Por Inés Olmedo.
De cuerpo entero o cabezas, las Toby jugs han sabido poblar pubs ingleses, vitrinas de coleccionistas y de hogares, remates montevideanos y numerosas entradas en la web. Nacieron junto a platos y delicadas figuritas de damas de porcelana en las fábricas de cerámica inglesas en el siglo XVIII, pero también se produjeron en el Japón ocupado de los años cincuenta. Hoy podemos encontrarlas con personajes contemporáneos en materiales como la silicona o el plástico, pero siguen produciéndose con las mismas técnicas tradicionales en varios lugares del mundo.
Nos gusten o las consideremos de mal gusto, ellas forman parte de una larga y universal tradición artística de vasos y jarras antropomorfas, cuyos cuerpos y cabezas modelados para recibir líquidos nos recuerdan inevitablemente el origen sagrado de estas formas utilitarias y el vínculo con rituales de apropiación del cuerpo del enemigo. Aparecen en Sumeria, en Egipto, pero también en culturas africanas como la nok. En el Congo se conocen como ninski, y van a dar a América durante el período esclavista, con artistas que las integran a la artesanía popular y reeditan estas cabezas de orgullosos dientes, que se parecen a las producidas por influencia de los colonizadores ingleses en la región de Carolina del Sur.
Al sur, en el período prehispánico tenemos las bellas cabezas-jarra toltecas y mochicas. Los españoles traían sus propias supersticiones populares sobre el poder mágico que podía encerrar una jarra: desde maldiciones y desgracias, hasta la esperanza contenida en las “jarras de boda”.
Un intrincado juego de coincidencias, influencias e integraciones recorre entonces la historia de estos recipientes aptos para guardar, trasladar o beber líquidos capaces de quitarnos o mantener la vida, pero también hacerla más feliz o desgraciada. Algo de eso trasciende la apariencia inocente de las Toby jugs, que con sus retratos de bebedores y personajes populares aparecen por 1760 en Staffordshire.
En sentido estricto, las Toby jugs son personajes de cuerpo entero, generalmente sentados, y a las jarras que representan solo cabeza y hombros se les llama “jarras retrato”, “maskarons”, o “face jugs”. Este segundo tipo aparece a finales del siglo XIX, y su época de esplendor coincide con la producción de los diseños de Charles Noke, jefe de modelos entre 1889 y 1941 de la fábrica Doulton.
Esta fábrica, fundada en 1815 como Doulton and Co., recibe en 1902 el sello real y pasa a llamarse Royal Dounton. Hoy, como en el pasado, produce vajilla, figuritas de porcelana y las tradicionales jarras de personajes, y si bien hay otras manufacturas en todo el mundo, incluyendo inglesas, que producen este tipo de jarras, sigue siendo la marca de referencia.
Cuando pensamos en fenómenos como esta vigencia de las Toby jugs, sea de sus modelos más antiguos como de los más contemporáneos, impone preguntarnos qué las ha hecho sobrevivir a los grandes cambios estéticos de nuestra cultura artística, y por qué siguen produciéndose hoy modelos con vestuarios del siglo XVIII. ¿Será que, como con los dinosaurios, tienen el encanto de un tiempo perdido? Esos tricornios, chalecos que parecen a punto de perder los botones, pantalones cortos, ¿nos hablan de una época donde un hombre común podía irse a la taberna y fumarse una pipa, tomar toda la cerveza que quisiera, comer fritos y volver a casa tambaleante pero sin culpa? Quizás. También nos retratan una humanidad desdentada, con marcas de viruela, con narices enrojecidas por el alcohol, con la piel curtida por la intemperie.
Sea que el nombre Toby homenajee a un famoso borrachín o al personaje Sir Toby Belch de Shakespeare, coincidamos en que no son un modelo de salud, precisamente, pero nos miran con cómplice benevolencia, a veces a través del velo de una mirada perdida por la borrachera, pero siempre amistosa. No son lindos, no son un buen ejemplo para los jóvenes, pero seguramente sí tienen buenas historias para contar sobre su pata de palo o cómo se ganaron un loro y un parche en el ojo.
Algunos, como el pirata, participan de una estirpe de anónimos personajes que el escultor ha modelado con rasgos un poco caricaturescos pero naturalistas, que se complementan con los esmaltes que cuidadosamente replican pieles enrojecidas, colores sólidos en el pelo y la ropa, ojos brillantes.
Otros tienen nombre y apellido, y fueron personajes conocidos en su pueblo, como Martha Gunn (1726-1815) de Brighton, que operaba un carruaje para los baños de mar de las damas. Otros se hicieron famosos por la prensa de las páginas policiales, o fueron reyes o políticos, actores o cantantes conocidos por el gran público. Dentro de este panteón más bien masculino, cuyo espacio tradicional está destinado a los hombres, aparecen varias representaciones femeninas: la ancianita desdentada, actrices de teatro y de cine, bebedoras sin nombre. Además del sello abajo, en la parte posterior de la pieza es tradicional colocar el nombre del personaje representado, y que el asa contenga una forma vinculada con la historia del personaje. En el caso de Ana Bolena, por ejemplo, el hacha con que fue decapitada.
Si nos preguntamos qué contexto cultural y material propició la aparición y éxito de estas jarras, quizás tengamos que pensar a la vez en un público nuevo y en una tradición de humor que accede a la reproducción masiva de imágenes, pero también en la unión de innovaciones técnicas y cambios filosóficos y políticos que marcan el fin del siglo XVIII. El humor inglés encuentra en la caricatura una vía efectiva para llegar a un público cada vez mayor, no siempre alfabetizado.
Constantemente, en la cultura ha habido bufones y trovadores, y se han necesitado unos a otros: los bufones refrescan los mensajes y sus formas porque tienen un contacto directo con la sensibilidad popular, los trovadores profundizan y dan alas a esos contenidos con formas capaces de trascender la comunicación inmediata. Shakespeare lo entendió así, por eso sus historias siempre integran la visión del bufón, o del loco, o del tonto, que representa esa otra mirada, cargada de verdad pero fuera del discurso hegemónico. Aparece en el arte barroco del siglo XVII en la forma de personajes y temas que nunca antes se habían considerado dignos de ser representados en su real apariencia: mendigos, viejas que fríen huevos, enanos, moscas y ratones. El mundo de la representación se expandió a la vez que se descubrían nuevas tierras y se abría paso una nueva clase social, que apreciaba estos productos artísticos capaces de representar sus cuerpos reales, sin idealización ni ajuste al canon de belleza aristocrático, volcado a la imagen de reyes, santos y dioses mitológicos que habitaban palacios y bellos jardines. Estos nuevos temas y espacios coinciden con un aumento de la producción material de bienes, que ahora ya son accesibles para capas más amplias de la sociedad, que consumen o aspiran a poseer objetos artísticos.
La evolución, especialmente en Inglaterra, de las técnicas industriales aplicadas a la elaboración de objetos decorativos y de uso y su abaratamiento se encuentran entonces con un público nuevo, que se forma estéticamente en la cultura visual de la época, independiente y paralela al gran arte, que sigue atado a las convenciones del arte clásico.
El arte dirigido a este público nuevo no carece de sentido moral, como sucede con las pinturas y grabados de Hoggart, por el contrario, tiene un afán moralista respecto a las costumbres y a sus efectos sociales, pero a la vez funciona como un necesario espejo de la experiencia directa del espectador, algo en lo que puede reconocerse y reconocer a los que conoce, o ha visto en la prensa. Que de los grabados se pasara al volumen, era un paso, y que se diera su reproducción masiva era esperable en el contexto inglés, volcado a la innovación técnica y tecnológica que permitió el desarrollo de pastas, esmaltes y formas de aplicarlos, con el consiguiente desarrollo de líneas pensadas para estimular el consumo y el coleccionismo.
Se pone de moda tener y exhibir los objetos domésticos, que se multiplican y se amontonan empujados por el “horror al vacío” de la era victoriana, que lejos de terminar, pervive hoy como una capa antigua del gusto popular, inmune antes los discursos “minimalistas” de la modernidad. Es así que mientras la Bauhaus y las vanguardias del diseño del siglo XX nos proponen nuevas y más despojadas maneras de habitar, esa subterránea pulsión por poblar nuestras casas de compañías como las Toby jugs persiste y atraviesa nuestra cultura contemporánea, estableciendo ese delicado pero firme tramado de una estética de los márgenes, que nos une con nuestros antepasados africanos, sumerios, mesoamericanos y más acá, con los ceramistas que modelan nuevas versiones de antiguos borrachines, o actualizan las líneas de colección con actores, personajes de historietas y políticos. De todas maneras, se aseguran alimentar el coleccionismo que requiere una inversión modesta, unos veinte dólares, para adquirir una pieza contemporánea, seriada y firmada.
Las piezas originales del siglo XVIII pueden alcanzar unos cinco mil dólares o más, lo mismo que algunas rarezas, como la taza con el retrato de Clark Gable, de la que solo se produjeron dos mil copias y quedan cien en circulación.
El material para asesorarse antes de una compra está disponible en la web en varios lugares, pero es especialmente recomendable visitar el sitio de The American Toby Jug Museum, donde hay catálogos accesibles en línea.
Hay que esperar a Gauguin y a 1899 para que un artista pueda unir en una pieza todos estos finos lazos entre culturas y se nos ofrezca en un autorretrato-jarra realizado en la misma cerámica y pintado con el mismo tipo de esmaltes que las Toby jugs de su época. El rostro del artista, con los ojos cerrados, enmarcado en un trapo, se ofrece como un misterio, y dicen los que lo han visto, que no hay fotografía capaz de reproducir los tonos exactos del esmalte, que sugiere que hay sangre corriendo por su cara. Sólo Gauguin y sus entrecruzadas circunstancias entre la vida burguesa occidental y la búsqueda del paraíso primigenio, la influencia de las estéticas modernistas y a la vez su afán experimental fuera de los límites de la pintura, podrían haber dado esta versión artística de una Toby jug.
De todas maneras, nada mejor que dejarse llevar por su propio gusto si elige emprender el camino de rodearse de estas presencias feas pero amistosas. Si algo no puede discutirse es sobre gustos, pero –sobre todo– que las Toby jugs constituyen parte de una categoría atractiva: siempre serán una buena “pieza de conversación”.