El mundo que inventamos.
Por Carlos Diviesti.
Eugenia, mejor dicho Blondi, fanática de la banda Blondie aunque no sea contemporánea del auge de esa banda estricta y generacionalmente hablando, tiene un hijo ya crecido y universitario, Mirko, nacido por un aborto mal hecho. Así se lo confiesa Blondi a Mirko, una tarde de lluvia, bajo el toldo de un negocio, mientras comparten un porro. Esa confesión, tan radical en cuanto a la expresión artística se refiere, está contada sin dramatismo alguno, como una circunstancia más del duro camino de vivir. Y de eso trata Blondi, del duro camino de vivir para una madre y un hijo, apegados una al otro mientras se dejan vivir en libertad, en un contexto, el de la Argentina actual, cuyo momento histórico carga con otras capas de momentos históricos tan difíciles de trasladar aún a la ficción, por resistencia, parcialidad o por falta de una necesaria perspectiva. Por eso esta película es muy importante: porque es un compendio del presente y sus personajes, inusualmente profundos, dan cuenta de la historia sin necesidad de apelar a la retórica. En Blondi hablan los cuerpos, los giros del lenguaje, el tono de la voz. Basta con ver las diferentes variantes socioculturales con las que se expresan Blondi (Dolores Fonzi), su hermana Martina (Carla Peterson) y Pepa, la madre de ambas (Rita Cortese), para comprender que tienen edades, formaciones o pertenencias a grupos sociales diferentes y no sólo por la jerga que utilizan. El cuerpo se manifiesta sobre todo en el caso de la gloriosa Pepa: imposible no entender que esa mujer fue adolescente en los años setenta a partir de su forma de andar, de cómo lleva los accesorios que utiliza, de cómo escucha o se para o replica y, sobre todo, de cómo expresa sus convicciones de entonces con la inmediatez del ahora. Esta película también es remarcable porque se permite abordar cada una de sus aristas (artísticas, intelectuales, políticas) desde el prisma de la comedia, porque analiza su objeto de estudio de manera franca y luminosa.