presentar todo ese combo desordenado, como si se tratara de una estructura musical y subrayando la erudición cultural de sus protagonistas.
Sus personajes pueden ser lo más bajo de la escala moral, pero con un nivel de erudición fuera de lo común. Desde su debut, Tarantino tuvo bien claro que los espectadores de “su” cine deben conectar con las criaturas que habitan sus películas a través de las conversaciones. Y esos diálogos podían recorrer territorios de los más diferentes y absurdos a la vez, desde enfrascarse en discusiones sobre programas de televisión o sobre los sabores de las opciones del menú de McDonald’s hasta la importancia de un buen masaje de pies o las complejidades de la sensualidad femenina. Pero más allá del contenido, que escandalizó por igual a los espectadores uruguayos que a los de Cannes, el director siempre supo que el humor tenía que ser el fino hilo con el cual zurcir su relato.
El humor y la violencia jamás se habían dado la mano de esta manera, y jamás volvió a ocurrir, por eso estamos acá. Y otro detalle para tener en cuenta: en 1994 el cine de Estados Unidos, el de los grandes estudios, estaba pasando por un enorme desierto de transiciones que apuntaban a la conformación de empresas productoras independientes; sellos como Miramax (del hoy caído en desgracia Harvey Weinstein) apostaban a proyectos más modestos desde lo presupuestal, pero que a la vez pudieran darles pelea a las superproducciones de Hollywood. Costo menor, ganancia mayor; ese era el Santo Grial de esas empresas.
En ese contexto floreció el Festival de Sundance, que con buen ojo Robert Redford entendió que podía ser una gran plataforma para presentar un cine más pequeño en producción, pero de alto octanaje creativo.
Ahí floreció Tarantino, pero también algunos colegas lustrosos, como Steven Soderbergh y Richard Linklater, directores que apostaron a las ideas y no tanto a los balances contables. Suele decirse con razón que Perros de la calle fue la mecha del cine independiente y Tiempos violentos la explosión. Es cierto, ese cine ya existía desde la época de Roger Corman, pero jamás llegó al nivel de respeto artístico y de rentabilidad económica que alcanzó Tarantino. Dicho en términos reales, la cinta de Tarantino que hoy nos ocupa costó diez millones de dólares y recaudó más de 220. Y otra campana de resonancia del éxito de esta película proviene de un elenco tan insólito como efectivo. Con algunas estrellas ya establecidas (Bruce Willis, Samuel L Jackson, Harvey Keitel, Tim Roth, Christopher Walken, Patricia Arquette), otros que estaban oxidados y casi olvidados y revivieron (caso John Travolta) y figuras en pleno estirón (Uma Thurman), resultó el combo perfecto. Se ha hablado mucho y escrito aún más respecto de la violencia que expone esta cinta. Es cierto que popularizó una suerte de aspereza estilizada que luego se ha querido copiar sin éxito, mezclada con una banda sonora hasta hoy imbatible. La violencia con pretensiones cool en manos de un director mediocre es sólo violencia, en Tarantino se convierte en arte.
Ahí está la diferencia. Y están los momentos, esos fogonazos de cine que son imposibles de olvidar, por eso también esta película rompió moldes y etiquetas. Un ritmo vertiginoso, un montaje fragmentado que pavimenta el cruce entre varias historias que corren al mismo tiempo, los diálogos que ya hemos señalado como geniales y diversas secuencias que son en sí mismas clases de cine.
El baile entre Mia Wallace (Thurman) y Vincent Vega (Travolta) en el Jack Rabbit Slimʼs, la sobredosis de Mia, los conocimientos eruditos sobre hamburguesas de Jules (Jackson) antes de despachar al hombre que le debe dinero a su patrón, no sin antes recitarle un pasaje de la Biblia. La practicidad de míster Wolf (Keitel) para resolver cualquier desastre. Son sólo postales de un cuadro mayor.
Todo eso surgió de la unión entre Tarantino y su amigo guionista y director Roger Avary, que en tres meses escribieron el texto encerrados en un apartamento en Ámsterdam. Es cierto que Tiempos violentos puede ser “una de gánsteres”, pero también funciona como comedia, como homenaje al cine y, fundamentalmente, como un ejercicio artístico que está más allá de los convencionalismos. Y después están los detalles, porque, en definitiva, lo importante está en los detalles. La famosa billetera de Samuel L Jackson con la inscripción “Bad Mother Fucker” es ya en sí misma un elemento que se vende por separado a varios cientos de dólares aún hoy; se dice que Daniel Day Lewis pudo ser Vincent Vega, pero Tarantino se negó y pudo imponer a su preferido, que era Travolta, un hombre con suerte si los hay. Se sabe también que Julia Louis-Dreyfuss estuvo a punto de ser Mia, pero la actriz de Seinfeld estaba con agenda llena y sonó el teléfono de Thurman. A eso se le llama estar en el lugar adecuado en el momento justo. Más de uno habrá buscado en la Biblia el pasaje Ezequiel 25,17 que recita el amigo Jules.
Tarantino dice que se inventó ese pasaje hecho a la medida de su personaje. Otro guiño del director se aprecia cuando Butch (Willis) intenta fugarse después de matar a un boxeador que se suponía que debía dejar que le ganara, y llama a un amigo para que le consiga la forma más segura de llegar hasta la ciudad de Knoxville (donde efectivamente nació Tarantino) y Vincent insiste en regresar a Ámsterdam, allí donde se escribió el guion del film.
La antológica escena del pinchazo de la jeringa con adrenalina que le dan en el pecho a Mia generó más de un desmayo en diversas salas, algo que valió la advertencia previa en posteriores proyecciones. Tarantino rodó esa secuencia manteniendo en el mismo plano a Travolta sosteniendo la jeringa y el resto de la escena es una hábil maniobra de montaje donde la jeringa se queda sin aguja. Y después algunos sostienen que Sam Mendes casi que inventó el cine en su película 1917.
La música en tiempos violentos
Otro apartado histórico de la película es su banda sonora, un soundtrack brillante y poderoso. Si uno habla de Woody Allen sabe que el jazz se derramará de los parlantes. En el caso de Tarantino, sus opciones son más eclécticas y personales. Se trata de una mezcla apretada de surf music, rockabilly, twist, pop de los años cincuenta, mucho soul y muchísimo funk. En la veintena de canciones que amueblan la película, casi todas tienen algo en común: ninguna forma parte de lo que se podría denominar historia aceptada del rock.
En todo caso, caprichosamente se trata del lado B de los años áureos de la música popular de Estados Unidos. Una especie de equivalente de lo que fue el spaghetti western o lo más negro del cine blaxploitation. La cinta reboza de joyas olvidadas, como ‘You Never Can Tell’, de Chuck Berry; ‘Son of a Preacher Man’, de Dusty Springfield; ‘Girl, You’ll Be a Woman Soon’, de Urge Overkill, o el arranque furioso de ‘Misirlou’, de Dick Dale. Y esa canción define a la película. Inicio a toda velocidad, climas varios y resolución inesperada. Nunca una canción sonó tan pensada para arrancar una película.
La tarea de describir lo que se cuenta en Tiempos violentos no es tan sencilla. En principio, un par de pistoleros a sueldo (Samuel L. Jackson y John Travolta) deben recuperar un maletín que perdió su jefe (el enorme, literalmente, Ving Rhames) mientras que ambos discuten sobre cómo se debe comportar uno de ellos (Travolta) en un encargo extra del patrón: distraer por un rato a la esposa del mafioso para que no se aburra, pero sin cruzar el umbral que lo puede llevar a la perdición. Ella, claro, es Thurman. Paralelamente, en otra de las líneas narrativas, un boxeador que jamás llegará a la cima (Bruce Willis) tiene que dejarse caer en la lona en el quinto round a cambio de un montón de billetes, pero todo sale mal. Al mismo tiempo, una parejita de ladronzuelos (Tim Roth y Amanda Plummer) trata de ponerse de acuerdo sobre la pertinencia de asaltar un restaurante, en lo que es el arranque y cierre del film. Si quieren saber sobre la abrumadora aparición de Christopher Walken y su dichoso reloj, tendrán que ver la película, porque, como decía Federico Fellini, en el cine hay cosas sobre las cuales no se puede escribir porque aún no se inventó la forma. Eso es Pulp Fiction.