Una mirada intimista de José Pedro Costigliolo.
Malena Rodríguez Guglielmone.
Son tres cuadernos chicos, con espiral, típicos de escuela o liceo. Uno fino, otro mediano y el tercero, grueso. Este último tiene un número 2 en la tapa, lo que da cuenta de que es una segunda parte de una desaparecida primera. El texto se empieza a desplegar en lo que sería la página 143, y en los otros dos cuadernos las páginas también están numeradas, escritas a lápiz y con lapicera, con una letra por momentos difícil de entender. No sabemos la fecha en que fueron escritos pero sí que su autora es María Freire (1917-2015), la artista moderna uruguaya que junto con su marido, José Pedro Costigliolo (1902-1987), impulsó el arte no figurativo, una de las pocas corrientes alternativas del arte uruguayo del siglo XX. Al leer estas páginas austeras y envejecidas se percibe la rotunda intención de la artista de dejar registro de la vida y evolución plástica de su pareja, la incesante búsqueda de ambos y un pantallazo muy rico del arte en esta región a mediados del siglo pasado.
Fotos por Celeste Carnevale
Uno de los cuadernos está enteramente dedicado a repasar la vida y la obra de “Costi”, como llamaban a Costigliolo sus amigos y María. Tenemos la mirada de su compañera, que no sólo era artista y comulgaba con él en esa puja por hallar la armonía, sino también crítica y profesora de historia del arte, lo que le brindaba una percepción rica y muy legítima. En la primera página de este cuaderno se lee: “Es mi propósito lograr un perfil global de la vida y la obra de José Pedro Costigliolo, revelando detalles acaso no conocidos, para que con los años adquieran la validez de un testimonio complementario para quienes se interesen por la biografía de este excepcional pintor. […] Lo que se escribe tiene todo el peso de la memoria viviente sufriente y sostenida”.
Sus apuntes empiezan dando cuenta del origen del artista. Habla de sus raíces italianas del norte. Su padre, Rafael Costigliolo, argentino, de La Boca, hijo de los genoveses Costigliolo y Carbone. Su madre, Margarita Pasolini, oriunda de Pando, y más lejanamente del Lago di Como a través de los Pasolini y los Peroni. Su abuelo, Andrés Pasolini, explotaba las canteras del Parque Rodó a fines del siglo XX, canteras que perdió luego de un pleito con el Estado. José Pedro Costigliolo nació en Isla de Flores 381, una casa del barrio Palermo. Segundo hijo y único varón de cuatro hermanos, creció en un entorno que le impregnó el amor por el candombe, el conocimiento de los viejos tamborileros, el contacto directo con el ritmo. “Sabía repiquetear los dedos sobre el tambor, la lonja, la mesa o una caja cualquiera, con un ritmo sorprendente”, recuerda María. ¿Habrá tenido algo que ver ese contacto iniciático con el ritmo con el movimiento de sus cuadrados y rectángulos en el lienzo en el último período de su vida?
Su juventud, al decir de María Freire, fue bastante excéntrica en la provinciana Montevideo de los años veinte. “Diría acaso escandalosa en sus actitudes, capaz de rasurarse la mitad de la cabeza como hacían los alumnos de [Johannes] Itten en Alemania, en la Bauhaus. Pensemos por un lado, el cabello largo, lacio, de tan negro, azul –al decir de [Héctor] Sgarbi–, y por otro, la piel blanquísima de casi un adolescente. Capaz de mandarse confeccionar una camisa roja que entonces nadie procesaba porque no se vendía en ningún negocio. Y con esa camisa bermellón se paseaba con insólita audacia por Montevideo”.
En la página 20 la artista titula “Desarrollo de su actividad – Vocación”. Habla de la vocación temprana de su pareja, de su formación tradicional y las esperanzas de sus padres de que consiguiera un buen empleo en el sector bancario: “No supieron comprender que en aquel joven rebelde a los convencionalismos de la sociedad montevideana de las primeras décadas del siglo había para estimular una personalidad en potencia con aptitudes extraordinarias para la pintura”.
Primeras búsquedas
En los catálogos de obra se menciona su pasaje por el Círculo de Bellas Artes, donde estudió con el profesor catalán Vicente Puig y el pintor Guillermo Laborde entre 1921 y 1925. Pero pocos saben que antes, cuando tenía poco más de 17 años, concurrió a escondidas a los cursos nocturnos de dibujo del escultor José Luis Zorrilla de San Martín. Como trabajaba todo el día sólo disponía de la noche para estudiar. Esos primeros estudios “no pasaron de algunos croquis y ejercicios a carbonilla porque tuvo que abandonar por problemas familiares. Le era difícil burlar la exagerada vigilancia paterna, escribe María.
Más adelante, retomó sus estudios en el Círculo de Bellas Artes. Los escritos destacan lo respetado y querido que era Guillermo Laborde por sus alumnos, que se sentían estimulados permanentemente. Laborde buscaba fortalecer los atributos individuales de cada uno para alcanzar la sabiduría plástica. Los alumnos –entre los que se encontraban Héctor Sgarbi, Alfredo de Simone, Luis Fayol, Manuel Carbajal Victorica– colaboraban con el maestro Laborde en trabajos más concretos. Decoraban cines, teatros, armaban escenografías, vestuarios, creaban carros alegóricos en carnaval. Además, tenían la posibilidad de exhibir sus obras.
“En lo que se relaciona con el joven Costigliolo, el maestro Laborde jamás puso una mano sobre sus ejercicios. Lo dejaba trabajar solo, impresionado por su manifiesta actitud antinaturalista y su intuitiva inclinación a fragmentar el espacio y las formas, en una suerte de planismo que tiene una incipiente relación con el arte geométrico”.
Esta libertad creativa de Costigliolo, sin embargo, no fue siempre bien recibida. Para muchos era demasiado vanguardista y representaba cierta amenaza al statu quo. María Freire recuerda cuando el director del Círculo de Bellas Artes era el profesor Domingo Bazurro y en la muestra de fin de cursos no se exhibieron las obras de Costigliolo. Al parecer, como era una institución privada que recibía una subvención del Estado, temían que se la retiraran por creer que estaban enseñando el tipo de arte que se apreciaba en la obra de Costigliolo, tan diferente del resto. “Desde ese momento Costi comenzó a conocer la incomprensión, la injusticia, la adversidad, términos que le acompañaron siempre en su largo vivir”.
Con 23 años abandonó el Círculo de Bellas Artes. Le siguieron un par de infructuosas presentaciones a becas en el exterior que le causaron una gran decepción. Seguía ahondando en su búsqueda plástica, llevando la realidad a un nivel cada vez más abstracto, al mismo tiempo que trabajaba como bancario, siguiendo la línea de su padre, que fue director de un banco. Pero en su trabajo lo declararon cesante por sus ideas “avanzadas” –mejor dicho, anarquistas–. Entre los jerarcas y Costigliolo se entabló un conflicto que duró mucho tiempo y que terminó con su alejamiento.
María Freire recuerda las anécdotas que contaba su marido de la época de bancario. “Cuando las contaba, se reía a carcajadas. Era el recuerdo que más gracia le hacía, enfrentando el mando, mediocridad y rigor de algunos jefes y la sumisión de los empleados. […] La rebeldía de Costi, que hoy sería normal, en aquella época era intolerable”.
En el Banco de Crédito trabajó nueve años. Cuenta María que su compañero era capaz de perder un empleo por no querer usar sombrero, ese accesorio considerado entonces “complemento indispensable de un correcto vestir”. En muchas conversaciones con amigos decía que había sido de los primeros en abandonar el rito del sombrero. Su irreverencia a la hora de vestir reflejaba una libertad mental y filosófica. Se trataba de un hombre muy lector, de ideas socialistas, que no admitía la imposición desde las autoridades, en especial en lo relativo a la creación artística. Se movía a su aire, expresando su forma de pensar, siempre con una mirada lúdica sobre la realidad. En sus cuadernos, María Freire se refiere a su sentido del humor: “Costi poseía un sentido del humor muy formal. Tenía siempre a flor de labios la palabra justa o ‘injusta’ para terminar o subrayar una conversación, con una frase de fina y aguda ironía que provocaba el asombro, la sorpresa y la risa de todos”.
La artista recuerda que cuando viajaban por España en compañía de su amigo el doctor Carlos Martínez, él tenía que detener su auto para reír a gusto por los inesperados “juicios” finales de Costi, “siempre entredientes pero irónicos hasta la jocosidad”. “A veces me hacía acordar a Borges. He reído mucho con el humor de Costi, le gustaba jugar al humor sin maldad”, comenta Freire.
Sus decepciones laborales en muchos casos coincidieron con las artísticas. En 1927 volvió a presentarse a la beca que otorgaban el Círculo de Bellas Artes y el Ministerio de Instrucción Pública, cuyo resultado fue muy polémico. El tema propuesto era “Un caballo y un soldado”, y los aspirantes se pusieron a trabajar en una dependencia militar del Prado. “Costigliolo planteó y resolvió muy satisfactoriamente el tema, con más dominio y soltura que los demás participantes. El jurado se vio ante un serio problema porque nadie dudaba [de] que la obra de Costigliolo era superior, pero no podían negársela a José Cúneo, también aspirante, que pasado en edad, 40 años, era un pintor consagrado, con varios viajes a Europa –lo cierto [es] que en esa prueba no estaba a la altura de sus méritos–. La deshonestidad del jurado antepuso el compromiso personal con Cúneo a la evidente superioridad de un joven cuya trayectoria se limitaba a los salones de primavera”.
Cambio de rumbo
Ese año Costigliolo decidió abandonar la pintura, se dedicó a crear en el mundo gráfico y viajó mucho a Buenos Aires. Se alejó de su familia y se dedicó a la publicidad. Cultivó una vida bohemia, aunque llevaba una existencia muy solitaria.
Uno de sus primeros premios lo obtuvo en 1929 en el Concurso de Afiches organizado por Palacio de la Música. “Hasta los organizadores quedaron sorprendidos por el resultado del concurso, porque se trataba de una composición abstracta que superaba sus conocimientos. Fue el primer afiche con ideas modernas que se realizó en Uruguay”.
Alrededor de 1930 Costigliolo conoció al artista mexicano David Alfaro Siqueiros, que estaba exiliado en Montevideo. Se hicieron amigos, Costigliolo lo visitaba en su taller del Prado. Salían juntos a comprar pinturas y asistían a reuniones en su casa que tenían una impronta más política que artística. “No sintió nunca admiración por la obra de Siqueiros. Le era indiferente, más bien la consideraba un tanto académica, descriptiva, de origen renacentista italiano. Recordaba Costi esos años como una aventura simpática pero sin trascendencia para su pintura. Tampoco se interesó por Joaquín Torres García. Ni por su obra, ni por su pedagogía, ni por sus conferencias. Lo cierto es que había perdido el interés por la pintura”.
Hasta que llegó a sus manos L’Esprit Nouveau, una serie de revistas que dirigían el pintor Amédée Ozenfant y el pintor y arquitecto Charles Jeanneret, más conocido como Le Corbusier. El propósito era difundir los principios del purismo. El planteo era superar al cubismo, retornar a la pureza del arte. Costigliolo experimentó un fuerte impacto al tomar contacto con esta visión artística. El purismo fue un disparador para que volviera a crear, un incentivo que lo conectó fuertemente con su esencia y lo llevó a manejar la forma y el color con mucha fuerza.
“Comprende, aunque con bastante atraso, que hay principios de abstracción fundamentales a indagar, a investigar. Para crear sus composiciones se vale de formas manufacturadas. Botellas, vasos, jarras, tazas, cuyos contornos levanta sobre el plano con independencia descriptiva. Interpretaba los contornos como ritmos y relacionaba las formas de acuerdo a sus similares fragmentos de sus perímetros hasta que, con todo el conjunto, motivar una construcción, una abstracción. En cuanto al color, lo integra de un modo planista. Al principio fue, como se acostumbra a decir, un pintor de domingo, pero rápidamente la pintura volvió a manifestarse como una necesidad vital y trabajó intensamente, con esa impaciencia que caracterizaba su personalidad”.
Sus primeros trabajos muestran un colorido muy intenso. Pero esto cambió bajo el influjo del pintor Emilio Petorutti, quien le sugirió una paleta más sobria, menos violenta. Petorutti había hecho una exposición en el Atelier de Montevideo donde se conocieron. Gracias al artista argentino expuso en una galería de Buenos Aires.
Por esas épocas también incorporó la figura humana en este planteo más geométrico, sometiéndola a una transformación. La etapa más purista de Costigliolo se ve precedida por otra más mecanicista, en la que se aleja del contacto visual, de la naturaleza, con abstracciones cada vez más rigurosas. “Comprendió que el arte abstracto es un arte de transición y que la belleza tal como se la entendió en el pasado, terminó. El siglo XX proporciona posibilidades de investigar en conceptos de belleza nueva”.
Por entonces descubrió el neoplasticisimo de Piet Mondrian y de Theo van Doesburg, y a los constructivistas rusos. Empezó a cobrar vital importancia la estructura en sus composiciones, como producto de ese proceso de síntesis y fragmentación. El círculo ocupó un lugar importante en esa etapa y se intensificaron los colores. Lo que en un comienzo fueron líneas ortogonales viró hacia lo oblicuo. “Costigliolo no aceptaba para su arte la simetría. Además se libera de la estructura ortogonal como algo que siente [que] dará más impulso dinámico a sus composiciones. Su arte, según algunos estudiosos, se va desplegando de la abstracción al arte concreto”.
Encuentros con artistas no figurativos
Las estructuras oblicuas se transformaron en curvas. En 1951 un grupo de artistas no figurativos hicieron una reunión en la Facultad de Arquitectura de Montevideo. Era un momento muy importante en la vida de Costigliolo, porque su arte se iba definiendo, formaba parte de un movimiento, ese movimiento se hacía oír. Pero lo crucial es que en esa reunión conoció a la que sería su mujer, María Freire. Este detalle no lo cuenta María en sus cuadernos. Esta mujer por entonces muy joven –29 años– estaba viviendo en Colonia, donde daba clases de dibujo y compartía alumnos en el liceo con Rhod Rothfuss, un uruguayo fuertemente vinculado al arte Madí. Ya era una artista abstracta que se expresaba por medio de la pintura y la escultura. Y a partir del contacto con Costigliolo, retornó a Montevideo. Buscaron un lugar para vivir juntos y dedicarse al arte. María dejó la escultura porque a su marido le gustaba pintar con música clásica y ella no quería romper la armonía con los golpes de martillo. Pero nada de eso figura en sus escritos. Allí habla solamente de esa reunión de artistas no figurativos que estaban dándose a conocer entre sí y al mundo. “En realidad se hicieron varias reuniones con acaloradas discusiones. Recuerdo que asistió el pintor Gyula Kosice. Queríamos organizar una gran muestra con la colaboración de todos los artistas que en ese momento hubieran superado la pintura académica o impresionista de caracteres naturalistas”.
Aparte del húngaro Kosice, uno de los fundadores del movimiento Madí, participaron Costigliolo, Lincoln Presno, Antonio Llorens, Guiscardo Améndola, Julio Verdier, Federico Orcajo Acuña, Rohd Rothfuss, Juan Ventayol y Óscar García Reino. Los integrantes del taller Torres García declinaron exponer con ellos. De esas reuniones surgió el Grupo de Arte No Figurativo. A este encuentro le siguió una exposición de Freire, Llorens y Costigliolo en una galería montevideana. Poco después, asistieron a la II Bienal de Arte Moderno de San Pablo, donde tomaron contacto con obra de cubistas, puristas, futuristas, neoplasticistas, expresionistas-abstractos y concretos. Unos meses más tarde llegó a Montevideo una muestra proveniente de la bienal: obras de Mondrian y otros artistas de los Países Bajos. A su vez, en 1955 Costigliolo participó en una gran muestra colectiva. Mucha efervescencia y movimiento, real coherencia entre la vida y la obra.
“Está en plena época concreta –ya no hay ningún elemento del mundo visual–. Se vale del plano, líneas, formas, tensiones, ritmos, color, plano liso. Relación entre todos los elementos plásticos. […] En 1956, por invitación de las autoridades, Costigliolo y yo expusimos en el Museo de Arte Moderno de San Pablo Y al año siguiente en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro. En 1957 Costigliolo obtiene el Premio de Pintura en el III Salón Bienal de Artes Plásticas. Esto le permite viajar a Europa por dos años. Ya no había necesidad de estudiar en ninguna escuela, en ningún taller, o con determinados maestros. La lección estaba en los museos, en las galerías. Había que perfeccionar lo realizado”.
Europa es una fuente de conocimientos, de inspiración, de intercambio. Conocen al pintor abstracto franco-alemán Hans Hartung, con quien charlan horas en español pues había estado casado con Roberta González, hija del pintor español Julio González. Al momento de la visita su mujer era la pintora Eva Bergman, prima de la actriz sueca Ingrid. En un taller de impresión de Montmartre tuvieron en sus manos una parte de la serie Tauromaquia, de Pablo Picasso, que se estaba imprimiendo. “Como Costi era un artista gráfico, sabía mucho de litografía. Disfrutó mucho más que yo, todavía más, este momento tan imprevisto como afortunado”.
Conocieron personalmente a Antoine Pevsner, impulsor del constructivismo ruso; a Henry Moore, creador de la escultura abstracta a quien visitaron en Londres; a Alexander Calder, que les causó una gran impresión; a Alberto Magnelli; a Friedrich Vordemberge-Gildewart, pionero del arte concreto en Alemania, entre muchísimos más.
Con Moore –“ese hombre tan seguro de sí mismo, muy modesto, tan sabio, tan genial, tan privilegiado por el destino”– hablaron de la forma y el hueco. Cuenta Freire: “Henry Moore nos dijo, no hay formas y hueco diferenciadas, todo es forma, todo es espacio. Todo era experiencia de la vida y del arte. Casi siempre de la vida una triste experiencia. Del arte, cada vez más afortunados en nuestros conocimientos. Costi no era de carácter fácil. Si no era de su interés un artista no gastaba tiempo en cortesías. Además no quería nunca hablar de él. Algunas experiencias fueron adversas, decepcionantes y otras veces lo contrario. Lo que en un libro pasaba inadvertido en la realidad era una revelación”.
Viajaron mucho con amigos. Con José María Podestá que conocía muy bien Roma y sus rincones más valiosos; con Héctor Sgarbi en Bruselas y Pablo Serrano en Madrid. Por su intermedio conocieron a muchos artistas y gente del ambiente, como Peggy Guggenheim. Estuvieron en la casa de Rafael Barradas e intentaron que el gobierno uruguayo adquiriera obra suya, pero fue en vano.
También expusieron en forma conjunta, como acostumbraron durante años. La primera muestra fue en Barcelona, en setiembre de 1958. La segunda, en Bruselas, con muchas obras producidas en el atelier de Sgarbi en esa ciudad. Allí casi ganan el premio de la crítica. Pero era difícil alcanzar el éxito en Europa. Las galerías eran muy comerciales y había que ser muy paciente y cultivar muy bien las relaciones públicas para hacerse un lugar. Visitaron la bienal de Venecia, Dokumenta en Kassel, en las iglesias tomaban apuntes de los vitrales, de todos los lugares que visitaban se nutrían. “Fue un viaje tan intenso que marcó nuestras vidas. Tanto Costi como yo decíamos ‘antes y después del viaje’”.
De vuelta en su país
El último día de 1959 retornaron a Montevideo. María, con tristeza, porque se quería quedar más tiempo. A Costi le era indiferente pues sólo quería pintar en un lugar tranquilo. Buscaron taller nuevamente y consiguieron un sótano en la calle Ejido. “Ustedes siempre debajo de la tierra, como en las catacumbas”, les decía siempre la esposa del director del Instituto Goethe de entonces, de apellido Bunte. Allí Costigliolo probó con el action painting, impulsado por el ejemplo de Jackson Pollock, dejando atrás la estructura y el rigor geométrico. No conforme con los resultados, volcó su atención a los proyectos de vitrales, en lo que había incursionado en Europa.
1961 fue un año propicio para mostrar lo que estaba logrando: realizó una pequeña retrospectiva en Amigos del Arte y además exhibió el fruto de su trabajo con los proyectos de vitrales en una impactante exposición en el Centro de Artes y Letras de El País.
En esos años los dos trabajaron arduamente y exhibían con frecuencia. María valora esa búsqueda insistente y fértil que ella también vivía, absorbía y generaba: una pareja que se retroalimenta y fluye. Una pareja cuyos hijos son las obras.
La disciplina y sensibilidad de años, el foco en una indagación individual muy particular y auténtica llevaron a Costigliolo a zambullirse en una nueva etapa creativa, la de los “cuadrados y rectángulos” que Freire explica ampliamente en forma didáctica y apasionada. Toda una síntesis de una vida de trabajo con el color y la línea. Esta obra fue la que Costigliolo llevó, junto con obra de María Freire, Manuel Espínola Gómez y Jorge Páez, a la bienal de Venecia de 1966. “Es una composición totalmente original, sin precedentes en la historia del arte. Es el momento más trascendente e importante de su trayectoria. Y esa creación se da con un sistema de ideas tan actuales en su tiempo histórico, que Costigliolo actúa simultáneamente y con la misma jerarquía de los grandes creadores universales. Ha encontrado un alfabeto que puede darle desde 1963 hasta 1984 infinitas posibilidades de variación. Y será una permanente inquietud creativa”.
María cita a un crítico belga, Maurits Bilcke, que expresa a propósito de sus cuadros: “Son el fruto de un despojamiento consciente y de una voluntad tenaz de mantenerse en lo esencial que es el toque del maestro. Este maestro hace toda una sinfonía de una nota”. “Cuadrados y rectángulos de todo tamaño, se atraen y se repelen. Luchan unos contra otros como atraídos a la superficie de un potente río, cuyo curso parecen orientar, para al fin mostrarse en una calma constelada”.
El brío de su vida estaba tal vez en el punto más alto. El envío a la bienal permitió más viajes, visitar Berlín Oriental, volver a muchos de los sitios que ya conocían pero que les venía bien revisar. A la vuelta, en el Tacoma, Costigliolo no paraba de pintar en su camarote, el mejor del barco. “Allí Costi comenzó a provocar variantes en sus cuadrados y rectángulos. Había alcanzado un grado de madurez que ya no había posibilidad de ninguna exploración lateral, ajena a su personal estilo”.
A la vuelta de este viaje María sufrió grandes problemas con su fémur. Se operó en Córdoba, donde debieron permanecer durante ocho meses. En el hotel Astoria, Costi siguió pintando y expuso en el museo de esa ciudad. Unos meses después, ambos expusieron en Buenos Aires. Allí conocieron al crítico Aldo Pellegrini, quien sintió gran admiración por Costigliolo.
Sobre fines de los setenta la salud de Costigliolo comenzó a deteriorarse. El mal de Parkinson le dificultó el andar y el movimiento en general, aunque respetó su cabeza y sus manos. “En los últimos tiempos, cuando se vio obligado a depender de los demás, imposibilitado de caminar, su impaciencia se agudizó. Su angustia y su desesperación por pintar y pintar se transformaron en una trágica lucha diaria. Poco antes de su fallecimiento, dos días antes, levantaba el brazo derecho y en el espacio indicaba un ritmo ascendente y descendente respondiendo hasta el final a una necesidad de expresión que había sido siempre su razón de existir”.