Por Carlos Diviesti.
Segunda parte de una pentalogía comenzada en 2009 (las otras tres partes se estrenarán en los próximos diez años, si no hay objeciones), la epopeya de Pandora, luna del planeta Polifemo, aún intenta difuminar los límites de la realidad sin conseguirlo satisfactoriamente. A diferencia de Tolkien y El señor de los anillos, la creación de un mundo requiere, más que detalles técnicos, de la empatía que generen ambientes y personajes respecto de la experiencia humana.
Lo que en Avatar: El camino del agua sorprende por su brillantez tecnológica, resulta inversamente proporcional a la falta de profundización en los caracteres, que no crecen respecto de la entrega anterior y que dan la pauta de que James Cameron es un gran artesano de la imagen, y un guionista más preocupado por mostrar una sorpresa que nunca llega que por dotar a sus personajes de toda esa “zona gris” por la que transitamos los seres vivos en cada momento de nuestra existencia y que nos arranca sin contradicciones del maniqueísmo ramplón.