Ni vencedores ni vencidos
Hay quienes dicen que habría que remontarse a 1956 para encontrar un Oscar a la mejor película tan endeble como el que Green Book recibió este año. Otros hablan de que habría que ir a 1990 para entender que el Oscar a la mejor película responde a la corrección política de turno. Algunos dicen que Steven Spielberg metió su mano negra para quitarle a Netflix y a Roma la posibilidad de ser la primera película no hablada en inglés en llevarse el premio a la mejor producción del año. Y también hay quienes hubiesen preferido que Black Panther le ganara de punta a punta al anquilosado staff de votantes que tiene la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas en Hollywood, California. Pero bueno, dimes y diretes habrá siempre en todos los espacios del orbe (fíjense qué desbarajuste se armó con el Nobel hace un año y pico por cuestiones similares); lo que está faltando es una especie de análisis lógico de la cuestión, porque Green Book no ganó porque sí. O sí, pero veremos de encontrarle lógica al asunto.
La Academia tiene un sistema de votación cualitativa para la mejor película (todos los miembros votan en esta categoría; el resto de los premios los eligen los entendidos en la cuestión: actores a actores, sonidistas a sonidistas, maquilladores a maquilladores, etcétera) que indica que los votantes deberán listar por orden de prelación cuál es la que reúne las condiciones para llevarse el premio. Pero esto significa que si la segunda o tercera recibió más votos en ese orden de prelación sea la que termine llevándose la estatuilla. O sea, chino básico si se quiere, y ahí le daríamos la diestra y la siniestra al “porque sí” que mencionamos. Esto quiere decir que Green Book probablemente haya sacado menos votos como primera opción pero muchísimos más como segunda o tercera, y en el recuento de sufragios haya sido la vencedora. Pero esto al público no le interesa tanto. No le interesa, bah. Nos interesa si la película vale la pena o no, y un premio de estos no es más que un aliciente para recuperar inversiones millonarias más que un reconocimiento a la excelencia.
Green Book es una buena película. Eficaz en el tratamiento de la tolerancia y la aceptación, bien dirigida, excelentemente actuada (tiene uno de los mejores repartos que haya tenido una película de Hollywood en mucho tiempo, al igual que Black Panther), artísticamente competente. Pero no tiene audacia, y esto es lo que se le achaca al conservadurismo académico: no premiar una película audaz. ¿Y cuándo la Academia premió películas audaces? Uf. Veamos algún ejemplo. Ah, ya sé, la que ganó en 1956 por la producción de 1955, Marty. ¿Marty era una película audaz? Por supuesto que sí, porque ese retrato de un carnicero sometido por el presente que le toca vivir (la posguerra, la crisis de los valores del American way of life, la crisis de identidad de los hijos de los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX, el desfase de algunos por no encajar en el modelo establecido) es una de las pocas elecciones que hizo la Academia respecto de su propio tiempo. Que la película parece edulcorada es cierto, porque las comedias románticas siempre lo fueron, pero en verdad es de una amargura revulsiva. Debieran revisarla para comprender que no es una cuestión de que con Marty la televisión le ganó al cine, porque Marty tuvo una primera versión en 1953 como especial del programa The Philco Television Playhouse. Seguro que se la trajo a colación porque Roma es un derivado de Netflix, pero nada más alejado de todo esto, porque Marty recibió el Oscar a la mejor película mejor dado en toda la historia de los Oscar (esto corre por mi cuenta, claro).
Entonces, ¿cuál es la lógica? Green Book es el espejo de la diversidad en el que se mira la industria de Hollywood, un espejo de superficie pulida y sonrisa latente. ¿No nos gusta? Bueno, es Hollywood. Hollywood es una fábrica de sueños y pesadillas, y demasiado artista independiente (o casi) premió ya en los últimos años. No podía darle el premio a la mejor película al tanque de Black Panther, porque habría sido normalizar el protagonismo afroamericano en la industria y ensalzar el heroísmo y la supremacía que plantea su historia. No podía darle el premio a Roma, porque el Oscar tendría que internacionalizarse de hecho (y no podía darle el premio a una plataforma de streaming como Netflix que fomenta el consumo de pop calentado en tu propio microondas). No podía darle el premio a The Favourite, porque no estamos en épocas para un cine tan arty ni de mujeres tan empoderadas como la reina Anne y sus acólitas. No podía darle el premio a Vice, porque es demasiado ácida para las relaciones de poder que la industria teje con los gobernantes de turno. No podía darle el premio ni a Bohemian Rhapsody ni a A Star Is Born, porque ambas iban a ganar los premios más importantes que merecían (Rami Malek –por su personificación de Freddie Mercury– y Lady Gaga –por la composición de la canción ‘Shallow’– tenían que subir al escenario, vamos, porque al final, contradictoriamente, la entrega del Oscar es un programa de televisión). Y no podían darle el premio a Blackkklansman, la única que lo merecía de verdad este año, porque la industria del cine estadounidense no es de izquierda (liberal en sus términos formales) ni dejó de ser racista (la mayoría blanca, masculina y por sobre los sesenta años de sus miembros es una respuesta posible). Le pudo dar el premio años atrás a dos bodrios como Driving Miss Daysy (Bruce Beresford, 1990, producción 1989) y Twelve Years a Slave (Steve McQueen, 2014, producción 2013) porque no cuestionaban nada ni de la historia ni de lo establecido y reflejaban la imagen que la industria quiere y está acostumbrada a ver de esos temas y de sí misma, y justo Blackkklansman cuestiona ferozmente el rigor intelectual de los gobiernos y de los gobernados en el “Gran País del Norte”. Y a la postre, los festivales de cine se ocupan del arte desde que se inventaron, y la Academia de sostener una materia prima que ya no sabe qué forma tiene ni cómo preparará sus productos en algunos minutos más.