La actividad artística ha acompañado al ser humano desde que este comenzó a accionar en grupos. Sea por el motivo que fuere, el arte ha sido un elemento formador de la cultura, de tal manera que su efecto hacia el interior de esta ha determinado la medida de la evolución de las sensibilidades y las inteligencias en función de un desarrollo paralelo en las comunidades primitivas hasta la fundación de las ciudades. En ese momento, la actividad artística acompañó y más que nada describió en relatos visuales el concepto de cultura de las sociedades en cuestión, de forma que hoy podemos leer en la visualidad artística la propia historia del hombre y sus grandes mitos. Estos persisten en nuestra sociedad, aun cuando hayan perdido la eficacia ideológica (y religiosa) que tuvieron en las primitivas civilizaciones. El arte ha sido producido y, posteriormente, interpelado; ha sido justificado e institucionalizado (o descalificado) en el marco de un juego de poder en el seno de las comunidades.
Los límites epistemológicos del arte están trazados por la dimensión de estos poderes del juego social. Como actividad fundamental para el desarrollo de todas las sociedades, el arte ha sido objeto de contemplación, de análisis y también de destrucción por parte de culturas que consideraron que para imponer su poder era necesario refundar el plan artístico, destruyendo las obras de las culturas sometidas.
Nuestro mundo siempre se ha movido en esta dirección del poder, correspondiente al proverbio “el pez grande se come al chico”, y hay incontestables muestras de este determinismo, que al parecer forma parte de la gran ley del universo: la del cambio.
La culturización de América Latina es harto evidente en este esquema de sustitución. En la sabana africana el león vencedor mata a los cachorros del león derrocado para evitar la continuidad genética del vencido y para generar urgentes oportunidades de apareamiento con el fin de plantar los nuevos genes. Nos guste o no, esta ley del cambio, y sobre todo la lucha por la perpetuidad del poder, siempre está en funcionamiento. La crítica de arte según Lionello Venturi surge en la antigua Grecia en paralelo a la construcción de nuevos modelos artísticos que salvan –producto de una nueva mentalidad– una distancia de lo primitivo, junto con esta extraña y particular forma de gobierno que decide quitar al gobernante el clásico poder divino, que la monarquía absolutista europea reivindicará posteriormente y que se llama democracia. La democracia del siglo V a. C. de Grecia no es la misma que la del siglo XXI –que tampoco es homogénea ni unívoca–, pero en ella están en germen los valores que se jugaron en la Revolución Francesa y en otras revoluciones. Estos valores determinan derechos cívicos –aunque existen derechos naturales pertenecientes al campo de lo ético o al humanismo pleno– que se encuentran al amparo de las estructuras de gobierno que la democracia se confiere a sí misma. Los valores cívicos son, por lo tanto, no sólo elementos estructurales de la democracia, sino fuentes de su propia construcción. Entre ellos se encuentra la libertad de expresión y de opinión.
El célebre aforismo de Voltaire que sostiene que, aun cuando no esté de acuerdo con determinado pensamiento, daría su vida para defender la posibilidad de expresión de ese pensamiento es un auténtico axioma de la democracia. La libre expresión es una de las características de la democracia y lo contrario también es cierto: cuando no hay libre expresión no hay democracia. Algunos –los que se adhieren a la tesis de que el fin justifica los medios– tal vez no estén de acuerdo. Es aquí donde aparece el contenido ideológico de la opinión, que siempre forma parte de una justificación o de una fundamentación. Los fundamentalistas son los extremistas en este tipo de justificaciones.
Si nos afiliamos a la hipótesis de que el arte tiene un fin social –tendríamos que investigarlo ampliamente en función de la historiografía del arte–, deberíamos aceptar que esta actividad, que tiene una contención (o destino) social, una vez que sea de dominio público, será necesariamente objeto de análisis y evaluación, ya sea por parte del público, ya sea por parte de determinados sujetos de la cultura, porque justamente irrumpe en el medio social, con toda la complejidad de un sistema que viene determinado no sólo por el psiquismo del autor, sino por su comprensión del mundo, y a esto se llama ideología. Todo producto artístico es portador de una ideología y la obra en concreto, desde la peculiaridad de su conformación visual, determinará el impacto que siempre es recogido por el observador o el público que posee –y por ello se diferencia– múltiples características intelectuales y sensibles.
Cuando el artista expone, obviamente se expone a lo que podríamos llamar crítica, que en el público en general se remite a un grado de opinión –y en muchos casos al “me gusta” o “no me gusta”– y en el caso profesional (del “oficio” de crítico) se debe buscar fundamentaciones que la sostengan.
Los que escribimos en medios de difusión pública lo hacemos desde nuestra subjetividad como conocedores del tema (de lo contrario seríamos charlatanes), aun cuando cada cual coloque sus principios y su entendimiento en función de lo que sería el objetivo (ideal) de lo que se llama crítica del arte, que debería abarcar un programa de divulgación apto para que el público no entendido pueda comprender el fenómeno artístico y el carácter y validez del objeto artístico que se le presenta para su examen. Gustavo Tabares propone la muerte de la crítica del arte a partir de una publicación –que debemos admitir que es ingeniosa– en la que presenta una especie de manifiesto contra esta actividad.
El contenido de la primera página es inquietante desde el punto de vista ético y cívico, temas que hemos punteado rápidamente líneas arriba. El caso es que Tabares personaliza la crítica en un muy conocido crítico de arte del medio y procede a enumerar una serie de postulados que él supone que son los que aplica toda crítica de arte, por lo tanto, concluye que habría que suprimirla. Todos los indicios van en dirección de trasladar presuntas deficiencias metodológicas (encarnadas posiblemente en el crítico que es tomado de rehén) a efectos de inscribirlas como un plan general de la crítica de arte de nuestro país y, consecuentemente, desacreditarlas. No vamos a ingresar en una polémica de este tipo porque nos interesa mucho más la forma de pensamiento visual del artista –que analizaremos a continuación–, en tanto este pensamiento está formulado desde una absoluta parcialidad de su opinión y con un gesto infantil de rechazo a toda opinión en contrario.
Hemos admitido lo ingenioso de la propuesta (pensamos que el crítico criticado se habrá divertido mucho). Esto nos lleva a analizar el discurso del artista que deberemos situar en el escenario ideológico al que nos proponemos ingresar. Si nos atenemos a lo ya sostenido sobre la libertad de expresión, debemos confesar –porque hay que descartar toda ingenuidad– que cualquier gesto de prohibir una actividad democrática que entendemos necesaria al proceso de divulgación de la cultura en tanto conocimiento es ciertamente peligroso. Suscribimos, por lo tanto, toda actividad crítica que se atenga a los principios de la libertad de expresión responsable, ya sea política, deportiva, científica, religiosa o social y, por supuesto, artística. En tanto, no existe opinión objetiva –a menos que se trate de un dato o información como la del noticiero, que también está plagada de gestos o entonaciones que denuncian subjetividad–, consideramos que la pluralidad de opiniones es la que enriquece la democracia y la civilidad. Vamos, entonces, a exponer nuestra opinión sobre la exposición de Tabares en el Museo Nacional de Artes Visuales desde estas reflexiones previas, que lamentamos que sean tan extensas.
Sabemos que a Tabares no le va a importar nuestra opinión crítica, pero, como hemos dicho, no escribimos para él sino para los lectores de esta página, y porque, además (y le tenemos que dar razón dentro de la tolerancia que preconizamos), concedemos que el arte contemporáneo no la necesita. Para empezar, es muy difícil hacer compatible una crítica de arte –sobre todo para los que creemos en los valores estéticos– ante la implacable y explícita declaración práctica y demostración de que debemos aceptar la banalidad más absoluta, la falta de contenido, la frivolidad más llana, la provocación más burda, la mediocridad aplaudida que la mayor parte de los cultores del arte contemporáneo solemnemente nos proponen.
Hemos llegado a la verificación perfecta y absoluta del pensamiento discepoliano, hoy instaurado como un canon.
Jean Baudrillard ha analizado en profundidad los procesos del simulacro, y sería bueno leer o releer Cultura y simulacro. El arte ha llegado a la fase del simulacro del simulacro. La iconoclasia que Tabares ejercita en buena parte de esta obra (que como toda iconoclasia tiende a la sustitución del poder) está planteada en términos de simulacro, en fase absolutamente inocua, por otra parte. Por la ridiculización de las imágenes, el artista supone que está sustituyendo un poder real –el que realmente tienen personalidades de la cultura y próceres históricos– por la vía del discurso artístico, el cual, fiel a los principios de ambigüedad y oportunismo del arte contemporáneo, no se propone en sustitución de nada. Un análisis iconológico (no iconográfico) del tema demuestra una falta de inteligencia para comprender, por ejemplo, que la imagen de Mickey al revés es más poderosa que al derecho. Esto lo comprobaron los homicidas de San Pedro (perdón por colocar una imagen religiosa) que lo crucificaron cabeza abajo. Esto lo sabe George Baselitz cuando pinta sus retratos de cabeza.
Cuando la iconoclasia no llega a su finalidad, en lugar de un grito de guerra se queda en una mueca patética. De ahí a la ridiculez hay un paso. Tabares no es un gran dibujante, y las peripecias perceptivas del observador ante sus personajes célebres continuamente van registrando datos que lo distraen –por su falta de precisión– de las graciosas orejas del famoso ratón que funcionan como prótesis. Tabares evidencia debilidades en el dibujo de sus retratos, pero obviamente este tema no lo ha considerado, porque el arte contemporáneo no se rige por estos valores –que posiblemente se consideren obsoletos– de lo “bien hecho”. Como todo da igual, todo está bien. Es lógico que no les importe la crítica desde este punto de vista, porque ¿qué habría que criticar? Pero nuestra labor, específicamente, no tiene que ver con detectar inhabilidades, porque en verdad este es un dato menor en la medida en que los propósitos artísticos superen por sí mismos este tipo de dificultades. Sería como poner las desventajas a favor. Muchos artistas lo hicieron, entre ellos Frank Stella, notable pintor abstracto-concreto que sostenía que no sabía dibujar y por ello se dedicó a la abstracción.
No podemos, por lo tanto, colocar los valores estéticos clásicos en estas realizaciones. Este contenedor no admite este tipo de carga. Pero lo que podemos hacer es intentar revelar la ideología que subyace en el simbolismo del ratón Mickey, por ejemplo. La visualidad lo conecta inmediatamente con el mundo del espectáculo y eventualmente con nuestra evolución cultural. La gente de mi generación ha asistido a la creación y al desarrollo de esta figura del cómic y la animación y ha convivido con el mundo de los personajes de Disney. Personalmente agradezco muchos ratos placenteros que me hicieron vivir. Millones de personas también los disfrutan. Cuando crecemos alguien nos dice que los reyes son los padres, y, en adelante, cargamos con un mundo que continuamente nos pincha para que en una forma u otra nos despertemos, cuando, en realidad, a menudo consideramos que es mejor estar dormido (porque la inocencia se ha perdido).
La metáfora del ratón Mickey que maneja Tabares es ambigua porque el artista lleva un símbolo a un plano de representación que banaliza el objeto de representación por la sobrepopularidad de un personaje que resume particularidades psicológicas no precisamente negativas. Pero el símbolo supera al personaje y, desde esta perspectiva ambigua, la impostación de algunos de sus signos (las orejas) en diversas personalidades podría, en primer lugar, adecuarse a una presunción de una serie de afinidades psicológicas con aquellas del personaje y, por otra parte, sobrevuela la idea de conformar un conjunto de propiciadores de la industria del espectáculo (o del arte espectáculo) que siempre es una condición de elite.
Desde esta perspectiva, el artista se situaría en la fase de la crítica al sistema artístico cultural industrial. Sin embargo, este efecto se neutraliza en tanto el propio museo y los patrocinadores de la cultura en Uruguay permiten –como parte de una política de libre expresión y de tolerancia– que las críticas de todo tipo tengan la oportunidad de exhibirse desde la dimensión artística, permitiendo –por una especie de demostración por el absurdo– que el sistema se fortalezca a pesar de las críticas de Tabares, que, por otra parte, no admite críticas. Todo el artificio queda, por lo tanto, planteado como un verdadero simulacro. Como decía Ludwig Wittgenstein, “es difícil aserrar la rama donde estás sentado”. Nosotros diríamos que no es posible, a menos que cortemos la rama desde abajo.
Volviendo a la muestra de Tabares, y con la mayor honradez (que es la que siempre guía nuestros comentarios), digamos que encontramos a un “verdadero” (en términos de genuino creador) Tabares en los volúmenes de madera gastada por el mar y encontradas en la rambla, en las pinturas del fondo de la sala y, particularmente, en una pequeña pintura, muy negra y con el marco pintado de este color, que representa a un felino con los dientes filosos que no se sabe bien si está teniendo una experiencia de terror o de miedo, o está esperando para atacar o para defenderse.
Este escenario, plásticamente impecable, nos ha llamado la atención porque no tiene nada de superficial; es plenamente una pintura en la que el misterio conduce a la experiencia. Hacemos aquí explícita la etimología de la palabra educación (educere), que significa conducir. Es por este motivo que creemos que el arte, o, más bien, los artistas –y también los políticos, etcétera–, tienen que ser docentes, por la capacidad de conducción que poseen.
Por lo demás, creemos que hay demasiado Basquiat en su obra pro grafiti (habría que estudiar a los brasileños de la Semana del 22 para aprender sobre antropofagia en la pintura), algunos intentos conceptualistas muy toscos, una saga de collages insípidos y aburridos, condimentados con unos gramos de pseudopornografía (que siempre viene bien en casos de aburrimiento), referencias al cómic (atención para los incautos: es una estética patrocinada por las multinacionales como Marvel, etcétera) desde alguno de sus personajes más conocidos y otros intentos en los que cierta debilidad del dibujo impide que se llegue a resultados más impactantes. Reconocemos que el factor estético –el viejo y anacrónico “problema de la forma plástica” que ha sido sustituido por el paradigma de lo “expresivamente inexpresivo”– es lábilmente inoperante y posiblemente es más una posibilidad que un desafío (que, no obstante, muchos artistas están tomando desde otros lugares) desde las concepciones del arte contemporáneo. Así que ¿qué le vamos a hacer?