Por Daniel Tomasini.
Luiz Dolino es un artista brasileño que está exponiendo en la Galería Diana Saravia bajo la curaduría del Ministro de la Embajada de Brasil en Uruguay, Luiz Claudio Themudo. Dolino es un artista abstracto-concreto, es decir que trabaja con formas que pueden reducirse a conceptos geométricos. Además, es un extraordinario colorista. Tuvo sus orígenes en la pintura informal y fue adquiriendo conocimiento del arte al mismo tiempo que asimilaba influencias. No obstante, cumplió fehacientemente con el mandato de su mentor Rubem Valentim de “ser tú mismo”. Este encuentro con la manera personal fue decantado muy especialmente en su visita a Montevideo en los años ochenta, cuando conoció a grandes maestros de arte uruguayos: José Pedro Costigliolo y María Freire, con los cuales trabó una gran amistad que también apoyó promocionando y comprando la obra de ellos. Por otra parte, estos encuentros producían conocimiento que el artista incorporaba. Esta amistad selló las búsquedas de Dolino, quien se concentró en su propuesta estética la cual, independientemente de las influencias, tiene una impronta tan personal que podríamos decir que es inédita (a pesar de que se tenga que incluir en determinada categoría estética). Junto con su maestro Iván Serpa, Dolino siempre ha reconocido la influencia de estos artistas uruguayos en su obra.
Si en Costigliolo encontramos el magma candente, moviéndose en corrientes subterráneas y listo para explotar, o directamente explotando, y en María Freire encontramos los íconos arquetípicos de una cultura perdida, anterior a lo primitivo y por lo tanto hermética, cuyo secreto y cuyo misterio necesita de llaves especiales para develarlo, en Dolino encontramos la poesía y la música, lenguajes universales que inauguran mundos que giran en el momento lírico o dramático acompañados de movimientos musicales que penetran los espacios cromáticos creados a propósito de estas sinfonías. Dolino es un compositor, con una métrica matemáticamente ajustada. El color en Dolino es la figura, es el protagonista, el espectáculo, el agente eléctrico que conecta y despierta profundidades sensibles. El color también es la forma o, de otra manera, el color es su propia forma. Ver una obra de Dolino –pintura, serigrafía, collage– es navegar sintiendo el viento en la cara. El maestro domina los secretos del color desde la interioridad genésica del pigmento. Su pintura no tiene interferencias, no aparece la pincelada ni el toque matérico. Sus planos son espacios cromáticos particulares y únicos, donde el pigmento habla su propio lenguaje. Controlando el brillo, la tonalidad y la sutil capacidad de las mezclas, el artista hace participar estos planos cromáticos como enunciados geométricos de formas cerradas y concretas cuyos límites producen acontecimientos. El impacto de cualquiera de sus pinturas se debe al equilibrio con que estas formas-color se relacionan, hablándose mutuamente y hablando al observador o –tal vez– planteado interrogantes esenciales, aquellas interrogantes que todavía no tienen respuesta. Las pinturas de Dolino no se pueden decodificar, no existe fórmula hermenéutica posible para ello. Se encuentran ante la situación planteada por el legendario artista ruso Kazimir Malevich, fundador del suprematismo, para quien la suprema sensibilidad era la llamada a inaugurar el arte del futuro (hablaba en 1920). Malevich, creador del famoso “blanco sobre blanco”, hoy en el MOMA, propone enfrentarse a la creación desde la pura sensibilidad. Esto implica –y lo hacemos extensivo a la obra de Dolino– que el espectador no imponga ningún dispositivo intelectual o –si se quiere– racional para su análisis. No puede haber análisis posible frente a la obra (aquí lo estamos haciendo de manera genérica para que el lector comprenda el alcance y la significación de su pintura). En realidad, contemplar su obra es una experiencia estética y visual. Para ello de nada sirven los fantasmas que siempre acuden cuando –generalmente– miramos pintura: “me gusta, no me gusta”, “esto lo vi en otra parte”, “al final son papeles coloreados”, etc. etc. Puede acontecer, sin embargo, que la obra del artista brasileño, si le permitimos que se contacte con nosotros, aunque sea por un instante, llegue a imponerse desde la profundidad de la seriedad con que fue concebida y mostrarse en su intimidad. Para ello necesita nuestro permiso –otorgado desde algún intersticio de nuestros prejuicios– para habilitarle la comunicación. A pesar de todo, y en tanto estamos programados para ello, es prácticamente imposible eludir las asociaciones que juegan un papel importante en el pensamiento. Entonces podemos llegar a sentir –incluso sin que el pensamiento actúe directamente, sino inconscientemente– una forma aprisionada por otra que le impone su peso, donde el color amarillo de la primera podría aludir a algún secreto valioso que justamente está dominado por una forma triangular-piramidal, insólitamente conectada por una línea al extremo de la pintura (lo cual la abstrae de ser considerada una pirámide en sentido estricto). Instintivamente vamos en pos del misterio de las pirámides, aunque la incertidumbre juega un papel trascendental en esta contemplación porque sabemos que lo literal (el tema) no forma parte de la ideología de Dolino. Esta incertidumbre deja lugar a considerar que en definitiva este tipo de interpretaciones es absolutamente libre y que podemos ver lo que queramos ver. Esta libertad de interpretación está contenida en las posibilidades de la forma del color a que nos referimos y que es la que activa nuestra percepción. Sugeriríamos, por otra parte, evitar todo este tipo de asociaciones y contemplar la obra de Dolino desde el puro universo plástico donde habita y pertenece. En otra instancia es posible llegar a sentir las íntimas rispideces de los planos coloreados que quieren imponerse a sus planos vecinos y para lo cual el pintor los ha sometido a un equilibrio inestable (y también implacable), donde un luminoso y dominante rectángulo bermellón se impone en este juego de fuerzas intentando resistir. También podemos llegar a sentir la “especie” de un pigmento verde que quiere desplazarse hacia otro lugar; no obstante, el pintor lo ha retenido momentáneamente con un inteligente juego de valoración de la tonalidad, del matiz y del brillo reduciéndolo a planos que deben cumplir con los deberes de la reciprocidad plástica. El color genera espacialidad y es muy adecuado a los juegos ópticos. Dolino domina a la perfección esta condición cromática. A veces se perciben como páginas que se pliegan y son simplemente producto del agregado de una forma que permite hacer esta lectura por medio de un juego óptico. Otras veces las formas intentan iniciar un movimiento, como si recibieran una orden. En otros casos los planos reducen el espacio al mínimo –como las antiguas pinturas egipcias– para concentrar su energía cromática en los límites de las formas. Cada color es dueño de su forma con la cual, en un diálogo silencioso aunque sonoro –al fin de cuentas el color es producto de la energía lumínica–, cada una intenta imponerse desde su propia personalidad, pero es retenida y confinada a ese espacio por la habilidad del pintor, aunque persista calladamente en su intención.
Esta exposición tiene el nivel de un gran artista de proyección internacional, habiendo expuesto en más de cincuenta países. Demuestra la enorme capacidad de lenguaje que tiene su obra que puede ser comprendida –diríamos inmediatamente– por habitantes de cualquier parte del mundo. Esta obra es producto de una experiencia de más de cincuenta años de investigación y de estudio, y el artista siempre recuerda con agradecimiento, en este trayecto, a todos aquellos que lo ayudaron a llegar a este lugar de reconocimiento.